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RAÚL VARGAS SABALIJA -MÉXICO-

Raúl Vargas Sabalija es originario de la capital de San Luis Potosí, México. Ha cursado estudios de Profesor de Matemáticas y Licenciado en Matemáticas, ambas en la UASLP (Universidad Autónoma de San Luis Potosí). Hizo una Maestría en Educación, así como también un Doctorado en Ciencias de la Educación. Además estudió un Diplomado en Filosofía y tiene estudios de lengua francesa. Ha trabajado en la industria, en áreas de capacitación y supervisión. Se ha dedicado a la divulgación de la ciencia, desde que era estudiante de matemáticas. Ha trabajado como profesor en niveles de secundaria, bachillerato y licenciatura, de Cálculo, Lógica, Filosofía, Didáctica, Probabilidad y Estadística y Física, entre otras materias. El SNTE (Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación) publicó uno de sus libros: “Primaveral a Julieta”, en 2018. En Julio de 2021 Trazos Urbanos publicó su poema “Pandemia” en el libro “Memorias de la Distancia”. Actualmente es profesor de telesecundaria. Le interesan temas de filosofía, matemática, física, astronomía, biología, psicología, historia, antropología, educación, cibernética, poesía, pintura, software educativo, entre otros. Su interés por las letras comenzó a temprana edad, sin embargo la dedicación al estudio de las ciencias exactas retardaron sus sueños literarios. A pesar de eso escribía cada que le era posible.

 

La princesa sin libros
 

Existía, en algún rincón del mundo, un reino lejano y aislado. Era hermoso, montado sobre las montañas altas, cuya nieve en invierno las pincelaba de blanco transparente. En primavera había flores, era como una sinfonía de colores, como si el mismísimo Dios hubiese pintado con sus propias manos cada flor. Había canto de pájaros de variados sonidos que deleitaban el oído por las mañanas, era como si la música de los ángeles hubiera sido robada por algún Prometeo. El color del cielo diurno era un azul de los más sublimes que existían a la vista humana. A veces, nubes blancas descansaban sobre los picos de las montañas, o sobre la punta de un castillo. Eran tan blancas o transparentes, casi cristalinas, como el rocío que por las mañanas besaba las rosas en los campos. Durante las noches daba la impresión de que aquel reino estaba sumergido entre las estrellas de todos los tamaños, casi se podía sentir que uno podía tocarlas en las noches consteladas. Era como si el reino estuviese erigido entre un campo de estrellas multicolores. Las lunas de las noches eran bellísimas, grandes, redondas, blancas, de carmín o argentinas. Cuando la luna era tímida aparecía sólo una parte, se ocultaba tras de un pedazo de éter redondo como ella. En ocasiones, al paso de los días, poco apoco se asomaba más y más, hasta quedar toda descubierta, redonda, grande, plateada y orgullosa, como si por fin se decidiera a ser una reina más en aquel reino. En pocas palabras era otro reino sobre los cielos, o un pequeño reino del cielo en la tierra.
 
Era un reino próspero, pacífico, en paz, no había guerra. Su rey era uno de los mejores que habían existido, aunque el mundo no lo supiera, pues estaba aislado y lejano; pero poco importaba, la gente lo quería y lo respetaba por su sabiduría, su bondad y su valor. Era un rey ya de edad, que según se contaba, él mismo había fundado dicho reino hacía muchos años, siempre buscando un bien común para sus habitantes. También se cuenta  que en su juventud, además de su valor y temeridad en las guerras por las causas justas, fue un decidido y valiente príncipe cazador de dragones y salvador de princesas. Algunos habitantes cuentan que, de hecho, su esposa, la reina, la conoció en una de sus aventuras salvando princesas. Pero de eso casi no se hablaba, quizá por respeto o por alguna otra razón poco comprendida.
 
La reina, era una mujer hermosa. Delgada, alta, rubia, con unos ojos sonrientes, grandes y color primavera, por veces coquetos. Era sabia, prudente, amable, humana y fiel, como la Penélope de Odiseo, durante las lejanas guerras justas en las que algunas veces participó el rey. Los habitantes no sabían su origen, sólo sabían, como ya se dijo, que el rey en su juventud la había rescatado en una de sus aventuras, y que venía de algún lugar distante y desconocido.
 
Los reyes habían procreado una hija, una princesa hermosa, de esas de las que ningún otro cuento habló jamás sobre la tierra: frágil, delgadita, alta, risueña. Tenía la piel como esas nubes o montañas blancas, casi transparentes, cuyo invierno y traje de tul azul la hacían verse pálida, de su rostro y de sus menudas manos. Tenía unos ojos grandes, negros como la oscuridad profunda, y risueños como los de su madre. También por veces coquetos. Tenía una sonrisa amplia, infantil, clara, inocente, tierna. Cuando su rostro se iluminaba de alegría causaba que los presentes se enamoraran de la bella princesita. Tenía una gracia natural en su forma de reír, de hablar, de moverse, una gracia que completaba su belleza externa. Su cabello era largo, igual de negro que sus ojos, con unos largos rizos que se mecían ondulantes, oscilantes, en su cabeza. ¡Eran perfectos y hermosos sus rizos! Era una niña sabia, como sus padres, talentosa para el arte, adorable en su trato, y con muchos sueños, como suelen serlo las princesitas de otros cuentos.
 
Pero la diferencia, si bien no la hacían lo soñadora, lo hacían sus sueños. Uno puede darse cuenta que muchas princesas sueñan con un príncipe azul, incluso a temprana edad,  y que otras sueñan con reinos más grandes y ricos que los de sus padres, otras más sueñan con ser las más bellas del universo. También las hay menos ambiciosas y vanidosas, sencillas, simples como la luz de una vela, sueñan con una estrella de las viñas del Señor (como aquella princesa de Rubén Darío). Otras, las más atrevidas, sueñan con la existencia de los extintos dragones para ver llegar a un caballero de resplandeciente u oxidada armadura a salvarlas.
 
Nuestra princesita, más sencilla que una letra, soñaba con libros que le leyeran durante las noches antes de dormir. Toda su infancia había escuchado viejas historias de que en años lejanos los padres solían leerles libros a sus hijas, mientras estas empezaban a quedarse dormidas, arrulladas por la voz y por el mundo recreado un libro. Entonces, esta princesa había deseado tanto que sus padres la arrullaran con libros de historias felices, bellas, de esos que se hacen para princesas. Por alguna extraña razón, en ese reino nadie sabía de libros para princesas. Era como si se hubieran extinguido los bellos libros en ese reino.
 
En un principio, su padre, el rey, se sintió  tentado de contarle sus historias de dragones y princesas, y también de sus justas batallas; pero un día se le acabaron esos relatos, y para bien de nuestra princesita, pues no eran de las que quería escuchar al dormir.
 
Un día, gran día por cierto para nuestra princesa, el rey consciente y temeroso de que su hija enfermara a falta de libros, mandó buscar a todos los escritores y poetas de su reino, o si había, de reinos lejanos. Sin embargo, ninguno tenía libros para princesas. Ella los escuchaba uno a uno y no quería volver a saber de ellos. Se dice que le leyeron libros como “Platero y Yo”, “Canek”, “El Principito”, “El Caballero de la Armadura Oxidada”, etc. Que incluso, ya desesperados, le leyeron “El Quijote de la Mancha, El Ingenioso Hidalgo”, “Romeo y Julieta” y muchas otras obras que se consideran portentos de la humanidad.
 
Después, los temores del rey y la reina se hicieron reales, la regia niña estaba enfermando sin libros. La preocupación empezó a crecer en el reino, y nuestra princesita empezó a marchitarse. Sus ojos ya no eran risueños y coquetos, su piel ya no parecía transparente, sus rizos ya no se mecían alegres, su voz era apagada, ya no era musical como en los días en que el corazón le palpitaba sin límites, sus pasos eran débiles y cortos. Su mamá, la reina, rezaba hondas oraciones a Dios por su hija, pidiendo que le devolviera la alegría que solía tener en tiempos anteriores.
 
Un día, otro mejor gran día, las preocupaciones del reino llegaron a un desconocido, a un caballero, que algunos llamaban de la enmohecida armadura, ya que según se sabía, los dragones se habían extinguido y no se sabía de guerras lejanas. No era un caballero ridículo, como el tal Quijote, este era más bien un caballero serio y hasta cierto punto misterioso. En realidad ya no era caballero, pues como se ha dicho, ya no existían dragones ni guerras. Pero en años anteriores había rescatado mil princesas y matado mil dragones. Este caballero se ofreció para ir a entrevistarse con el rey y ofrecerle su ayuda.
 
—Sabio rey, permíteme intentar ayudar a la princesa de ojos risueños y por veces coquetos, de piel de nieve y rizos oscilantes.
—Gran caballero, matador de dragones, he escuchado cosas grandes y valientes de ti, sé que en tiempos pasados fuiste cazador de dragones y salvador de princesas, pero, sin ánimo de ofenderte, no es eso lo que necesita mi princesita. Ella…ella necesita libros, ser arrullada por historias, dormir en mundos coloreados por el arte de las letras.
—Lo sé, gran rey, estoy enterado de lo que pasa a tu hija. Es verdad, en un tiempo fui valiente matador de dragones y salvador de reinos y princesas en mil lugares distintos. He viajado por el alfa y el omega del mundo. Durante ese rodar de mundo recopilé libros para princesas, de ésos que les arrullan su corazón de ángel. Esa noche empezó a leerle a la princesita “Primaveral a Julieta”, un libro de poesía, de puro amor.
 
Al amanecer blanco y transparente, cuando el cristalino rocío despierta derramado ampliamente sobre las flores, se dice que a la princesa se le volvió a ver con sus ojos risueños y coquetos, con su sonrisa tierna, angelical y pura, con su andar gracioso, con su piel blanca como la nieve de las montañas del reino, con sus largos rizos oscilando alegres, con su corazón palpitando como tambor de guerra, con su voz musical, hermosa, adorable, pura, sabia, tierna, simple, como son las princesas de verdad.