YOLANDA FELICITA RODRÍGUEZ TOLEDO -CUBA-
PÁGINA 30
HABÍAMOS PROMETIDO
Para Alberto, in memoriam.
-No intentes levantarte,
dijo el Capitán cuando alcé la cabeza
para mirar afuera.
Pero es una niña, quise explicarle.
-No te muevas, insistió.
Debemos ir, volví a decirle.
-Estás alucinando,
no hay sobrevivientes.
Mantente alerta:
-ES UNA ORDEN.
Hay palabras que sacuden,
palabras ráfagas:
Palabras cuchillo, espinas,
tajo y sangre, estertores,
fluidos muy calientes;
espejos.
Palabras muerte, OLVIDO.
Hay palabras vivas que entran,
y te toman de los hombros,
sonidos que puedes reconocer.
El cuerpo, tensado en las predicciones,
estática del brazo que sostiene al arma.
-Quédate donde estás, grité,
y con ese impulso me puse en marcha.
-Al suelo, Teniente, al suelo.
Firme, firme, tírate al suelo,
Teniente, firme. Firme.
Cerré los ojos para encontrar la luz,
por la garganta subían mariposas
que volaban dentro.
-Teniente, teniente.
No te muevas, tírate al suelo, tírate:
ES UNA ORDEN.
Habíamos prometido
encontrarnos siempre en este lugar,
sentarnos sobre la piedra grande,
debajo del tamarindo donde habitan las estrellas
que marcamos.
Era domingo, lo recuerdo bien,
solíamos hacernos bromas.
Tú, con miedo a las arañas, a los insectos
porque lastimaban tus piernas,
más que la hierba,
más que guisasos y bejucos del monte
que dejaban marcas.
Y yo, nada dije de mis temores,
bastaba la alegría de mis once años,
recién cumplidos,
tu pelo largo, suelto,
rozándome la cara,
el pecho.
Despertó la ciudad con el ruido
de aviones pasando,
había humo y metralla,
madre no soltó mi mano mientras corríamos,
apenas pude mirar atrás,
no estaba tu casa,
no estabas entre el humo gris, espeso
que desdibujó la esquina,
que se tragó los techos y el parque;
no pude verte.
-Soldados, de pie.
Era el capitán un hombre triste,
tenía una marca redonda a la altura del ojo.
Ordenaba, y quedábamos inmóviles.
Era un hombre joven, pequeño,
de una valentía visiblemente expuesta.
-Continuamos el avance hasta la trinchera,
“que nadie se detenga,
no se separen.
Adelante. Avancen:
AHORA”.
Corríamos por los potreros,
hasta llegar al rio,
allí los mangos maduros que tanto te gustaban,
era muy divertido verte la cara pintada
y la lengua afuera, saboreando el embarre.
Un amigo paso a saludar
y dijo que te había visto,
no sé si asombro o alegría
cuando supe que estabas tan cerca.
La lluvia caía y el aire era fresco,
frio, muy agradable.
Era la voz de una niña que lloraba.
-No te muevas, no intentes levantar la cabeza,
Gritaba el Capitán, mientras yo te escuchaba reír,
cantar en el oído como un murmullo.
Quise palpar la frente y algo rozo mis labios,
algo salado,
tal vez la lluvia.
-Teniente, teniente.
No te muevas-.
Pero yo, sostenía tu mano,
de regreso a casa saltábamos charcos
íbamos cantando,
a pesar de la lluvia espesa,
y el fango.
Habíamos prometido volver siempre,
habíamos prometido,
estar donde el árbol y la piedra,
tu cuerpo menudo donde el agua y mis labios,
tus dedos, mi respiro,
nuestra primera vez escondidos,
tan lejos y tan cerca.
-No te muevas. ES UNA ORDEN.
Vociferas, y estoy flotando en las aguas del río,
mi cuerpo es una rama seca
a merced de la corriente,
escucho las aguas que fluyen, los trinos,
el viento que sacude los gajos
y hay hojas tocándome el rostro, los brazos,
el cuerpo desnudo.
Algo cae sobre mí,
me sostiene en remolino,
desde abajo,
imanta las piernas, los brazos, la cabeza,
intento escapar de esos giros,
y me hundo:
Estoy en paz.
-Teniente, me escuchas.
Escuchas. Respira, POR FAVOR
dijo el Capitán, tal vez con ira.
Sentí que me abrazaban.
Abrí los ojos,
fije la mirada en las paredes
altas y vacías.
Volteé la cabeza
y todo comenzó a girar.
Quise palpar la frente y otra mano
sostuvo la mía.
-Quién eres-, dije.
Observaba tus labios
para descifrar las palabras.
-Quién eres-. Volví a preguntar.
Tú, sonreíste, pasabas la punta de los dedos
sobre mi brazo y el pecho,
me acariciabas lentamente
y permanecías allí, junto a la cama.
-Dime quién eres,
puedes escucharme tú-.
Asientes con la cabeza,
tus gestos hablaban de mis piernas,
en cada movimiento describías
la inmovilidad de mi brazo derecho,
con el otro brazo sostuve postales,
fotos que ibas mostrándome.
Yo estaba allí, uniformado,
había una muchacha a mi lado, siempre.
-Esta eres tú-, quise decirte,
y otra vez el brillo en los ojos,
ni siquiera respiraste.
La misma sonrisa;
como si no supieras
que te he visto llorar.