CARLOS JOSÉ BLANDÓN RUIZ -NICARAGUA-

 

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Carlos José Blandón Ruiz, nacido en La Trinidad, departamento de Estelí, Nicaragua. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas, graduado de la UNAN-Managua; Máster en Docencia Universitaria, egresado de la UPAN-Matagalpa, en cuyo programa ostenté el mejor Trabajo de Fin de Máster al validar un editor de textos en línea asistido en español para la redacción de textos expositivos, que al proponerlo en Certamen más importante del Ministerio de Educación, fui condecorado como el Mejor Docente de Educación Secundaria en el Departamento y, Tercer Lugar a nivel nacional. Profesor de Estudios Teológicos y Artes Pastorales, Instituto Bíblico Mizpa. Escritor de tres libros: uno ensayístico: Darío en el signo del cisne; y dos poemarios: Con las plumas del Fénix; y Utopías del Alma. Actualmente, construyo un cuarto libro intitulado: Pásame otro ladrillo, cuyo tercer y cuarto capítulo envío a tan importante Revista. He colaborado para importantes revistas nacionales e internacionales: El Esteliano (Nicaragua), Multi-Ensayos de FAREM-Estelí (Nicaragua), Sinergia (Bolivia), Letra Azul (Perú), como aportes menciono: ensayos analíticos, poemas y artículos científicos; y en esta ocasión, relato (capítulo de obra). Actualmente formo parte de dos distinguidas asociaciones de escritores y poetas: Tinaja Intercultural (en Nicaragua) y Ventana Abierta (Perú). Así como también fui seleccionado en Bolivia, con dos poemas didácticos para figurar en una Antología Poética Internacional que obedece a un Proyecto Educativo Cultural de Psicopoesía Ecológica. He sido un joven consagrado a la lectura y la escritura, amante de la cantera literaria del máximo representante del modernismo hispánico, don Rubén Darío. Por otro lado, trabajo como Coordinador de Young Life Nicaragua, una institución comprometida con la juventud y el rescate de estos del mundo de las drogas, por lo cual, mi quehacer no solamente se resume a lo académico y religioso, son también a lo social.

 

 

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Del libro en construcción «Pásame otro ladrillo»
Ladrillo 3
9 de enero de 2023
¿Herencia o legado?
 
Con mucha deferencia fui invitado a predicar en una actividad en la que se celebraba el Día del Pastor, en una comunidad llamada San Agustín. Este viaje lo compartí con un buen amigo de ministerio, quien tuvo la afabilidad de llevarme en su moto hasta la iglesia en donde se desarrollaría tan memorable evento. Yendo de camino, empezamos a cruzar ideas acerca del trabajo con jóvenes de esta generación en la que nos tocó vivir. Recuerdo que debatíamos de los vacíos que existían en las reuniones eclesiásticas, especialmente, en las enseñanzas flácidas que estaban llenando los oídos de los jóvenes, cuando de repente escupió una frase que, por su fuerza reflexiva, le pedí de favor, la repitiera, y me dijo: «Herencia es lo que se deja para alguien y legado es lo que se deja en alguien». Es increíble cómo una simple preposición puede hacernos ver las expresiones desde diferentes perspectivas. Herencia alude a un bien material, concreto y visible, que se obtiene por ley o por testamento, y que se deja para. Legado es un bien inmaterial, abstracto e invisible, que se deja en.
 
Los movimientos migratorios, por ejemplo, han respondido a factores socio-económicos, y políticos, principalmente; pero todos ellos buscan mejorar la condición de vida de los familiares que dejaron en su país de origen. Padres que residen en Estados Unidos se han propuesto dejar una herencia sostenible en el tiempo para sus hijos, y otros tantos los han llevado consigo con el mismo sentir. No intento afirmar que ello esté mal, sino que me parece una comparación efectiva. Por otro lado, hablar de legado está más relacionado con un sentimiento, una actitud, un pensamiento, una convicción, un valor. Así pues, mientras una herencia aludirá a una mansión de lujo, un vehículo de último modelo, una finca inconmensurable o una empresa de prestigio; sabremos que un legado significará emplear el vínculo perfecto que es el amor para transmitir a los demás, actitud de un cambio desde el interior, renovación de la mente, altos deseos de superación, visión telescópica hacia un futuro esperanzador, entre otros.
 
Si tuviéramos que colacionar estos términos con un órgano del cuerpo, evidentemente los ojos se perderían en una jugosa herencia, y expresarían con lágrimas su satisfacción; no obstante, el legado haría un dupla cuasiperfecta con el corazón, que siente, que piensa, que da vida a todo nuestro cuerpo, de ahí su capacidad de transmitir.  Una herencia te hace sentir cómodo en tanto que te pertenece; un legado te inquieta, puesto que es solo un huésped, que debe ir cambiando de habitación. El cuello del cisne que aquí me interroga es: ¿qué estamos dejando a las próximas generaciones? ¿Herencia o legado? Una herencia es finita; el legado, infinito. Cabe apuntar los casos de algunos jóvenes cuyos padres están en el extranjero y aun teniéndolo todo, se pierden en las drogas; ¿qué pasa aquí? Tienen herencia, pero no tienen legado; sus padres se fueron para que no les hiciera falta nada, pero les hicieron falta ellos. ¿Y qué ha acontecido con aquellos que no tienen cerca a sus progenitores y son grandes personas en la vida? Sucede exactamente lo contrario al resultado anterior; sus padres dejaron en ellos un legado de amor, de superación, de integridad, de resiliencia; a la vez que trabajan en la distancia por darles una herencia.
 
No todos podemos legar una herencia, pero todos podemos heredar un legado. En este preciso momento en que redacto, un joven de 17 años me escribió para exponerme una situación familiar en donde su tía contendía fuertemente con su abuelita, es decir, madre e hija discutiendo. De inmediato pensé en que un notable porcentaje de jóvenes de esta generación no han sido impactados con un legado de amor, que les permita ensayarlo con los demás. Están llenos de odio, de ira, de violencia, de rencor, de vanagloria, de rebeldía hacia los padres…este ha sido el legado que les han transmitido. Pero no quiero que esto suene desesperanzador, pues pienso que es ahí donde debemos entrar heroicos a la escena, siguiendo la misión a la que nos exhorta Judas 1: 23: «arrebátenlos del fuego y pónganlos a salvo» (RVC).
 
Este versículo lleva mi pensamiento al reciente campamento en el que pude frecuentar a una treintena de jóvenes de diversas religiones e ideologías. Entre los testimonios que ahí se pudieron suscitar, me trastocó el alma el que exteriorizara un joven quien, no conteniéndose hasta las lágrimas, expresaba su dolor de ver cómo los niños se pierden en los vicios. Denunciaba enlutado: «Todo lo que tiene que ver con la niñez, me toca el corazón; me duele ver que entre círculos de mayores esté un niño y que encima de eso les ofrezcamos licor, droga. Estoy claro y convencido de que si alguien puede cambiar el mundo, son ellos: los niños». Estas palabras, indiscutiblemente, me dejaron un legado de conciencia, que me lleva a repensar la idea de que los legados se construyen desde que somos niños. No en vano Salomón, el hombre más sabio de la faz de la tierra, enseñaba: «Instruye al niño en su camino, y cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22: 6/RVR 1960). Eso es legado, lo que siembro ahora, para cosechar después. Un niño es un papel en blanco, al que todo lo que le escribamos, en eso se transformará. 
 
Trasladando este asunto al terreno bíblico, Juan, escritor del evangelio con el mismo nombre, en 31 versículos que anuncian el fin del Ministerio de Jesucristo en la Tierra, deja entrever con claridad lo que hasta aquí se ha diferenciado como herencia y legado. Una herencia es lo que Jesús promete a sus discípulos en Juan 14: 2: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; […] voy, pues, a preparar lugar para vosotros» [RVR 1960]. Se identifica un bien (casa celestial) y un beneficiario (para sus discípulos); ¿pero fue esta la mayor dádiva o promesa que concediera Jesús a sus discípulos? De ninguna manera, puesto que los versículos subsiguientes destacan el apoteósico legado que dejara en sus corazones, por lo cual dice: «No se turbe vuestro corazón». De una u otra forma, Jesús les está recordando a sus seguidores que así como el Padre había sellado su corazón de Hijo, del mismo modo lo haría con aquellos que en él creyeran.
 
Sin duda alguna, el legado del Padre hacia el Hijo no es más que la esencia de que ambos eran Dios, por consiguiente, compartían todos los atributos que a una deidad corresponden, razón por la cual, cuatro capítulos atrás el mismo Jesús reveló: «Yo y el Padre uno somos». Es por ello que, los motiva diciendo: «Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí» (Juan 14: 11/RVR 1960). Sin embargo, no solo la esencia integra un legado, sino también una convicción abstracta e intangible. En Juan 14: 16, Jesús promete más: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador [Esencia], para que esté con vosotros para siempre [Convicción]: el Espíritu de verdad, el cual el mundo no puede recibir, porque no le ve [Abstracción], ni le conoce; pero vosotros le conocéis […] y está en vosotros [Intangibilidad]».
De la expresión «otro Consolador» se infiere que el mismo Jesús era un Consolador (pero que habría de quedar «otro» en su ausencia física), por lo tanto, era digno de legar esa misma esencia. No podemos legar una virtud que no sea intrínseca a nosotros. Tanto así que, al descorrer las cortinas del pasaje, el mismo Príncipe de Paz que había profetizado Isaías, consuela a su equipo con una férrea promesa: «La paz os dejo, mi paz os doy, yo no os la doy como el mundo la da» (Juan 14: 27/RVR 1960). Y así es, no puede producirnos mangos, un árbol que por años ha fructificado manzanas; también cabe preguntarnos: «¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?» (Santiago 3: 11/ RVR 1960).  En fin, el quid de este embrollo se sintetiza en una frase de imprecisa autoría que reza: «Ya que estamos de paso, dejemos huellas bonitas». 
 
Ladrillo 4
12 de enero - 5 de febrero de 2023
¿De qué es capaz un cerebro motivado?
 
Evocar esta pregunta, me transporta a la fatídica historia que cobijó las semifinales olímpicas en las pistas atléticas de la Barcelona de 1992, en la lucha por la medalla de oro de los 400 metros lisos, en la que ninguno entre la multitud de aficionados imaginó que el preciado oro se le iría de las manos, como arena entre los dedos, cuando de súbito, en el segundo 16, el británico Derek Redmond sufriera una lesión en su tendón de Aquiles, que puso fin a su carrera como atleta. Pero la historia, más allá de ser terrífica, es inspiradora. Un hombre quien vestía de short, irrumpiendo desde las graderías, saltando la barda perimetral y esquivando al personal de seguridad, corrió con presteza hacia Redmond. Era su papá, Jim Redmond, quien al igual que su hijo adolecente, estaba sufriendo no solo la rotura del tendón, sino también el acabose de una prometedora carrera profesional.
 
Derek echó su mano por encima de los hombros de su padre, mientras este último le infundía aliento y servía como muletilla a su hijo en el tramo que restaba hasta la línea de meta.  A este acto de amor paternal se sumó la euforia de un mar de 60 000 personas que habían apostado por el triunfo del velocista. Finalmente, Derek se retiró de este deporte que por años significó no solo su obsesión, sino su vida plena. Sin embargo, lo que parecía una nebulosa, resultó en un hermoso cielo estrellado. Frank Dick, jefe de entrenadores del equipo británico de aquel inolvidable 1992, convencido de su capacidad de conversación y oratoria, le aconsejó viajar por el mundo para contar su experiencia como una forma de motivación personal. 
 
¿Qué llevó a Derek a completar al menos esa primera vuelta? ¿Qué lo impulsó a cerrar abruptamente ese ciclo de su vida deportiva y abrir uno nuevo como conferencista? Tenía un cerebro motivado. Claro es que, bien pudo quedarse tirado en el suelo o salir con dificultad de la pista, pero no, hubo alguien que habló a su corazón y, reincorporado, decidió terminar. Contrario a esto, existen «parásitos» que con o sin palabras son capaces de sentar a alguien cuya confianza en sí mismo no sea una fortaleza. Me refiero a esas personas a quienes no les ha amanecido todavía, tanto que si tienen la oportunidad de destruir lo harán sin reparo. ¿De qué es capaz un cerebro motivado?, es la pregunta inicial, pero ¿de qué es capaz un cerebro desmotivado? He ahí la cuestión. Una palabra fuera de contexto, un comentario inoportuno, una actitud en el momento impreciso o un comportamiento en el lugar menos indicado, será motivo suficiente para no acceder a una contestación o al cumplimiento de una asignación.
 
Frases del tipo: ¡No naciste para esto! ¡No lo lograrás! ¡Si no pudieron tus padres, muchos menos lo lograrás tú! ¡No sigas invirtiendo en eso! ¡De todos modos siempre fracasarás! ¡Te equivocaste de carrera! (como me lo dijeron a mí antes de iniciar mi primer año de Universidad) y otras tantas expresiones peyorativas pueden ser el detonante de una depresión severa, de un sueño truncado, de una misión incumplida o  una responsabilidad dejada en el olvido. Este dilema lo resuelve en dos versos el sabio Salomón, cuando en Proverbios 12: 18 sentencia que: «Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la lengua de los sabios es medicina» (RVR-1960). El mundo necesita urgentemente más personas y menos gente. Solo alguien plural se atrevería a ser la piedra de tropiezo de aquel que camina hacia el éxito, mas una persona que reconoce que la vida no es una competencia, coopera de manera genuina con el que necesita una palabra que lo levante de la lona y pelee su próximo round.
 
¿¡De qué es capaz una sola palabra!? La Biblia enseña que el Universo fue constituido por la Palabra (Hebreos 11: 3/RVR-1960), ese Universo inmiscuye al ser humano, de modo que este es una palabra andante, que puede ser fácilmente destruida por otra palabra circundante. En tal sentido, las Escrituras aconsejan «Que sus [palabras] sean cordiales y agradables, a fin de que ustedes tengan la respuesta adecuada para cada persona» (Colosenses 4-6/NTV); el mismo consejo que Pablo compartió con su hijo Timoteo en su nueva misión como pastor, animándolo a ser ejemplo de los creyentes en palabra. No en vano Jesús nos compara con la luz y con la sal. La primera para que alumbremos en la obscuridad de otros; y la segunda, para que preservemos su valor y les regresemos el sabor a la vida insípida que les ha tocado vivir. Creo que un buen comienzo para ser luz y sal, sería el uso de la palabra precisa, por lo que retomo a Pablo cuando exhorta: «No empleen un lenguaje grosero ni ofensivo. Que todo lo que digan sea bueno y útil, a fin de que sus palabras resulten de estímulo para quienes las oigan» (Efesios 4: 29/NTV). No más palabras que enfermen el alma. Nunca sabremos por la tormenta que esté atravesando el otro; procuremos, pues, que nuestra palabra venga a ser un faro de luz en medio de su naufragio.
 
¿De qué lado estamos, entonces? ¿De los Sanbalat, Tobías y Gesem de hoy, que, al enterarse de los planes de otros, se disgustan en extremo y se burlan, y desprecian, y escarnecen por no estar al nivel de ellos o por no haber tenido la iniciativa que les generaría el aplauso del público? ¿O estamos del lado de Nehemías que quitó su oído de la palabra necia e hiriente, y que sin perder de vista su misión de edificar los muros, empuñaba, con una mano la espada, y con la otra, clamaba a sus siervos diciendo: «Pásame otro ladrillo»? Esta escena me hace recordar al Príncipe de las Letras Castellanas, don Rubén Darío, cuando en cierta ocasión, se le acercaron para intentar minimizarlo al afirmar que su primo Pedro era mejor músico y que por eso el pueblo lo ovacionaba más que a él. La respuesta de Rubén, más allá de ser lapidante, fue también profética: «Lo merece; pero a Pedro lo aplauden aquí, a mí me aplaudirá el mundo». Más tarde, el mismo bardo nos redargüiría con una frase que ha hecho eco desde su escritura: «No dejes apagar el entusiasmo: virtud tan valiosa como necesaria; trabaja, aspira, tiende siempre hacia la altura».
 
Mi querido Watson, nunca faltará una voz que desaliente, que haga dudar, que confunda, que conspire contra ti y que quiera arrebatarte los sueños, por lo cual estoy seguro de que tampoco hará falta la voz de aquel que cuenta el número de tus cabellos, y que viéndote fijamente a los ojos, en el segundo 16, cuando creas que ya no puedas más, no faltará quien como a Lázaro te diga: «Levántate y anda», porque « […] yo Jehová soy tu Dios, quien te sostiene de tu mano derecha, y te dice: No temas, yo te ayudo» (Isaías 41:13/RVR-1960).