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PÁGINA 43

Omán E. Hernández Jacinto (O. H. Rojas), originario de Guadalajara, Jalisco, paramédico de profesión. Recorre su tercera década de vida. Amante apasionado desde muy pequeño del horror y lo inexplicable. Gusta de leer literatura fresca, principalmente de autores consagrados y nuevos talentos, en su mayoría nacionales. Inicia su carrera amateur a los 18 años con pequeños fragmentos de historias que nunca llegaban a nada, pero daban prueba de las habilidades innatas. No es hasta los 26 años que por azares del destino que es persuadido por su esposa, luego de leer varios de sus cuentos cortos, para que participara en una revista electrónica, cual sería su sorpresa al ser seleccionado entre autores con amplia trayectoria y de reconocimientos en el mundo de las letras. La revista gratuita de distribución electrónica Letras y Demonios, es la que ve nacer este pequeño escritor y que convocatoria tras convocatoria daban esa oportunidad de seguir insistiendo en ese sueño que es ser un gran escritor. Relatos como Sofia (2017), No llegará Papá a casa (2018), Las olas que van (2019), fueron solo algunos de los cuentos participantes. Llegaría finalmente la que considera uno de sus mayores logros, participar en la antología Algo llamado horror (2019) a la par de distintos escritores con varios tirajes distribuidos en todo el territorio nacional. Nuevamente saltaría al papel en el Gran minilibro de terror con el relato de Desierto (2021). Sin duda, si algo tiene este autor es su gran perseverancia.
Omán E. Hernández Jacinto (O. H. Rojas), originario de Guadalajara, Jalisco, paramédico de profesión. Recorre su tercera década de vida. Amante apasionado desde muy pequeño del horror y lo inexplicable. Gusta de leer literatura fresca, principalmente de autores consagrados y nuevos talentos, en su mayoría nacionales. Inicia su carrera amateur a los 18 años con pequeños fragmentos de historias que nunca llegaban a nada, pero daban prueba de las habilidades innatas. No es hasta los 26 años que por azares del destino que es persuadido por su esposa, luego de leer varios de sus cuentos cortos, para que participara en una revista electrónica, cual sería su sorpresa al ser seleccionado entre autores con amplia trayectoria y de reconocimientos en el mundo de las letras. La revista gratuita de distribución electrónica Letras y Demonios, es la que ve nacer este pequeño escritor y que convocatoria tras convocatoria daban esa oportunidad de seguir insistiendo en ese sueño que es ser un gran escritor. Relatos como Sofia (2017), No llegará Papá a casa (2018), Las olas que van (2019), fueron solo algunos de los cuentos participantes. Llegaría finalmente la que considera uno de sus mayores logros, participar en la antología Algo llamado horror (2019) a la par de distintos escritores con varios tirajes distribuidos en todo el territorio nacional. Nuevamente saltaría al papel en el Gran minilibro de terror con el relato de Desierto (2021). Sin duda, si algo tiene este autor es su gran perseverancia.
 

OMÁN E. HERNÁNDEZ JACINTO -MÉXICO-

CORRE

 

 

Por O. H. Rojas
Homenaje a David Lynch
 

"En el orden estricto y material de las cosas, todo aquello en lo que se piense posee una dualidad que origina un balance permanente. Ni todo es completamente bueno, pero tampoco del todo malo".

 
¡Ya regreso! ―  musité mientras me marchaba.
Era el parque más cercano, aunque definitivamente no el más agraciado. Bastante mediano; unos doscientos metros de extensión por cien de ancho. Verdaderamente descuidado. Por doquier se miraban cúmulos de hojarasca de días atrás y basura volada por los vientos de febrero. Las aceras y bancas rebozaban de colillas de cigarro y productos varios. En el centro del parque, sin cuidado alguno había restos de carbón de las fiestas decembrinas. La maleza alta, arriba de las rodillas y la expropiación de los caminos peatonales por parte de la naturaleza, ejercían sobre el transeúnte la difusa idea de estar en un sitio abandonado. En mi mente solo cabía la idea de correr. ¡Corre! ―  me decía a mí mismo. ¡Corre tanto como puedas! ¡Huye del reloj que traes a cuestas, biológicamente no más a tu favor! ¡Corre para envejecer con elegancia, con estilo! ¡Corre y no pares, no pares jamás!
Era temprano, siete de la mañana. Inicié con un trote ligero, muy ligero, apenas perceptible. Sonaba en mi cabeza aquella canción que me motivaba a seguir; ¨Pues de nubes de cristal, solo vidrios lloverán, tan fuerte, tan frágil¨. Avancé mi primera vuelta, me sentí fantástico. El frescor de la mañana que bañaba los árboles y arbustos resultó ser un excelente bálsamo. Todo cuanto alcanzaba la vista era teñido por un verdor natural pero también por el multicolor de los tallos y flores de árboles de jacaranda, altos pinos y viejos abetos. El trisado de las golondrinas se unía en perfecta dualidad al rocío del amanecer. Un sol joven arrojaba sus primeros destellos, rosando placenteramente mis mejillas. Pero sin duda el sentido del olfato era el más favorecido. Es una mezcla simple de agua que, al contacto con la tierra y la conjugación de aromas de diversas plantas, gases en el ambiente, bacterias y hongos del suelo, forman lo que conocemos coloquialmente como olor a tierra mojada. Petricor, científicamente hablando, delicioso aroma etéreo.
Sentado en una de las bancas metálicas, absorto de todo lo que yo disfrutaba, un infortunado no mayor de veinte años miraba sin mirar. Lo vi de soslayo en mi tercera vuelta. No parecía tener vida salvo por un fugaz parpadeo mecánico. Era un vagabundo, era un adicto, ¿cómo saberlo? En mi cuarta vuelta me dieron las siete con quince minutos. Aquel chico permanecía sentado, pero había sacado un cigarro y pretendía fumarlo, y me refiero a que nunca lo encendió, tal vez en su locura creía que lo había hecho. Pobre chico, pensé. No puedo siquiera salvarme a mí mismo, murmuré. Enfoqué mis pasos al frente y seguí en mis asuntos. Una canción sonaba; ¨ ¡Hey, doctor!, Acaso sigue algo peor, porque siento que me voy¨. El trote ligero se convirtió en un trote completo, con zancadas más anchas y braceo marcado. Al terminar la quinta vuelta me percaté de tres pequeñas cruces metálicas enterradas cerca de los árboles que bordeaban el parque, justo en una de las esquinas. No tenían nombres ni señas particulares. La sola idea de que alguien haya muerto en este sitio era desoladora. El chico seguía en la misma posición, mirando fijamente hacia el frente mientras el cigarrillo caía al suelo sin ser notado. Seguramente observaba algo porque levantó sus brazos e intentaba tocar o alcanzar algo que no estaba allí. La miseria de este chico me hacía recordar a todas las personas que he perdido por esta causa.
Miré nuevamente el reloj, eran las siete con diecisiete minutos. Rondaba ya la novena vuelta. Una suerte de olor azufrado intenso se llevó las caricias del petricor. No me sorprendería encontrar entre los montones de hojarasca un perro muerto, uno al que no se le haya echado cal. Rezaba porque fuera eso, un perro y nada más. El olor saturó por completo la atmósfera, haciendo difícil respirar sin querer devolver el estómago. De a poco, ese verdor y frescura propia de la vegetación fue perdiendo su esencia, marchitándose lentamente, pero de manera inadvertida, apenas perceptible. Una gran nube cubrió toda la extensión del parque y aún más allá. La oscuridad se ciñó del paraje en minutos, amenazando con llover. Continué por varios minutos, terminando algunas vueltas más sin cansancio, pero sobre la doceava me sentí finalmente agotado, pero no paré. La vista se me nublaba, si por el pútrido olor, si por el esfuerzo físico, no lo sabía. Una punzada insoportable se adueñó de mi costado derecho impulsándome a parar. Seguí avanzando como bien pude, esperando el restablecimiento de mi cuerpo, inhalando y exhalando con ritmicidad, pero cuando el dolor fue insufrible, un dolor sordo recorrió desde mi cabeza hasta mi pecho y mis extremidades y perdí el conocimiento, eran las siete con diecisiete minutos.
Desperté en un parque en tinieblas, la luz crepuscular cernía el cielo, era lo único que iluminaba. Cuando me incorporé el dolor se había ido, ni siquiera estaba adolorido. De las copas de los árboles brotaron aves míticas, desconocidas para la ciencia. Volaban sin rumbo, algunas estaban ciegas ― no tenían ojos―  y huían despavoridas. La escena era pesadillesca. ¿Estaba soñando, estaba muerto? no había forma de averiguarlo. En medio de mi estupor, un viejo barría, uno que no estaba allí antes. Se reía a carcajadas dándome la espalda.
―  Viejo, ¿de qué te ríes?, ¿te ríes de mí?, contéstame viejo arrogante ―  grité enfurecido por su mofa.
Era un anciano encorvado, muy encorvado, casi al punto de lo absurdo. Llevaba una escoba igual de vieja, con las cerdas de paja gastadas.
― ¿Por qué crees que me reiría de ti? ―  respondió un poco más serio, pero sin dejar de reír.
―  Viejo miserable, es cierto, te ríes de mí, no hay nadie más en este parque, salvo el chico de aquella banca ―  contesté aún furioso.
El chico no estaba más, me percaté luego de mi alegata. Lo busqué con la mirada, no podría esconderse, no habría donde esconderse, lo vería sin duda. No estaba más.
―  Lo vi sentado allí hace unos minutos, pero me desmayé y se ha ido, debió marcharse ―  refuté abismado.
El viejo barría varias colillas de cigarro sin voltear a verme. Llevaba con él un tambo de basura del cual escurría una baba verde y de su interior salían gritos y golpes ahogados que persuadían a correr. Busqué la mirada del anciano, pero no tenía ojos, en cambio un par de cuencas vacías hicieron que cayera al suelo de la impresión.
―  Te preguntaré una cosa, sabelotodo, ― continuaba riendo―  ¿estás despierto o estás soñando? ―  sentenció mientras se alejaba hacia la nada.
Me quedé mudo. No sabría distinguir en este mismo momento la vida de la muerte. Caminé unos pasos hasta el set de juegos, ese donde hay resbaladillas, gusanitos y sube y baja. Todo parecía inerte, como no haber estado vivo nunca, hasta los árboles estaban marchitos, con sus ramas secas y plagados de hongo. En la desolación de un mundo que no reconocía, escuché gemidos y lamentos que provenían tal vez solo de mi mente porque no había nadie más allí. Trastornado por mis propios pensamientos, intenté entender lo que sucedía sin éxito. La débil luz de la luna era tragada por la oscuridad que reinaba bajo la copa de los árboles, nada permanecía bajo ellas. Las luces de las lámparas morían a cada minuto, escupiendo destellos, chispas, siendo zarandeadas por un viento solano. El olor nauseabundo del azufre se paseaba por todos los rincones del parque. Caminé y caminé tanto como pude, pero luego de un par de vueltas el horror me hizo presa suya, porque cuantas veces intenté salir de este lugar, regresaba justo al comienzo, de manera interminable, dentro de un bucle. El reloj no avanzaba, se había detenido. Allí, más bien, aquí no había tiempo, había muerto.
Presa de mis propios miedos, me acurruqué ― sin salida―  en el hueco de un gran roble, esperando lo que fuese. Mis pensamientos me aguijonaban, me seducían a la muerte, me incitaban a la locura, a la desesperación. Escuché el sonido de la electricidad que corre y lo vi. Era un vagabundo; barba crecida, cabellos tiesos y agusanados, con sus ropas negras, sus manos y brazos sucios, y un hedor a inmundicia. Escarbaba entre los botes de basura, buscando comida seguramente. Me miró de soslayo, con gran recelo, como un perro que cuida su única comida. Siguió en su busca infructífera. Tomó una lata de maíz abierta y la tragó de una. Hablaba con avidez un idioma que no comprendía, que no podría ser ni español ni inglés, y definitivamente tampoco francés o italiano. El sonido de un alto voltaje cobró intensidad en el ambiente o en mi cabeza, imposible saberlo. La desesperación se adueñó de mí, jalé mis cabellos y grité tanto como pude para callar las voces y los lamentos.
De todas partes y hacia todos los lugares iban y venían, más y más, los miré, los escuché, pero parecían no verme. Eran sombras, o personas, o demonios, ¿Qué son? ¿Quiénes son? Caminaban tan rápido, se movían entre los árboles, aparecían y desaparecían hablando ese extraño idioma, y yo estaba aprisionado eternamente con ellos, en ese sitio de oscura desesperación.
Apareció uno singular, un vagabundo que no divagaba. Caminó directamente hacia mí.
―  No confíes en ella, cuando te das la espalda, te mira ―  repitió un par de ocasiones.
Sin posibilidad de réplica siguió hablando incansable.
― No confíes en ella, cuando cierra sus ojos, aún te mira ―  iteraba hasta alejarse.
De en medio del parque, justo donde las brazas de días pasados permanecían, se encendió un fuego, una llamarada se alzaba a lo alto, y del fuego surgían lamentos y llantos y de las copas de los árboles huyeron despavoridas las criaturas ciegas que no pude reconocer. Entre tanto los vagabundos vacilaban, un enano y un gigante bailaban alrededor, como invocando el nombre de algo o de alguien, usando ese extraño idioma que jamás he conocido. Al sonido de una gran electricidad que fluye, los vagabundos se detuvieron, dejaron de deambular. Sus ojos estaban en blanco, otros solo tenían sus cuencas vacías. Se abalanzaron sobre mi para comer mis carnes como animales rabiosos. Corrí tanto como pude para escapar. Mientras huía, vi el cuerpo de aquel chico desaventurado, muerto, decapitado, inerte sobre una de las bancas, su cabeza había sido arrancada de tajo con un salvajismo indescriptible.
En la soledad de un sitio desconocido, particularmente olvidado, se alzó una mujer, porque parecía ser un cuerpo femenino desnudo, pero que no poseía rostro alguno sino solo unos dientes perfectamente blancos que sonreían sardónicamente, y su faz era de puras tinieblas, sin ojos, sin rostro. Se acercó hacía mí, sentí tanto temor que grité como un cobarde cuando lanzó la primera mordida y arrancó con su enorme dentadura puntiaguda partes de mi garganta y mordisqueaba la carne de mi cara, destrozando mi cráneo en un baile frenético. Allí yacía mi cuerpo mutilado y ella se desvanecía en las llamas mientras los vagabundos se alimentaban de la sabia de los árboles marchitos y los que no, se daban un festín con los restos de aquel pobre chico y con los míos.
Su nombre es Jowday. Los locales la llaman Judy, ahora lo sé. Es la mistificación de la maldad pura en la tierra. Esas tres cruces representan el pasado, el presente y el futuro, al que ella puede devorar, porque es la devoradora, es la madre de toda la maldad de la tierra, que ha despertado, y sus hijos, los vagabundos son los demonios que andan sueltos, esperando comer cualquier alma, cualquier desprevenido. Alguien tiene que avisarles, alguien la tendría que detener, ellos deben saber que la liberaron en esa explosión y allí es donde debe volver…