MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras siempre inconclusas.
Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle algunos mis libros, en el siguiente enlace:
 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES

 

Destaco, los siguientes libros:

Se pueden, también, solicitar en PDF al correo alcorquid@gmail.com
 

Para este número de Trinando, deseo compartir el relato urbano Diógenes, el último de los filósofos, un escrito entre la cruda y descarnada realidad de una metrópoli, en donde narro un hecho real, que mezclo con la fantasía.
 

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PÁGINA 20

 

 

DIÓGENES, EL ÚLTIMO DE LOS FILÓSOFOS

 
Hoy es uno de esos días calurosos que se hacen terribles en la ciudad, porque en medio de este bochorno tedioso, los habitantes urbanos parecen perder hasta el sentido de la cordura y de la realidad. La ciudad se agita como si los espejos que reflejan nuestras vidas se rompieran con un estruendo insoportable. La gente, debido a la insólita transparencia del día, como que se ve más clara, más real, por consiguiente, mucho más ridícula y llena de maldad. Hasta yo mismo me veo así, con los ojos somnolientos, el rostro congestionado y sudoroso, rebotando su cruel angustia hacia el exterior. Parecemos enormes muñecos de cera que existen y caminan como autómatas inconscientes, llevando cada cual sus angustias y su pedacito de muerte, que al final es la única realidad y el todo infinito. Nos preocupamos más por el simple subsistir que por el existir pleno, y la rutina se torna más pesada y denigrante, especialmente cuando hace calor y esta ciudad de tierra fría se torna insoportable.


Bastará contar que a eso de las tres de la tarde me subí a un bus de los de pasaje barato, de esos que aquí llamamos cebolleros, y ahí mismo comenzó la tragedia de un viaje caldeante por plena Troncal Caracas. Como bien es sabido, el viaje en bus se ha convertido en un espectáculo, a veces tétrico, a veces bueno y, por último, deprimente, pues en un trayecto considerable, se suben innumerables cantantes, vendedores de baratijas, femateros, artistas, locos, ex presidiarios, y cuanto espécimen humano pulula en medio del vórtice de la supervivencia urbana. Pero lo de esta tarde sí que fue sorprendente, y es eso lo que deseo relatar en estas líneas.


El bus, para mayor desgracia, olía a gasolina quemada, lo que hacía que el bochorno fuera infernal, y verdaderamente se parecía al averno de nuestros mayores. Al comienzo todo era normal hasta que se subió un grupo de indigentes, y de inmediato el conductor comenzó a pelearles a lengua desde su puesto, pero ellos parecían buena gente aunque apestaran. Sumisamente se acomodaron mejor en la parte de atrás con el fin de no incomodar a los otros pasajeros.


Después de un trecho, la fematera mayor, una mujer negra de cabello lacio, decidió hablar recomendandole, especialmente a los jóvenes, que fueran muy obedientes con sus padres, ya que, según ella, por la desobediencia con su madre estaba sufriendo las atrocidades de este mundo. Resultó recitando, con un destemple total de voz, El Renacuajo Paseador, y, realmente, hasta aquí no había sucedido nada sorprendente, hasta que un conocido del chofer se subió al bus y se puso a parlotear incesantemente con éste. Parecía que estaba ebrio, porque no dejaba de hablar fuertemente, pero cuando el hombre calló, la mujer del lado, ella enjuta, morena, despeinada, carracuda y con la mirada vesánica, comenzó a hablarle a otra mujer que iba sentada enfrente de ella, pero que apenas la miraba sorprendida y molesta sin ponerle mucha atención. La mujer era evangélica y predicaba la palabra del Señor de manera mecánica. No entiendo ahora por qué motivo a los protestantes o evangélicos les dio por llamarse “cristianos” de manera exclusiva, como si los católicos, ortodoxos, anglicanos o maronitas no lo fueran, así parezcan ante los ojos de los ciegos que sean practicantes decididos. Bueno, lo cierto fue que la mujer comenzó a incomodar a la gente, hasta que el borrachito empezó a intervenir sin que nadie lo hubiera invitado. Él dijo que creía en Dios, y que quien no lo hiciera no debería existir. Yo me estremecí. Luego la mujer comenzó a refutarlo con cierto asomo de ira, gritando que ella hablaba de las cosas de Dios y no de las de la carne, platicó de la perdición de las almas, de la salvación y de Satanás, las mismas cosas pregrabadas sin razonamiento en el ignaro casete de sus mentes y que ellos saben a las mil maravillas, colocando enfrente de sí una puerta herméticamente cerrada a consecuencia de su irreflexivo dogmatismo. Entonces el borracho, el amigo del conductor que ya no hablaba con éste, la retó a que recitara un salmo, dijo que el número dos, y la mujer, sin esconder su indignación, metió sus manos enflaquecidas, como mortuorias garras, entre una bolsa rayada y de debajo de una olla sacó la Biblia, negra y trajinada. Comenzó a buscar con desespero y ansiedad sin encontrar el salmo que el hombre le había solicitado. Entonces, un joven que estaba detrás de mí, gritó que le habían robado la hoja del salmo a la Biblia de la mujer. La otra gente soltó una carcajada satírica y estruendosa, mientras el borracho y la predicadora continuaban enredados en una conversación de la que ninguno de los dos era consciente de lo que discutían, aunque cada uno pretendía tener la verdad. Acto seguido, una mujer gorda, ésta más recatada, comenzó a intervenir bajo el asombro de los presentes.


--¡Aleluya! ¿Es usted una hermana en la religión de Cristo? -- inquirió ufana la predicadora al sentirse que no estaba sola.


La mujer gorda asintió con la cabeza y dijo “amen”, mientras a media voz apoyaba a la que discutía con el borracho, quien predicaba que no fueran sectarios.


--Usted no puede imponernos su religión -- dijo el hombre --no sea sectaria.


-- Los que roban, los que matan, los que se emborrachan, los que mienten, los que fornican, los que no siguen el camino de Dios, están perdidos -- parloteó la predicadora, mientras hurgaba con una ansiedad demente entre las hojas de su Biblia negra, al tiempo que yo me preguntaba el por qué este color de las pastas del libro sagrado.


Por estar escuchando aquella absurda discusión, no me fijé que dos hombres vestidos de azul se habían acomodado de pie al lado de las sillas de los discutidores.


-- ¡Qué va, eso que usted está hablando es pura mierda! --, dijo uno de ellos, mientras el otro permaneció mustio.


Los pasajeros volvieron a reír. Entonces el conductor gritó: “Ahora sí son dos contra dos”, y de nuevo la gente dejó escapar una carcajada de satisfacción y perplejidad. El hombre continuaba repitiendo que lo que la mujer hablaba era pura mierda, mientras la gorda apenas susurraba en señal de protesta, pero más mesurada, sin atreverse a intermediar denodadamente por su hermana de religión.


--Yo no estoy hablando de religiones, sino del Señor Jesús, y pido respeto para la palabra de Dios --gruñó la predicadora como un animal salvaje e irreparable.


El hombre de azul continuaba su arremetida, mientras todos sonreíamos incrédulos y asombrados, y yo pensaba que el calor de la tarde desquiciaba a los apacibles urbícolas del frío, pues dentro del bus se había desatado una ola de murmullos, hasta que alguien comentó que el borrachito era un cura.


-- Yo he hecho mejores obras que usted --protestaba el hombre de azul, mientras el borrachito sonreía ante el oportuno respaldo.


-- Pero yo tomé el camino del Señor --se defendió la mujer que predicaba, hasta que el clímax de aquella cómica y deprimente situación explotó cuando la indigente que había recitado El Renacuajo Paseador intervino.


--¿Que hay un cura? --preguntó a todo pulmón, a lo que alguien repitió que sí, tremendamente confundido, porque quienes en realidad participaban, era un borracho, una predicadora, una mujer gorda y un hombre vestido de azul, como de la telefónica. ¡Y quién dijo miedo!


--A los curas les gusta los sardinos --gritó desde atrás la fematera, a la vez que la gente se rio con estridencia --; A ellos les gusta el “mundo por lo redondo”. Yo lo sé, les encanta la mierda con frijoles, y yo conozco a un homosexual que le saca plata a un curita, amenazándolo con que le hace un escándalo en plena misa si no lo complace dándole dinero. A ellos les gusta el mundo por lo redondo --repitió, mientras nuestro asombro se había hecho insostenible, y el mundo rebotaba todas sus heces en el interior del vehículo.

 

Los comentarios se acrecentaban entre todos, y un cacareo impresionante invadió el automotor. Había risas incrédulas, nerviosas, decididas y disimuladas, pero nadie se atrevió a defender o atacar a la indigente mayor, hasta que, finalmente, alguien la corrigió señalándole que allí no iba ningún cura. “Ellos viajan en sus lujosos carros”, aseveró otro. La fematera siguió insistiendo en su tesis pederástica, hasta que el conductor volvió a protestar en broma: “Dejen dormir”, gritó entre la algarabía.


El puesto de lado mío lo desocuparon, y, afortunadamente, los dos hombres vestidos de azul se sentaron, y entonces decidí protestar.


--El calor como que enloquece a la gente, o mejor, le saca su podrida locura de siempre desde adentro --dije, mientras que el hombre de azul que no había hablado me observó con reproche y con disgusto.


El bus estaba en la Avenida Jiménez con Caracas, y mucha gente descendió sin respetar los paraderos, como siempre. Yo me levanté y avancé hacia atrás, y fue en ese instante cuando pude ver a los femateros. Era la mujer mayor que había recitado, un joven y una muchacha de aspecto mongólico que se acomodaba en las rodillas del fematero y lo besaba. En la otra silla, en la de más atrás, iba otro muchacho de la gallada, pero algo más limpio. Sus olores me incomodaron entre el estío, y la mujer llevaba una vasija de plástico con una sopa maloliente.


--La Chava no tiene cejas, pero sí pestañas --dijo la indigente refiriéndose a la jovencita sucia de aspecto mongólico.


No sé por qué motivo saqué una moneda de cien pesos y se la regalé a la fematera mayor, quien me bendijo, como a todos los que descendían del bus, y me dio las gracias. Entonces procedí a la eterna liberación de aquel infierno llamado transporte público, y choqué contra el pavimento y su vaho, contra el sol intenso, contra la multitud, contra la cáfila depredadora, contra los policías, contra los otros femateros pedestres y contra un mundo que simula pundonor para tapar su hipocresía, y que en algún lado me duele constantemente en medio de la impotencia, la angustia y la desesperación.


En medio de una insoportable desazón, fui a realizar mis vueltas, mientras la canícula solar parecía castigarnos de manera más inclemente. Ya, arriba, en la Décima, las mozcorras en medio de su aguda crisis existencial se recostaban contra las vetustas paredes de los caserones coloniales, o se sentaban con sus carnes fantásticas y deformes, que en muchas ocasiones se desparramaban como una maldición gitana o como un río de aceite, a esperar el centavo de su amor barato. Una de ellas, por cierto, bastante joven, aunque nada hermosa, cruzó por entre los transeúntes a medio vestir, luciendo un pantaloncito diminuto y algo así como un sostén de color negro. Una señora que pasó a su lado casi se desmaya de ridícula estupefacción, a la vez que se santiguó, y ganas no le faltaron para arrodillarse en la mitad del sardinel a implorar perdón o castigo para las almas impías que mostraban sus carnes flácidas y trajinadas por lo duro rebusque del trabajo sexual. El marido de la pundonorosa señora apenas miró con un disimulo morboso a la prostituta, como si en el fondo quisiera otorgarle su perdón amoroso, tan necesario en los eternos tiempos del desafecto.


-- Mire, ya ni chiros se ponen, Santo Dios. Es cierto que está haciendo calor, pero no deberían estar por ahí pecando y mostrando todo --replicó la mujer con aire desalentador, mientras yo sonreía y continuaba con mi camino.


Estas historias urbanas parecen extractadas del más inverosímil de los libros mágicos, y ninguno de los que afirman que nuestro continente latinoamericano es mágico, de magia negra, se equivoca, y aquí no sabemos hasta dónde va el límite entre la realidad y la ficción, pero sí sabemos que  ambas son tristemente amargas, y la única posibilidad es la de emplear la mente para realizar un viaje fantástico a la memoria de donde no hay tiempo ni espacio, al nirvana sin maldad, sin tristezas ni alegría,  sin penas ni gloria, sin el cochino sexo, sin la infamia de los gobernantes ni la desgracia de los pobres, quienes se buscan su pobreza y viven de ella, acrecentándola en medio de la desfachatez de los concejales, diputados y honorables congresistas. ¿Honorables? Bueno, en esta vida si hay perros de alcurnia y gozques callejeros y sarnosos, también hay ladrones ricos y ladrones pobres. ¡Toda la humanidad! El nirvana, para su propia desgracia, tiene una fisura, la del universo físico, y el universo tiene una fisura en su existencia, la de la existencia de la humanidad, pero, afortunadamente, esta fisura es finita, pasa, por más que dure, para gloria del nirvana, pero en esta fisura se han acumulado todas las heces de la existencia, apesta, deprime y tortura. Pero el nirvana sigue siendo eterno e infinito, al contrario de la fisura de la existencia, afortunadamente, porque toda la existencia es nada, y como nada volverá al nirvana, eterna, feliz y verdadera nada.
Ahí está el parque con su fuente remodelada, pero con la gente de siempre: los fotógrafos de las cámaras de fuelle y el poncherazo, los vendedores de grafitos impresos en cartillas, los artistas desolados y mágicos, los pensionados lectores del diario infortunio, los mimos sacapiedra, los pelafustanes retacadores, el hombre come vidrio, la mujer elástica, el viejito verde, el de las miradas prohibidas y toda la demás ralea que componemos el género humano. Y la Avenida Séptima no miente, porque por ahí transitan los embajadores, los desfiles militares, el presidente de la República, los ministros del despacho, los abogados y tinterillos, los lagartos y culebras, los sapos y cucarrones, las lechuzas y mariposas, y todos, todos... todos... los de esta horrenda especie animal que se enorgullece vanamente de su inteligencia para poder matar y robar inteligentemente. Todos nosotros, pobres y ricos, cultos y vulgares, perfumados y malolientes, medio vestidos y mal vestidos, niños y niñas de caras angelicales que prevén la inocencia de un mundo que no les pertenece, porque ellos desean un planeta decente, vivible, pacífico, pero los mayores los vamos adaptando, despertándoles con amor o con odio la semillita de la maldad que se alberga en sus tiernos corazones, para que continúen con la herencia de podredumbre, miseria, explotación y sometimiento.


Sí, congéneres, yo soy Diógenes, y hace rato era un muñeco pusilánime que se derretía entre el insólito calor de esta ciudad de clima frío. Sí, fraternos, soy el mismo Diógenes que ha transpuesto la infinita barrera del no tiempo y el no espacio, es decir, que ha hecho del nirvana un algo... nada, para escapar de la furia de la ignorancia que se metió casi que irreparablemente en nuestra sangre a través del demonio llamado Temperamento y que roe nuestra existencia para sembrar la maldad del género humano. De lo contrario, seríamos abejitas sumisas, pero que no sufren, porque el dolor del alma es algo surgido desde nuestra conciencia. Por eso nos hiere saber que somos sometidos, explotados y humillados entre la caterva de nuestros congéneres.  En cambio, la abeja obrera no protesta, y cumple a cabalidad y hasta la muerte con su misión grabada genéticamente a través de su especie. Por eso la araña teje su red, el simio hace sus monerías: todos ellos son animales instintivos, y su conducta va en la sangre de manera inmodificable. Al contrario, el temperamento se salió de la sangre para meterse como un cáncer en cada una de nuestras psiques.


Por un instante miré a mi rededor, descubriendo que muchos rostros desesperados y taciturnos me observaban incrédulos. Yo estaba parado en uno de los bancos del parque disertando las palabras de Diógenes. A través del vaho, el espíritu del griego cínico se había filtrado como un alma en pena dentro de mi cuerpo, y yo era un loco más, todos somos locos, los que ven, oyen, hablan y hacen, y hay locos más reales y otros más fantásticos, pero todos orates de buena laya. Yo que no supe sino admirarme al escuchar la batahola del bus y al ver a las prostitutas desechas por las necesidades de la miseria que la humanidad misma impone a sus hijos.
Sí, no se asombren, soy el mismo viejo perro, el filósofo maldito que se glorificó cuando la sangre de los poderosos desbordó el crisol de la hipocresía. Ya lo sabrán, amigos míos, soy el mismo que fue perseguido a consecuencia de mi prédica por la autenticidad del hombre, por su rebeldía ante los arquetipos que nos quieren hacer piezas maquinales que se manejan desde arriba por los amos del poder. Fui vituperado porque me negué a compartir con los poderosos cuando me invitaron a su mesa con falsas adulaciones para comprar mi pensamiento. Pero yo prefería, como ahora, los parques, que son lo más parecido a la naturaleza en nuestras sáxeas ciudades, aunque no faltará quien intente acabar con ellos para edificar una mole de hierro, cemento y cristal, algo inmóvil que no refleja la verdadera belleza de la vida.


Soy Diógenes, el mismo que durmió debajo de las cornisas y de los puentes de Atenas, el mismo que cuidó la pulcritud de su cuerpo que es el punto más próximo de la belleza que poseemos, el mismo que nunca dijo no a las preguntas de los jóvenes que buscaban una orientación para encontrar el camino de la autenticidad. El mismo que luchó con sus ideas para desmitificar el Estado corrupto que se sustenta en sus políticos y religiones... Y por eso, por colocarles el dedo sobre la llaga me llamaron “perro”.


-- ¡El muy cicatero vive como un perro! -- me gritaban -- ¡Es un mísero can, no le hagan caso que está loco! ¡Vaya, la verdad cuando duele es asunto de locos!


Y lanzaron su odio contra mí convertido en desprecio, marginación y escarnio. Criticaron mi humilde vestimenta y hasta se mofaron de mi alimentación. ¡Soy un perro, el más grande de los perros! Y no visto bien como los poderosos que lucen sus joyas y ropajes sacados de la sangre del pueblo que explotan, extraídos del robo y del engaño. No me alimento con manjares porque no los necesito para vivir, y porque no acaparo la riqueza que los demás producen. El hombre auténtico no necesita de vestimenta potísima ni de alimentos desmedidos que, a la postre, envenenan el alma y el cuerpo. Él necesita lo básico para pensar, y no se esfuerza, desde que tenga lo esencial para su subsistencia, por trabajarle a los poderosos ni por someterse a sus inicuos dioses. Es más, el hombre recto trabaja solamente para él mismo con el menor esfuerzo, y no se aprovecha del esfuerzo de sus semejantes.  El perro, o sea, el verdadero cínico, o mejor, el hombre auténtico, el que busca la sabiduría, más no el poder ni la gloria, solamente se hace notar a través de la humildad, la tolerancia y la comprensión, sin que esto signifique que deba callar o que deje de pensar. Las bestias luchan con sus garras y colmillos, los hombres con su inteligencia, pero ellas sin destruir física ni moralmente.


Y fui condenado al olvido, y los libros de la sabiduría fueron quemados por las religiones posteriores para que no se supiera del Perro, y asumí mi calificativo de desprecio con un amor tenaz por la verdad y la sabiduría, que no son dogmas inmodificables, porque éstos se sustentan en la libertad y no admiten verdades por la fuerza o dogmas sembrados con sangre en medio de la cementara de la ignorancia. Entonces pregonaron mi maldad y mi doctrina cínica fue anatemizada porque yo, al contrario de los poderosos, prediqué la autenticidad, la libertad, el amor, la tolerancia y la comprensión, y ellos impusieron el Estado, la religión, los ejércitos, la guerra, la muerte, la discriminación, la difamación, el escarnio, la hoguera, la horca, la muerte y la destrucción. Por eso soy perro, y por ello continuaré siendo can con orgullo, simplemente porque con las pinzas del raciocinio hurgo muy adentro y separo lo uno de lo otro, desligo el temperamento de la razón, la esclavitud de la libertad y el desafecto del amor.


No me miren como un profeta porque no vengo a imponer ni a hacer el mal, ni anunciar lo irreparable. No estoy aquí, venido desde la antigüedad, para crear ninguna nueva religión, porque no deseo someter a nadie, ni mucho menos vivir con las martingalas del credo. No vengo a anunciar reinos de salvación, porque nadie se salva ni se condena, simplemente se es como se es a título personal, y sólo se salva y más se condena toda nuestra especie humana. Y decir que somos como somos, no es nada condenable y estrictamente nos duele en el fondo de nuestras almas, porque en realidad al Intelecto sí que le duele descubrir nuestra realidad en el fondo del abismo. Óiganme, asómbrense de mí, vuelvan a llamarme como antaño, perro y loco, créanme, pero no me sigan y no piensen estrictamente lo que les digo, porque nada les enseño, ya que solamente deseo que piensen con libertad y se desaten de las cadenas del Temperamento y busquen su propia sabiduría en el interior de cada uno. La liberación no consiste en arrodillares ante los ídolos indiferentes y ante los profetas que los explotan para construir sus casas de lenocinio... Todo esto es símbolo de esclavitud. La liberación no es orar sino razonar e intentar una batalla, por cierto, difícil, contra el Temperamento, malévolo dios. La liberación no está en las frases hipócritas y huecas del político que se asombra contra un filósofo que no hace peculados ni asesina por la espalda, masacra o que mata a su pueblo de hambre o con las guerras que se inventa para sembrar el terror entre los humildes y hacer más fácil el sometimiento.


Alguno de ustedes sonríen sarcásticamente en contra mía, hágalo desde que no me mate ni me hiera, pero piense esta noche que se ha burlado sin necesidad porque usted, aunque su razón oculta no lo crea, es de los que están sometidos y no actúan por ignorancia o miedo, pero triste aquel que conociendo la verdad le da miedo practicarla, o, al menos intentarlo, pues es hipócrita y malvado por partida doble, porque para asegurarse un  puesto en el muro ignominioso del poder no se detendrá por asesinar. Y todos somos así, en mayor o menor grado, pero todos somos así. Jugamos a la doble moral y a la doble vida que la sociedad nos impone. Somos hipócritas, mercantilistas, asesinos y explotadores, y queremos que todos sean como soy, que vistan como yo, que coman como yo, y, lo peor, que piensen como yo. Pero también deseamos que nos sirvan, que se nos arrodillen, que nos adulen, que se postren, que nos generen riqueza. Y no crean que los de allá fuera, los de esos edificios, o los que cruzan con sus custodios en los carros lujosos que la explotación del poder les ha regalado, están contentos de que ustedes me circunden y me oigan, o que se sienten en las bancas de este parque a leer o meditar, o que se escodan para fumar marihuana, o que se sienten en el burdel a libar licor. A ellos no les gusta en este momento, porque los unos les están produciendo a los otros, porque los unos se someten a los otros, y entre todos pelean cotidianamente, con trampa y todo, para hacerse más bestias. Ellos se escudan en la frase de que somos unos vagos degenerados, pero incontinenti descubren la oportunidad, corren a compartir los vicios de los que nos culpan con sus dedos inquisidores. Por eso la verdad duele.


Ninguno debería condenar a otro, simplemente porque todos somos humanos y somos así, real o potencialmente, y por eso no se debe hablar de la cuerda en la casa del ahorcado. La señora se santiguó al ver a la prostituta a medio vestir, pero ella igualmente está desnuda debajo de su ropa. La predicadora habló como una grabadora y el borrachito la replicó de la misma forma. El hombre vestido de azul se creyó triunfante porque dijo “mierda”, pero es tan ignorante como los otros porque cree que sólo él tiene la razón. Cada uno posee su razón, y de lo que se trata es de hacerla más transparente, y cuando una disertación tiende a resolverse por la fuerza del más poderoso, simplemente caemos en el egoísmo y la violencia que puede generar la imposición de nuestros puntos de vista. Nos encerramos en nuestro propio cadalso, y aunque no hiramos o matemos, estamos empleando medios coercitivos para imponernos ante los demás. Las personas no tenemos la culpa de ser como somos, porque no pudimos escoger antes de nacer a qué condición social deseábamos pertenecer, a qué familia, a qué ciudad, a que sexo, o a qué orientación sexual. Nacimos como nacimos y ahí comenzó la lucha por nuestra supervivencia primordialmente biológica, pero el intelecto es el que hace la diferencia con los animales, por más inteligentes que estos nos parezcan, y porque nuestra ciencia haya aprendido a imitar y superar sus cualidades físicas como el vuelo, el nado, la velocidad, la fortaleza y muchas otras más. Pero el Temperamento se metió ahí, y lucha denodadamente, y parece hasta hoy que va ganando la batalla, y por cierto que en la especie actual humana la ganará, y es por este “demonio” que existe el odio, la envidia, la furia, y la destrucción que usan la hipocresía como paliativo a todas sus angustias, y que crean y recrean la caverna de Platón, el mundo de la luz y el de las tinieblas, pero esto solamente está en el universo intangible y difuso del mundo de la Inteligencia en donde el Intelecto lucha contra el Temperamento.


No me disgusta que algunos se hayan ido al creer que solamente hablo sandeces, pues todos las decimos en un momento determinado, si no siempre, porque somos una raza de crápulas, pues tampoco me alegra que otros hayan llegado y que quieran oír con atención. Ustedes están aquí porque así lo desean, y pueden marcharse cuando les plazca, al contrario de la pobre señora que tuvo que escuchar a regañadientes a la predicadora el bus. Mi intención no es admirarlos, como los monjes astrónomos del Medioevo que podían predecir los eclipses y salían a propagar que Dios les había trasmitido la profecía como preludio al castigo por no creer ni someterse a la religión. ¡Ese era un método eficaz, pues se explotaba con buenos dividendos la ignorancia de la gente con el conocimiento científico, haciéndolo aparecer como sobrenatural y místico! Así que, si no puedes directamente contra tu enemigo, alíate para que por intermedio de la traición lo puedas destruir definitivamente. Y así somos todos, ¿o me equivoco, acaso? ¿Y por eso nos asustamos? No tengamos miedo de lo que somos, más bien despertemos para romper la cortina que separa nuestra doble vida, porque la comprensión, el amor y la tolerancia nace en cada uno de nosotros, está ahí con el Intelecto, como lo demás está en el Temperamento, y no necesitamos ensalmos, brujería, beatería, sumisiones, sacrificios ni rezos para empezar a entender la realidad. Cada quien es como es: el rico, el pobre, el maleante, la prostituta, el ladrón, el loco, el heterosexual, el blasfemo, el político, el juez, el homosexual, el camarero, el tendero, el doctor, el bisexual, el cura, el pastor, el chofer, el presidente, el parlamentario y todos los demás que se me olvidan nombrar, y todos podemos ser una, dos o más cosas a la vez. ¡Todos somos escoria porque tenemos adentro el Temperamento! ¡Todos somos dioses porque tenemos el Intelecto adentro! Somos heces y ambrosía... Y nos asustamos de eso, porque la maldad provoca terror.  Y todos merecemos ser comprendidos por todos para darle fuerza al Intelecto y debilitar al Temperamento. Todos merecemos el amor, pero también generamos el odio. Todos merecemos la vida, pero también somos capaces de matar. Todos queremos la verdad, pero mentimos constantemente. Todos queremos la paz, pero hacemos la guerra.


 os invito a que sean perros a su manera para derrotar a las ratas, porque igual de asesino es el militar o el bandolero que mata por sus dogmas, porque igual de matón es ladrón nocturno que el hábil político que sube a las curules con artimañas para alcanzar su beneficio personal. Todos tenemos heces por dentro, pero lo trascendental es que la expulsamos. Hagamos lo mismo con el Temperamento, aunque sea mucho más difícil y doloroso que una deyección. No nos hagamos los ciegos con nuestra podredumbre, mientras nos espantamos, juzgamos y condenamos la podredumbre a los demás, porque todos somos iguales, aunque, afortunadamente, ninguno idéntico a otro. La muerte es la muerte venga de la derecha, del centro o de la izquierda, y el poder es el poder para joder venga de donde viniere, y no hay mal necesario ante una imposición canilla de la sociedad que nos pre moldea para acomodarnos a sus necesidades, sustentación y capricho. Parecemos ser irremediablemente así, porque esa es la estrategia de la sociedad, pero en realidad tendemos hacia la autenticidad porque es lo que nuestra psique nos dicta, y ahí comienza el juego de la doble vida, y, por consiguiente, el de la doble personalidad. Me gusta robar, pero que no me roben, me encanta odiar pero que me amen, me encanta mentir, pero necesariamente debe decírseme la verdad, me gusta la injusticia, pero con los demás y la justicia para mí. Esto corrobora que la pretendida justicia humana es elemento de injusticia y denigración. El primer pilar del Temperamento que se debe destruir es el de la hipocresía, luego el del mercantilismo y la explotación, porque no es justo que, en aras de mantener el sistema, éste se apoye acomodaticiamente en la ciencia y el arte, y que aduzca que luchar contra el mercantilismo es batallar contra la ciencia y el arte, sostenes del progreso humano, que igualmente se puede analizar con diferente óptica. Pero todos olvidan que el arte y la ciencia son libres y auténticos, y aunque expresen determinadas realidades, no deben someterse a ningún sistema político, doctrinal o religioso, que lo único que desean es sacar ganancias para ostentar el poder.


Y somos ratas cuando se mata sin razón o con ella, cuando se humilla con razón o sin ella, cuando se apresa sin razón o con ella, cuando se difama sin razón o sin ella, somos ratas, pero también podemos ser perros, es decir, auténticos cínicos, no en el sentido deformado de desfachatez que la sociedad dominante le dio al viejo término despectivo que tomé con orgullo como verdadero símbolo del hombre auténtico. ¿Perros por qué? Porque como los perros callejeros andamos sin dioses ni amos, comiendo lo necesario y despreocupándonos por el vestido esplendoroso que la sociedad mercantilista nos hace comprar a través de sus medios de comunicación. Como perros callejeros que duermen en donde la noche los coge y que, aunque parecen sumisos no lo son, y que, aunque parecen despreciables no lo son y que, aunque parecen furiosos no lo son. Pero perros que piensan, que son seres humanos, que buscan el placer y la felicidad en las cosas buenas de la sabiduría, fuente insaciable del Intelecto, y en el cuerpo, nuestro más próximo contacto al ego. Por eso me baño, me perfumo, no como símbolo de ostentación, sino como señal de gratitud conmigo mismo, y como se trata de limpiar la podredumbre que opaca a la Inteligencia, comienzo por limpiar la del cuerpo, porque somos belleza y miedo, porque somos crueldad y dulzura, pero, sobre todo, porque queremos ser verdaderamente buenos, tal como nos lo dice el dictamen del Intelecto y no los dogmas de los profetas y los reyes. Y si alguno de nuestros actos ofende a otro, que no sea porque así lo deseamos, sino porque ese otro se amargue como señal de su propio castigo, porque su lucha interna la va ganando definitivamente el Temperamento y no el Intelecto. Despertemos al dormido para que haga su camino y busque su felicidad sin que maltrate a ningún otro. Vayamos libremente, bonanciblemente, por nuestros caminos, porque, al fin y al cabo, todos los caminos están sobre la Tierra.


Y ahora, no nos aterroricemos, pero el Apocalipsis, no el del sentido religioso, aunque trazas de verdad posea, comenzó desde el mismo instante en que el ser humano surgió en el planeta, fe de ello da nuestra historia con sus guerras y difamaciones, con sus mortandades y crímenes de diversa condición, con sus reyes y emperadores, con sus pontífices y profetas, con la condena a todo lo que el ser humano en realidad es y que debe practicar a hurtadillas de los ojos inquisidores y públicos. Simplemente, cuando el Intelecto venza al Temperamento, el hombre desaparecerá en medio de la destrucción que ese demonio generó, y entre las antiguas ruinas físicas y morales desde nuestros antepasados hasta los últimos de los humanos, aparecerá una nueva especie liberada y hecha Intelecto puro, porque el Temperamento morirá con todos nosotros, no para nuestro beneficio personal que se debe lograr por cada quien, sino para el fastigio de la Inteligencia en donde todas las consecuencias funestas del Temperamento desaparecerán para siempre de la faz de donde sea. El Homo Sapiens habrá cumplido con su misión y solamente se conservará el difuso recuerdo de todas sus guerras y masacres, pero también se hará grata remembranza de su arte y de su ciencia. Por eso ustedes no necesitan rezar ni convertirse, porque la liberación personal está en lo que les he dicho, pero nada,  absolutamente nada, podremos hacer individualmente para cambiar lo que ha sucedido, lo que sucede y sucederá, y aunque pertenecemos a esta especie, y aunque contribuimos con su discurrir, no podemos modificar el destino de cataclismo que le espera a la filogenia para que con la nueva especie aparezca el paraíso que nosotros no pudimos construir, aunque hayamos puesto sus cimientos. Desapareceremos víctimas de nuestro Temperamento, aunque el Intelecto se trasmita al Homo Novis o Magnus, si se quiere, quienes de verdad lo aprovecharán con todo su esplendor... Nosotros, como seres individuales, seguiremos como si nada, nuestro peregrinaje por una vida injusta, pero dulce a la vez, para retornar de donde vinimos: a la quietud universal, al reposo total, es decir, al nirvana.


Diógenes se sintió cansado, porque es un hombre como cualquiera otro, y su voz pareció apagarse. Y el perro despertó de un sueño real, como si la vida fuera pan de hojaldre. Y me sentí Diógenes y me sentí cínico, es decir perro, aunque a muchos les duela, aunque muchos me censuren y me lancen al infierno de olvido para mi propia gloria. Igualmente salí de la hermosa Atenas, porque los poderosos se valieron de sus mohatras para lanzar contra mí a quienes alguna vez me escucharon y quisieron comprender el verdadero sentido de la libertad, la sabiduría y el amor… ¡La hermosura de los humanos es podredumbre disfrazaba en la banalidad de la existencia! Pero el odio puede más que todo entre nuestra especie, y por él caeremos sin la posibilidad de levantarnos, y sobre las cenizas de nuestra propia ruina se erguirá valiente, libre y auténtico, el Intelecto puro en otra especie. Ahora comienza a hacer frío, una algidez insoportable, producto del efecto invernadero. El perro busca su guarida, su puente, su covacha o su cornisa. El mundo me censura diciéndome que estoy loco, porque en un mundo mentiroso, la verdad es locura, pero todos también son orates, sólo que, a su manera, pero son orates, llenos de aire en la cabeza, por eso no queremos pensar lo que todos quieren que pensemos, no queremos actuar como todos quieren que actuemos. La noche se desgarra monótona y fragorosa. La gente se agita en la gran ciudad y los pocos pájaros cantan sus recuerdos sin memoria. Y el mundo, aunque parece tranquilo, es un hervidero de guerra, de violaciones, de amores prohibidos, y alguien en este instante se está muriendo y alguien está naciendo, y alguien está defecando, y alguien está haciendo el amor o masturbándose, y alguien está alimentándose o consumiendo droga, y alguien está robando lícita o ilícitamente, y alguien, de pronto muy pocos, está filosofando como señal de algo lógico y placentero, como éxtasis de amor por la sabiduría, y no como castigo de la ociosidad.


Ahora que voy rumbo a mi casa en un bus atestado de gente, pero en donde no sucede nada comparable a lo del bus de la tarde, pienso en el hombre del Parque Santander, quien no tiene nada de extraordinario en su físico, pero sí algo muy original e impactante en su pensamiento. Realmente no es un profeta como Adán que recitaba la condena del mundo mientras se hincaba para suplicar perdón al Todopoderoso por sus hermanos caídos en la desgracia del infierno de la existencia. Adán poseía buenas intenciones, aunque no usaba el método correcto, pero le alabo sus nobles propósitos, ya que no tenía la culpa porque el demonio Temperamento lo había hecho ignorante, aunque profeta. Nunca más volví a ver a Adán merodeando con sus prédicas y disertaciones cerca del Parque Santander, y ahora creo que él fue el último de los profetas, como Diógenes es el último de los filósofos.

 

 

En la vida real: Bogotá, Bogotá, lunes 10 de marzo de 1997