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Es pintor y dibujante. Egresado de la Escuela de Artes Plásticas, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, también cuenta con estudios de Educación Artística en la Universidad Veracruzana y cursos de intercambio con varios profesores de la Facultad de Artes y Diseño, de la UNAM. Profesor en talleres de pintura y dibujo, también ha impartido asignaturas relativas a la historia y filosofía del arte, en aulas universitarias y otras instituciones. Ha colaborado en proyectos curatoriales como El Devenir de las visiones (Masin, 2012), que itineró por la región del noroeste (Culiacán, Hermosillo, La Paz y Mexicali); Luz y transparencia (2014, galería José Luis Cuevas); Presencia y Desplazamiento ( Galería Antonio López Sáenz, ISIC, 2018); así como en Idealínea (Sala de Arte Moderno, ISIC, 2018). Cuenta con múltiples exposiciones colectivas y tres individuales. En 2013, participó en el Künstlergarten projekt, en Austria. Actualmente cursa una maestría en la Facultad de Historia, de la UAS. Mención Honorífica del Concurso “Relato corto en la vida de un becario” en su 2da Edición.
 

PEDRO CERVANTES AYALA -MÉXICO-

EL SOPOR Y LAS OLAS
 
Sigmund Freud, viejo sabio, refería en El malestar de la cultura, que la organización del mundo se establecía a partir de la regularidad astronómica: nuestro modo de medir el tiempo se sincroniza de acuerdo con los giros y desplazamientos de la Tierra, nuestra casa, así como del resto de los cuerpos celestes de ese gran vecindario que conocemos como sistema solar, quizá más allá. De este modo se organiza la existencia, dijo el vienés: los relojes y calendarios dependen de ello, nuestras acciones y planes deben encajar en sus ordenanzas; no encuentro argumentos para refutarlo; las horas, los días, las semanas y meses, las estaciones, los años... épocas, periodos y eras pasadas han sido catalogadas gracias esa constante; el futuro seguramente quedará cifrado en los mismos términos.
 
Sin embargo, también hay que reconocer, vivir el tiempo no sólo implica la acción de unas manecillas, el correr de los guarismos en una pantalla cronométrica o el paulatino deshojarse de un almanaque: el tiempo también se experimenta como un efecto de nuestra percepción, una suerte de mecanismos sensoriales y psíquicos que afectan la manera en que vivimos el curso de la temporalidad. Bastaría con recurrir al empirismo más elemental para dar constancia de este hecho: en modo alguno el tiempo parece fluir igual si el taladro de un dentista se adentra en nuestra boca o si esa misma boca se posa en los labios de la amada. Es más, el reloj se vuelve un enemigo en ambos casos, en tanto sobrevenga el deseo de acortar o prolongar su efecto según resulte conveniente para nuestro ánimo. Habríamos de preguntarnos entonces si es posible percibir el tiempo de maneja objetiva, yo apuesto que ni el mejor temple estaría en condiciones de asegurarlo.
 
No estoy seguro de que la situación que describiré haya sido inaugurada por el decreto oficial de las últimas semanas de marzo, aunque es cierto que por aquellos días inició una reacción en cadena cuyos efectos no han terminado de impactarnos. Lo que sí puedo asegurar es que, de manera gradual, el tiempo ha cobrado una particular densidad, su flujo parece haberse coagulado; lógicamente, sé que no se ha detenido, pero tras cinco meses de confinamiento cuesta identificar, por ejemplo, los momentos específicos del día o de la semana que antes la rutina nos repartía con claridad: las jornadas extenuantes y los ratos de ocio, las horas de sueño y las del trabajo efectivo. La consecuencia principal de la cuarentena obra sobre esa distinción: el tiempo se diluyó en horas y días, semanas y meses tan parecidos entre sí que uno ya no es capaz de reconocerlos. Por ejemplo, este sujeto ya no sale corriendo al cuarto para las ocho ni regresa apabullado por los embates de la jornada ocho, diez o doce horas después, buscando el consuelo en una cerveza mientras se descalza y acaricia a su perro: hoy el cuarto para las ocho disolvió su sentido hasta volverse prácticamente irreconocible, a pesar de que las alarmas sigan sonando con anticipación para prever su arribo; lo mismo puede marcar la hora de atender tareas domésticas que las llamadas, correos y mensajes llegados azarosamente aprovechando que las obligaciones ya no respetan horarios; podría ser que el sopor ahogue el sonido de ese timbre, antaño capataz, tras una noche de insomnio atroz, o que uno alcance un plácido descanso luego de trasnochar provechosa u ociosamente; todo ocurriendo en el mismo escenario: mi casa. Veo al viejo astro solar asomarse por el oriente, como siempre, pero no significa lo mismo: la diligencia de tiempos pasados no parece corresponder al anuncio de su luz entrando por la ventana, sólo informa de un nuevo día que, no obstante, ha sido despojado de su sentido de novedad o de previsión.
 
El transcurso de la jornada obedece al mismo tenor. Quizá lo único que conservo como referencia ha sido mi hambre, que suele responder, incluso atravesarse, a las exigencias de estas inéditas circunstancias; de alguna manera me ha permitido conservar un esquema de operación. De ahí en adelante hay que ir llenando los vacíos como sea posible. Lectura, trabajo, lecciones, conviven hacinadas con tareas cotidianas sin límites precisos. Sumemos la constante preocupación por el destino de mis allegados, del mío. Vivo solo desde hace algunos años y ello me exige a salir eventualmente, con los riesgos que envuelve, tanto por víveres como por algunas diligencias que aún no pueden resolverse a distancia; amén de lo que implica la mortificación de estar lejos de mi familia: mis padres entran en la edad de mayor riesgo, mis hermanas y sobrinos se han expuesto al mal con peor o mejor fortuna, lo mismo con mis amistades y conocidos. Gente que veo, desde lejos, recuperarse o desaparecer; un presagio del que lo mejor es postergar su cumplimiento: mientras no contraigamos el virus, somos como el gato de Erwin Schrödinger. La pesadumbre de un mal que apenas conocemos debe solaparse bajo el peso de los compromisos que no en pocas ocasiones se desvirtúan ante la premura de resguardar la salud: ¿qué significa escribir una tesis cuando la supervivencia está en juego? No lo sé, pero en algo hay que ocuparse, aunque la atención se halle tan dispersa que cueste no poco esfuerzo convocarla.
 
La soledad abrasa, sí, como un fuego, y las simpatías, los afectos, ahora deben esperar quién sabe hasta cuándo. Entra en juego la otra dimensión trastocada por la pandemia: el espacio. “Sana distancia”, nos advierten, lo cual levanta de inmediato una barrera invisible que regatea la posibilidad de aproximación. La cercanía, el contacto, son injustificables so pena de pagar un alto precio por esa irresponsabilidad: contagiarse del mal y dispersarlo. Nunca estrechar una mano o un abrazo, un beso, pudo traducirse en tal nivel de ausencia: como dije, vivo solo y tengo margen para disminuir los riesgos del contagio, pero la lejanía prescrita vuelve a mi espacio personal estéril, lo convierte en un reino inhóspito, a veces inhabitable. Tiempo espeso, espacio vaciado: ¿cómo lidiar con ello sin padecer las secuelas?
 
Hoy, no importa qué fecha de agosto sea, puedo ver el paso de los días y sus repercusiones, pero soy incapaz de establecer una clasificación de lo que su suma en cinco meses significa. Recuerdo una vez, no hace mucho, que estuve en Mazatlán: desayunaba a la orilla del mar, regocijado y absorto al movimiento de las olas: una tras otra se estrellaba en la playa mientras me descubría incapaz de notar la diferencia entre ellas, siendo siempre, en sus formaciones, tan distintas y tan iguales a la vez… manteniendo la perpetuidad de su ajetreo, su regularidad infinita. Así son mis días durante la contingencia, para reformular lo dicho por Gilles Deleuze: más repetición que diferencia.