CARLOS ZÚÑIGA SEGURA -PERÚ-

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PÁGINA 31

Nació en Pampas capital de la provincia de Tayacaja, Región Huancavelica, el 19 de junio de 1942. Es director de la revista de poesía La Manzana Mordida y Ediciones Capulí fundadas el 23 de setiembre de 1975. Actualmente dirige el programa cultural Poetas en su café, y, es codirector con el poeta Santiago Risso Bendezú, de Bambú pliego peruano de poesía haiku. Es autor de los siguientes libros de poesía:  Inauguración de la ausencia, Imperio del azar, Hijos del arcoíris, Aeroestrella, Señor de Marbella, Estambres de plenilunio, Ángeles en sandalias azules, Memorias de Santiago Azapara Gala Gran Señor de Tayacaja, Espíritu del violinista, Imperio del azar y los relatos:  Flor de Purhuay y Virgen Purísima.
Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, italiano, quechua y griego. Ha ofrecido recitales en las principales salas del Perú y en las repúblicas de Ecuador, Colombia, Alemania y Cuba. Ha publicado asimismo varias antologías.
 

 

EL SUEÑO DEL ARPISTA APU LÁZARO INGA
 
Desde el firmamento, el sol abrasador hace brotar chorros de néctares resueltos a impulsar su travesía hacia el subyugante resplandor del cielo. Se aviva la leña que chisporrotea precarias alegrías en la vida cotidiana, y facilita que los ángeles con poderes trasfloren el follaje de los astros.
El arpista Apu Lázaro nació en las entrañas del pueblo; nació entre rituales de milenaria magia que los viejos bohemios alentaron diestros en llegar al Nirvana. Los huaynos salidos de su arpa nos impulsan a dar paso al enamoramiento: así como despiertan las relegadas ilusiones de trovadores, rememorando lejanas mocedades aquellos que crecen, como el alma del guardavía de trenes piafantes, que nunca serán vistos llegando al pueblo. Al ser escuchadas las notas musicales, los melómanos se descuelgan del arco iris, pues ese canto es –como por hechizo– indeleble y cabalístico, el que hace germinar cantutas y mariposas, clamando la bendición de piedras ancestrales, flameando como estandartes.
En noches más vinculadas a la vigilia que al sueño, flotan sobre los inquietos recentales sus sublimes arpegios. Algo que nos fortalece en los friajes de lluvia o en pleno acaloramiento del sol, viene a florecer en el cuento de arrieros y viajantes, e impulsa al vagabundo viento –que aumenta su apogeo cuando gira en los ojos centelleantes de los condenados. Así mismo, palpita en los fabulosos relatos de amoríos, cuando el romántico beso de los amantes aflora en el puquial cristalino, mientras la ciudad lo arriesga todo en círculos angustiosos de soledad.
Cuando el Apu Lázaro, a orillas de un río, rasga el arco en el ombligo del puente instrumental, surgen –como rayos de luz– los pentagramas astrales revelando el esquema central de la vida:
JANAN PACHA
Mundo de arriba
KAY PACHA
Mundo de aquí
UKJU PACHA
Mundo de adentro
 
Tonalidades que jamás han sido escuchadas, lustran y engrandecen la esperanza, que transcurre reordenando la azarosa travesía humana. Con recónditas pulsaciones, la muchedumbre llega a nutrirse de sus entreverados racimos, y que –al cobrar ánimo– ruegan por aquellos que migran y no pudieron retornar, aún cuando desfallecen en vía crucis de añoranzas. A medio camino, imploran al cielo encandilado que les reponga el aroma fresco; también el palpitar de la sangre, el beso que aceleró el ritmo del corazón o la dirección de un sueño astrológico que combate la nostalgia:
Danza de viento
en intacta memoria
Apu espíritu.
 
Que el piadoso Wamani renueve en los almácigos de su memoria al inspirado colibrí de socorristas silbidos, y –en la esquina abrigadora– ocurre un despliegue de bufandas rebosando en aromas de alas extendidas. En tanto que el arpista se conmueve con la fuerza del ayra, por lo mismo que su constelación de luceros ilumina con la vibración del mutuy, y nos lleva y aproxima a la pakarina, entre sensitivos aires de bíblicos presagios. Así han sido, en verdad, muy penosos estos años –nos dice– y en tierras de tantas vicisitudes, son necesarias las súplicas y ofrendas a las piedras, que logran ser embellecidas en medio de estancias de trigos y jilgueros, y –como tal– son urgentes las caricias de libélulas, que presagien momentos de felicidad. Preciso es dirigir rogativas y ofrendas a los wamanis; así como convocar a las ánimas, formar parte del Ser y propiciar el florecimiento del Cosmos unitario. Entre haravicus alborozados, el arpista –un tanto eufórico– inaugura su Tambo; además, los abuelos traen velas y profetizan días de fiesta en el murmullo de nostálgicas cuculíes. Más allá, el viejo Urbano –ahora corazón de luciérnaga– no se cansa de cantar huaynos, que desde adentro lastiman a todos los que necesitan estar en dos lugares a la vez.
Llenas de licor, se entusiasman a menudo las botellas en esta tierra ancestral, que sabe prodigar cariño y provisiones para el caminante, que vendrá mañana en busca de pasar noches fecundas, y se quedará hasta cuando su cuerpo se vea lleno de raíces y su nombre –empapado de manjares– encienda el canto de los pájaros, en la rama espinosa de los sueños. Por otra parte, sugerentes y evocadoras, las calles de Pampas dan testimonio de vida entre cantores, narradores y poetas que liban licor, hasta que el cielo baja a refugiarse en el corazón de alguna experta impulsora de caricias seductoras.
Se acurruca nostálgico en su eterna chaqueta azul Apu Lázaro: «Tú sabes bien lo que representa mi vida. Brindemos, pues, un trago más por todas mis penurias en tierras ajenas». Como ya era costumbre suya, ahora Apu Lázaro llora bajito, sin darse a notar al oír el aleteo de los pájaros en Viñas, donde la geometría de estrellas nos dispone encuentros con doncellas labios capulí; junto a las cuales, el viento juega con nuestras sombras y revela quiénes somos y para qué estamos hechos. Por ahí, un sembrío de voces humeantes nos acerca al fogón, donde hierve el mondongo, sonando como un tambor de algarabía. Entonces, el ñorbo nos da la flor zarcillo azul de filigrana –que penetra en la memoria– y a su paso perfuma el aire; así como sus caderas son colinas placenteras, por lo que –pensando en ella– van los hombres con el deseo de hacer el amor con sus parejas, y también los solitarios que nunca estuvieron en soledad.
La flor es la flor aquí y en el cielo: todos en el pueblo sueñan sentir sus muslos encendidos y disfrutar de la miel de sus hechizos. «Cuando tenía diecisiete años –nos cuenta el arpista Apu Lázaro– la veía pasar por mi calle, vestida de encaje o de terciopelo, y en tales circunstancias parado en el antiguo zaguán, yo quería pellizcarle las prominentes nalgas, hasta que se escandalizaran todas las flores en los jardinee. Pensando así, alguna vez, pude llegar hasta su casa de musgosa teja y con gruesas paredes de adobe; casa protegida por una chillona aldaba, pero desandaba temeroso el solitario caminito, el ceremonial de la luna en la nervadura del molle y la flor de tankar. ¿Sabes cómo te sientes, con esas ansias, a los diecisiete años? ¡Pareces un toro de lidia en la plaza de Purhuay!» –concluye el arpista, para luego pedir un trago más y dar a luz otro huayno, nutrido de promesas y juramentos.
Ante tales remembranzas, el corazón encima del tiesto estalla en recuerdos, como fuegos artificiales de las verbenas en honor de la Virgen Purísima.
–¿Eso queremos esta noche?. Es una pregunta que surge en el momento. Colgar nuestros sueños en el ondeante cordel, esperando que aparezca la suerte como un fantasma. Reconocer sonidos armoniosos, en afinado temple diablo, que revelan la atrocidad del sufrimiento: el final o el comienzo de uno mismo. Se pueden entreabrir las puertas del cielo y así acariciar a esa tortolita cubierta de escarcha, entre las pestañas verdes del barrio, donde reposan los que se han ido sin irse o donde llegan las muchachas en edad de emanar un olor a duraznos, impregnados de fascinante tibieza. Con sus combativas plegarias, los fervientes rezadores arrojan al viento nuestras horas atribuladas, puesto que la coca y el aguardiente –en las alforjas– intercambian caricias, por la voluntad de vivir de festín en festín. El arpa, entre sus cuerdas tripa de cordero, guarda el secreto de la dichosa concordia y es que –cada quien– tiene a la mano severas varas de membrillo para protegerse de las alimañas, que amenazan estrujarnos los sesos. De modo que todos miramos al Apu Lázaro nacer, morir y renacer en el instante mismo en que la tierra recupera su paciencia y buen sentido.
Entre canciones –que escapan de espléndidas tinajas, confeccionadas por alfareros de Ahuaycha– los danzantes alimentan el silencio amarillo del waranhuay. Si el arpista tiene extraviada la mirada abrumada de presagios, importante es aliviar las pulsaciones recónditas, alegrar en silenciosa ceremonia las heridas cotidianas de uno mismo. Le abrazamos uno por uno, iniciando el camino del retorno a los orígenes:                                   
Con esta lluvia
Mis padres llegan puros
¡Oh, viejo hogar!
 
El sol se desplaza como un cometa sobre los mallquis de aliso de Pamuri, cuando Tayaguaman –nuestro chasqui mayor– recorre el camino del inca en las alturas, mientras la luna reposa al socaire de añosos eucaliptos. El cielo luce rigurosamente decorado por las más preciosas nubes. En las calles, los hombres llevan en sus cabezas el gorro llamado «llojo», y como sombrero las monteras en forma de media luna, sujetas al cuello con cintas de distintos colores. Las mujeres visten la ropa de casa limpia y presentable, confeccionada en tela de color blanco y de marrón los bordes inferiores. ¡Ave María Purísima!
La gente consigue estar más unida que nunca, en la medida que unos tocan el longor recogido bajo la protección de la luna llena; otros tocan la tinya –que luce una cerdilla con espina– para mejorar la resonancia. Así que todos forman una extraordinaria sinfonía, haciendo notar que el conjunto instrumental es la voz coral del ayllu: la música auténtica de la identidad, unida al ritmo sonoro del río y la reverberación de los animales, con sus cintas de colores en las orejas estando muy conscientes que –en estos días de encantamiento– nadie vive en soledad. No hay tiempo para que el alma se vea confinada en el silencio del intruso viento. Siendo así, todas las comunidades se juntan en júbilo colectivo y, entre vasos de la bebida tradicional del Santiago, se rememora al destacado guerrero Curambayo, de quien dicen que de día y de noche –montado en su fabuloso cernícalo– vigilaba estas tierras en tiempos del inca Huáscar. Era un aguerrido combatiente, que llevaba puesto el sombrero en forma de la flor de tauri; usaba el pantalón hasta las rodillas de bayeta negra, en cuya cintura estaba amarrada a veces con una faja de colores del arco iris. Así mismo, portaba unos zapatos de pellejo de carnero, duro y fuerte en las plantas, y blandos a los costados. Pero lo más llamativo de su vestimenta, era la máscara de zorro que era tan peculiar –que parecía la faz viva de la misma astucia– en actitud acechante o recriminadora, en cuyos cuencos de la vista llevaba incrustada, en vez de ojos, piedras brillantes; y, en vez de cejas, se fijaban unas ranuras, que le permitían guiarse en la oscuridad.
Un día –refiere el músico Apu Lázaro– luego de un feroz enfrentamiento contra un gran número de cañaris, conocidos aliados del somatén invasor, decidió darse un descanso en el sembrío de linazas a orillas del caudaloso río. Ahí reposaba como un inmenso amaru, desovillando sueños de toda variedad, y eran momentos en que oscuros vaticinios se enredaban en el aire desolado, y con el arrebato de la lluvia se daban a la fuga las últimas libélulas. Sucede que un rato después, al darse cuenta que su fiel cernícalo estaba siendo atacado por un gigantesco y horrible sapo, Curambayo acudió en su auxilio. Pero fatalmente, al resbalarse y caer derribado, su cuerpo vino a ser engullido por las aguas veloces del río, como dando a entender que ese gran sinchi era cosa suya y que le pertenecía por entero, aquel más aguerrido combatiente del Tahuantinsuyo. Este río se llamaba por aquella época Gentilmayo y era bullanguero y torrentoso; sin embargo, por la osadía de haberse apoderado de Curambayo, los padres del guerrero –considerados apus de la tierra alta– le cambiaron el nombre por el de Opamayo y de lo muy turbulento que era, lo condenaron a discurrir mansa y silenciosamente en el trascurso de todos los siglos, y midiendo sus fuerzas rayos, truenos y lluvia –como una horrenda pesadilla– atemorizaron entonces todo el ambiente del sagrado paraje.
Ahora, con el paso del tiempo, el río ha quedado totalmente seco y los millares de sapos –que antes pululaban por ahí– han desaparecido de todo el cauce. A su vez, en la oscuridad se encienden pequeños farolillos fantasmales; en tanto que, un jinete de cuerpo fosforescente galopa en la hierba de las tinieblas. Y cuando llega el amanecer, un hombre vestido de cordellates toma asiento en una de las bancas de la plaza; de allí, camina rumbo al cementerio, mientras el aire ondea su corazón y en el trayecto mira una puerta de oxidadas aldabas, que lo impulsa a detenerse y –sumido en el éxtasis– musita así: Hoy que recuerdo tiernas vivencias / en mi corazón está tu nombre / Flor de lucero, bella pampina / mágico aroma de amor primero. / A las orillas del Opamayo / nos prometimos amor eterno / pero olvidando esas promesas / sin causa alguna, nos alejamos. / Ahora que vuelvo a Tayacaja / en su campiña siento nostalgia / entre las flores veo tu rostro / ojos de cielo / puquial de sueños. / Con la ternura de mi cariño / los pajarillos beben rocíos / todo es ventura dentro del alma /cuando florecen las esperanzas.
La gente que lo mira no logra reconocerlo, y cuando le cuenta a los curiosos que él se halla triste –porque las autoridades han mandado arrasar las dos tumbas, hechas con piedras alaimosca, donde estaban sepultados sus padres y abuelos– todos  se ríen a carcajadas burlonas y luego dicen que el desconocido solo habla puras sandeces. En ese punto, solo los viejos del pueblo saben que tiene su tambo en San Juan de Pillo y posee una atalaya en Viñas; que además es silbido de viento, invisible danzante de tijeras en mano, se hace memoria de candela, revelación del oráculo ahuyentando a las sombras que agobian a los frágiles pajarillos. Ahora se ocupa en danzar alrededor de una mujer embarazada y danzando la hace dar a luz, danzando muestra al recién nacido y al instante lo hace desaparecer ante los ojos atónitos de los espectadores. Danza, danza, arpa, violín, pañuelo, danza, danza.                                      
Corazón madre:
el viento siente asombro
ante la vida.
 
El arpista permanece leyendo oráculos en las hojas de coca: un día no muy lejano –señala mirándonos fijamente– cuando caiga la lluvia durante siete días y sus noches, cuando en el cielo aparezcan dos soles candentes, no sabrán cómo reaccionar en ese tiempo largo y azaroso. Entonces, llegará el día en que sí recordarán las palabras de Curambayo, ajeno a decir disparates y, por tal razón, le pedirán que nos brinde ayuda. Tengo la seguridad que estará al lado de nosotros dándonos consuelo, germinando amor, enjugando todas nuestras lágrimas, parchando las nervaduras del alma como un reabastecimiento espiritual. Así, envueltos en una lluvia de tribulaciones, uniremos nuestras voces exaltando el amor a la hermosa Saturnina que perdimos: Paloma torcaza / que cantas al cielo / con todo sentimiento / permite que mi alma llore a tu lado / sus penas y tristezas. / Allá en mi tierra / dejé un cariño / con muchas esperanzas / que pronto se volvieron / ausencia y olvido / por nuestra lejanía. / Cuánto yo quisiera volver a su lado / y amarla nuevamente / pero el cruel destino / me ha señalado / a vivir sin cariño.
Como quien dice: sientes soledad cuando suena el arpa. Tu corazón se desvanece lentamente, fustigado por revelaciones del pasado; lo mismo que el presente, corazón que se cobija en armarios abandonados donde la lluvia no pulveriza recuerdos. Sientes el conjuro de la curandera, pastoreando el rebaño de ovejas multicolores. Se oye la risa de los gentiles de Alfapata, amarrando al sol en la pampa para que su ardentía no se pierda en la lejanía. El que escucha el instrumento se salva o se pierde, según lo permita el ánimo. Quieres dejar de hacerlo, y no logras tu objetivo, pues eres un exiliado presuroso que disfraza su verdadera meta.
Adornado con flores nativas, el altar despide luces que alumbran como la candela azul de sus propósitos –que mantienen a raya los desmanes. Más allá, alza vuelo la paloma herida y se asoma el crepúsculo, donde tiene su nido la bella cuculí. Los juramentos de embelesados amantes se purifican en agua bendita. La quinceañera –un tanto mortificada– martiriza al galante pretendiente entre «quizás sí, quizás no». Corroídas en las rutinas y abolidas las horas tristes ante el orfeón de jilgueros negriamarillos.
Algo incomparable y hermoso se instala con el arpa que atrae a los peregrinos, que caminan a paso acelerado hacia soñados paraísos. Que además atrae a los, con semblante místico, ponen sus mentes en blanco y beben toronjil o valeriana para curar los nervios, y luego lúcidos llegar al amor. Arpa que atrae a los que lucen manos hábiles y celebran el milagro de las cosechas; que atrae al más triste o al más alegre. Atrae al que vislumbra –como expresiones bíblicas– las nuevas facetas y sortilegios. Arpa que atrae a jóvenes que se cubren de besos y caricias, jugueteando con los pentagramas. Atrae a los que impulsan tornasoles globos en noches que preludian el ángelus, entre sabrosísimos ponches. Arpa que atrae a los descubren su signo astrológico oyendo el canto de jilgueros y torcazas; arpa que atrae a todos los que se redimen envueltos en el manto sugerente de la música y la poesía. Y, finalmente, el arpa atrae a toda la gente que –en repentino relampagueo– se reconcilian con las delicias terrenales: agua, sol, aire, arpa.
Después de mucho tiempo, al compás del mundo abierto, el mítico arpista de manos prodigiosas dejó las calles y plazas, por lo cual aspiró profundamente el aire que lo acariciaba y empezó a sentir el hospitalario hálito de una ciudad fraterna, a sentir el olor vegetal de lejanos árboles y hierbas del valle. Pero –al nutrirse de la sutil fragancia– no pudo resistir el deseo de quedarse a vivir aquí entre la gente dadivosa, cuya franqueza y religiosa devoción lo atrapaba con fuerza irresistible. En aquel instante, la cinética sombra de sus extremidades atravesó las paredes de adobe y cantería, con lo que su memoria se hizo fuego sobre la vastedad del horizonte, proyectándose ávidamente a los lugares supremos y sublimes del antiguo señorío.
Una singular tonada con la corneta de cacho congregó en batallones a hombres y mujeres del valle. Y también, al oír las corneteadas, los antiguos pobladores – aguardaban como polvo en el corazón de los cerros San Cristóbal y Yanapadre– se apresuraron en hacer una amplia muestra de presencia, sacudiendo su raíz de flujos acuáticos debajo de la tierra; de manera que unos brotaban como piedra angular, otros llegaron saliendo de los tapices verdiamarillos de la pampa y todos saltaban eufóricos, despertando así de sus sueños rumbo a la clarividencia.
En su instrumento de flores, sostenido por gigantes de piedra y agua, el Apu Lázaro entre sombras y luces iba cruzando arcos ornamentados de lima-lima e intil morado, todos ellos ataviados con vestiduras de arco iris. Y al anochecer los oráculos, desde sus nervaduras, le presagiaban alegres correrías, pues llegaba unida a él la florida estación, tiempo de auroras tornasoladas. Así –ventilando los recuerdos– se introdujo en el corazón de la gente; y además por ir tocando inéditos huaynos, con afecto tierno y amoroso. Entonces, al verlo asomarse en la noche de verbena, quedamos complacidos por el hecho que ya había venido a vivir entre nosotros, cargado de edificantes sueños en el pueblo elegido por él, nuestro pueblo de vida humanitaria.
Es 25 de julio, fiesta de Santiago, razón por la cual queremos ver que el Apu Lázaro observe y reciba el tributo a su arte. Y es así que sus fieles seguidores han construido una plataforma empedrada con cantos, y ahí ellos zapatean y arrastran frenéticamente los pies; mientras en sus coronadas cabezas, las espléndidas cantoras y rezadoras le cantan a Lorenzo Inga, al mismo tiempo que se desplazan al ritmo de coreografías compuestas mágicamente. Así –como con el aleteo de palomas próximas a posarse en el alero– se le aplaude a Lázaro Apu gran arpista en el bullicioso parque, excitando el vigor de los efebos que plácidamente se entregan al amor y ternura; de modo que, abierta su alma al influjo del pueblo, el arpista razonó que era día de diversión. Y como no pudo resistir el llamado a la danza, dejó de lado su instrumento y se sumó a la fiesta, porque el movimiento del cuerpo y del alma hacen que el mundo tenga las fuerzas necesarias para cumplir con sus benditas obligaciones.
En la sublimación de los cuerpos cadenciosos al son de la música y el canto, de repente apareció –mostrando su deslumbrante presencia– una princesa vestida con ropa celeste,             que se incorporó al éxtasis multitudinario. Unos dicen que llegó en forma de paloma cuculí; en tanto que otros declaran haberla visto emerger de las cristalinas aguas del manantial cercano, así como algunos manifiestan que llegó del vasto cielo caminando por el aire, lo mismo que un majestuoso querubín. Pero –sea como fuere– allí estaba ya la ñusta, y era el genuino encanto que el arpista Lázaro Inga estaba esperando desde un comienzo. Sobretodo está tranquilo, mirándonos y velando a fin de que la memoria colectiva no llegue a desaparecer, y que también el sagrado decoro en la concordia, continuamente reinventada, se mantenga latente en el corazón de la gente hospitalaria.
Los punzantes rayos del sol caen verticalmente desde el cenit hasta el nadir, y después por la noche veríamos nuevamente surgir los astros que fueron ahuyentados por la lluvia; un hecho que parecía imposible, pues tanto relucía el cielo clarísimo, como acto de oraciones en las fiestas de enero. En este día de oficios litúrgicos, el eterno coro de voces en ruedo santo salmodiaba: «Oh, dios supremo, tus poderes divinos haciendo brillar tu nombre, nos ha reunido aquí disfrutando ahora y para siempre de tu infinita bondad».
Cumplida su intensa travesía social y musical, cierta noche el arpista Lázaro Inga desapareció del mundo terrestre. Pero algunos opinan que siempre este genial músico se halla entre nosotros, que no somos capaces de poder verlo con nuestros propios ojos, contemplarlo haciendo lo que más le encanta hacer. Y –como se sabe, hoy día en las calles embanderadas– el sol en su memoria sonríe frente a los que tienen el corazón abierto como una ventana en el cielo. El asunto es que ahora, con lúcida euforia de huaynos que pueden amanecer en acibarado cariño, el arpista Lázaro trasciende los pistilos del sol. De hecho, nos unifica en la plasticidad de la palabra evocativa y siente que su balsámica arcilla tiene la fragancia de tu espíritu; y que de tu voz, recogida en la tibieza del arpa, han brotado infinitas estrellas para disfrutar la certidumbre de vivir en tiempo benefactor. Dadas las circunstancias, zorzales y calandrias beben chicha de jora y son sagradas aves que bendicen las semillas que, en ofrenda ritual, se extienden en la tierra de toda la vasta comarca andina.
A la luz de los hechos, dirigimos reverentes oraciones en las apachetas del barrio de Chalampampa, portamos ofrendas adecuadas para el final de una vida que encarna el porvenir. Y damos gracias al Apu Lázaro Inga, por sus reminiscencias, testimonios, consejos y en gran parte a su desvelo, por fortalecer el espíritu del arcoíris y tenga en esta tierra, en este cielo, la calidez y el aspecto humano, que el almácigo de la vida lo necesita.
Se presenta la iluminada noche de luna en la hacienda San Juan de Pillo, y desde el mirador de la antigua capilla se contempla el bucólico paisaje, cubierto de alegorías con tapiales florecidos en el poder dulcificador de la evocación. Tanto así, que la fibra de las vivencias se despliega en un tono de tertulia, revelando el maderamen tristón del corazón que, pese a todo, sabe cantar los temas emotivos de la vida.
Porque hoy –como nunca antes– llegas a la hora exacta, a celebrar el amor verdadero y de paso conocer al genial arpista, que trae a tu memoria como ofrenda los huaynos que se confunden en tu propio sufrimiento. Y antes que nada, pienso que a estas alturas será un reverendo privilegio nacer, morir, renacer, juntos en el corazón embelesado de la humanidad…
                    ¡YO SOY EL APU LÁZARO INGA, EL ARPISTA!