CAROLINA ARRIAGA -MÉXICO-

 

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PÁGINA 32

Apasionada por el género de horror, la historia y el cine, Carolina es creadora y coanfitriona del programa Radio Horror Podcast. Originaria de Monterrey, México, donde estudió Ingeniería Física Industrial en el Tecnológico de Monterrey; después se especializó en el área de Informción y Ciencia de Datos en la Universidad de Berkeley, California. Ganadora del segundo lugar en el concurso Nyctelios 7° Edición con el relato corto «El Vigilante» y co-autora de la antología de relatos de horror No Estás Invitado publicada en octubre de 2021. En noviembre de 2022, su relato Los bosques de Humarán fue publicado en la 3er Fanzine de Lovecraft Perú. La antología La lotería del caos publicada por el Gato Tuerto en el mismo mes incluye dos relatos de la autora: El oso y Alma máter. Moscas en la casa fue seleccionado para ser narrado por Adrián Plancarte en el canal Desde el vacío con próxima presentación en la primavera 2022. La autora aborda la escritura desde la filosofía heraclitista, en donde sus textos y ella misma están en constante cambio. Por este motivo, distorsiona relatos de su autoría para explorar variantes y crear múltiples versiones. Además de ser una escritora de ficción de horror, le gustan los juegos de mesa, de rol y los asesinatos misteriosos. 
 
MOSCAS EN LA CASA
 
«Un vampiro es un extraño. Es una metáfora ideal por ello. Parece humano, suena como humano, pero no lo es, se mantiene al margen».
–Anne Rice
 
Ha pasado una semana desde que Dévanny me respondió el teléfono. Tampoco me ha contestado los mensajes de WhatsApp, pero la doble paloma azul marca que sí los leyó. Ya no soporto las moscas que salen del cuarto de visitas. Hace unos días, cerré la puerta de esa habitación porque me percaté de que salían de la maleta que ella trajo. No me he atrevido a abrirla desde entonces, se lo prometí antes de irse. «¿Me estaría poniendo a prueba?». El olor que desprende la habitación es hediondo y no van a pasar muchos días para que algún vecino llegue a percibirlo. Tengo miedo de descubrir lo que está allí dentro.
Todo comenzó una madrugada después de platicarnos los secretos más íntimos que teníamos. Estábamos en mi recámara y ella me reveló algo que, en su momento, no supe cómo manejar. Dévanny tiene la particularidad de manipular las cosas, a veces me dice algo y luego lo cambia, pero Dios, eso pasa a segundas después de nuestros encuentros salvajes. No sé qué hace conmigo, sin embargo, le perdono eso y más. Es cierto, no soy ningún santo, aunque siempre me deja con una extraña sensación de duda. «¿Será como habla, burlona, o algo profundo en su mirada que confirma sus secretos?».
También tengo límites, claro, peco de ser humano, no obstante, esa noche tuvo las agallas de contarme una serie de abusos que sufrió y después, me dio otra noticia que tampoco veía venir y mucho menos podía creer, parecía un relato ficticio, de esos que terminan convirtiéndose en películas, irreal y mítico. 
El amor puede ser algo extraño, te hace dudar, y hasta creer lo que pensarías que es improbable o hace de lo más ridículo algo incuestionable. Allí se desencadenó una discusión sobre confianza y apoyo encima de una explosión de sentimientos como odio y repugnancia de los cuales me arrepiento. Una receta para el desastre culminada en su fuga, seguida de mis gritos echándola de la casa dejando en claro que no era bienvenida más. 
En ese instante empezaron los tres días más largos de mi vida, llenos de angustia, aislamiento y, sobre todo, del deseo por creerle, producto del gran sentimiento que me mantenía atado a ella. Desde el primer día, atormenté a Dévanny con muchos mensajes de texto, temo que mi falta de apoyo y recriminación de lo sucedido se hayan visto reflejadas en una decisión que tomó aquella noche, motivo aceptable de enojo, pero solo de eso. «¿Podría ser cierto? Dueña de mis noches, pero solo de estas». La busqué en su casa por la tarde y parecía desierta. Me preocupé, también me molesté, debido a que no me respondió los mensajes en absoluto. Teníamos el acuerdo de no vernos antes de las diez a pesar de la justificada razón que me llevó a su residencia. 
Su padre, a quién no tenía ganas de ver ni en pintura, con frecuencia estaba sentado en silencio junto al porche con sus gafas de sol. No se parecían. Ella tenía el cabello largo, negro y resaltaba con su tez pálida. Tenía ojos grises. Se la pasaba haciendo chistes con voz tan elevada que veces me daba pena que nos escuchara la gente. Nunca me habló de su madre y tampoco me atreví a preguntarle. En esa ocasión, el lugar estaba vacío, nadie se asomó por la ventana que daba hacia el frente de la casa como solía hacerlo. Las cortinas estaban cerradas. «¿Por qué nunca me invitó a entrar?». Había un aura de abandono, a pesar de que hace unos días celebramos su cumpleaños allí afuera. Fui el único en comer el pastel que le llevé. Pensé que mi preocupación era la culpable de dar esa atmósfera al lugar, así que regresé a mi casa, envié más mensajes, con la diferencia de que estos pasaron de ser negativos a tornarse neutrales, acompañados de un tono melancólico, como buscando un perdón donde consideraba no se requería. Llegué a dudar de mí mismo, como si fueran los efectos de una droga que me exigía verla. La rutina se había vuelto una necesidad y el sexo también. No estaba seguro de que la buscaba a ella, sino tal vez a la experiencia.
Por otro lado, recordaba las palabras que nos echamos el uno al otro la última vez que nos vimos, por más terribles que hayan sido, era inconcebible que Dévanny considerara la posibilidad de llevar a cabo tal acto, aunque tampoco me he atrevido a confirmarlo. «¿Será porque quiero darle el beneficio de la duda o quizá presiento que al momento de conocer la verdad se agotarán aquellas posibilidades de una vida con ella? ¿Qué rol tengo en todo eso?». Lo que es un hecho, es que el tiempo está en mi contra y debo decidir pronto, recordar lo que pasó, cómo pasó, cuándo pasó, qué me dijo. «¿Qué me dijo?».
El segundo día de su ausencia, noté que Dévanny leyó mis mensajes y su última conexión había sido cerca de la media noche. No se dignó a responderme, podría andar de fiesta, desinteresada en lo nuestro. Me dio coraje la poca empatía que tuvo. Yo pidiendo perdón y recordándole que la amo, que la apoyaré si eso es lo que requiere de mí. «¿Esto podría ser motivo de complicidad?». Me dispuse a no caer en su juego y pensé en dejar de escribirle. Si eso es lo que deseaba, entonces eso es lo que obtendría. No parecieron cambiar mucho las cosas de su lado, sin embargo, yo seguía verificando cada par de horas el teléfono para ver si había alguna actividad o si ella decidía responderme. Esto solo generó más ansiedad en mí, al ver su estado: «último visto», a las tres de la mañana. Las palomas azules y su capacidad de ignorarme me abrumaban como un espectacular cuyo mensaje indicaba que no era alguien especial en su vida, «¿Tan rápido puede desaparecer el último mes?».
Esa noche no pude dormir bien. Tengo varios años viviendo solo y nunca sentí miedo de la oscuridad, mucho menos de la soledad. Considero ser un buen hombre, dedicado, monógamo, no pido mucho a cambio, solo sinceridad. Dévanny creó en mí algo que no podía explicar y al no estar a mi lado, me sentía incómodo conmigo mismo. «¿Me convertí en un monstruo por diferir en opiniones?». Estoy seguro de que mi postura tiene mérito y al mismo tiempo, me siento tan culpable de tener como recompensa su silencio. A veces he pensado que me tiene embrujado, por otro lado, me siento yo el benefactor de la transacción.
La mañana siguiente, empecé a sentir náuseas por la situación y el estómago se me empezó a soltar, manteniéndome horas en el baño. No tenía ganas de salir ni tampoco de hablar con mis padres, a quienes con regularidad veía los domingos. El calor en la recámara era terrible, podría cocerse un huevo al vapor de no encontrarse en el refrigerador, y el sudor se volvía el espectador de primera fila, cada vez más evidente conforme se llegaba el medio día. Me quedé acostado en la cama perdiendo noción de las horas, hirviendo en esa olla que llamaba cuarto, quizá lo hice a modo de castigo, merecido o no. No tenía ganas de llorar, no estaba triste, solo perdí las ganas de existir, de ser. «¿Masturbarme pensando en ella me ayudaría o empeoraría las cosas?».
De pronto, escuché el celular vibrar junto a mi almohada. Un pequeño destello de esperanza empezó a formarse en mi pecho, seguido por unas ñáñaras, exhibiendo la emoción que sentía tan solo de pensar que podía haberme respondido, para después explicar que algo había sucedido... Mismo destello que aplasté a consciencia con velocidad para evitar decepcionarme después, cuando leyera que era una notificación absurda como las tantas otras que recibí antes para recordarme que no importo y nadie más me busca, ni me buscará. El impulso de confirmar al actor de aquella notificación me obligó a ver la pantalla del celular. «¿Quién iba a pensar que su visita sembraría ilusiones perversas para cosechar después?».
«Ábreme, estoy afuera», decía el mensaje en la conversación con Dévanny. En ese momento, noté que ya eran las diez. Salí de la cama emocionado, me vi al espejo y observé el espanto que se había posado en mi rostro. Le escribí que le abriría en cinco minutos, tiempo suficiente para lavarme los dientes, ponerme un cambio de ropa que escondiera mi humor, echarme agua en la cara y peinarme. No la tenía hinchada, «pero podría estarlo en segundos», me albureé yo solo. Era consciente de que no me veía del todo bien, los ayunos y las escasas comidas me hacían ver pálido y débil.
Cuando abrí la puerta, la vi parada al marco, no me pasó desapercibido el cotidiano escote y las medias negras que se escondían bajo su mini falda rosa. «¡Ufff!», pensé notando una punzada reactiva en mi entrepierna. La saludé con solemnidad para no evidenciar mi vasta alegría. Al tenerla cerca noté el olor a jazmín de su cabello, aunque este estaba un poco despeinado. «¿También la pasó mal?». Traía una maleta grande con ella, no habíamos platicado antes sobre una mudanza, pero estaba contento de tenerla de vuelta, me hizo sentir feliz ser un refugio. No podría decir lo mismo de ella, su rostro arrastraba gran seriedad y era razonable, nuestra última conversación fue un desastre. No entró. La invité a pasar. «¿Qué no tenía llaves?». Le pregunté si podía abrazarla y dijo que sí. Después le ofrecí algo de comer, no tenía nada preparado, ni tampoco soy un ávido cocinero, pero se negó a cualquier opción propuesta.
Dévanny evitó verme a la cara. Por mi parte, no me atreví a besarla, intenté entender la vergüenza que sentía sobre lo que me había revelado. Le di su espacio, pero me ofrecí a llevar la maleta, y vaya que estaba pesada, al cuarto de visitas, un cuarto vacío, pues nunca me di a la tarea de arreglarlo ni amueblarlo, al menos tendría espacio para desempacar a sus anchas. Aceptó asintiendo con la cabeza y me dijo mientras veía al suelo que tenía que pensar algunas cosas. «Esto es nuevo para mí, no sé qué hacer aún», me dijo ensimismada, mientras sus ojos veían a la nada. Se fue después de hacer énfasis en la promesa de volver y hacerme jurar no tocar sus cosas. Le aseguré que estaría al pendiente del teléfono, si necesitaba de mi ayuda, podía enviarme un mensaje.
Mi destino llegó a una encrucijada una semana después. Sí, esta mañana. Por más masoquista que sea, las moscas han infestado la casa, vuelan por la cocina, por la sala, están dentro de mi recámara, desprovistas de prejuicio y sin discriminar ventanas o superficies. El desagradable aleteo se ha vuelto un zumbido imposible de ignorar y ya no puedo esperar un día más el regreso de Dévanny, o al menos, evitar actuar sin tener contacto o instrucción. 
Lamentablemente no ha estado activa en su celular desde aquella noche en que partió. Las dos palomas siguen grises en nuestra conversación, junto a mensajes donde le he cuestionado múltiples veces sobre el «paquete» en la recámara, que podría implicarme en algún problema mayor. Así fue como me decidí a abrir la puerta. Tomé una camisa para taparme la cara y reducir la peste que provenía del cuarto inmundo y se extendía al resto de las habitaciones. 
Al abrir la puerta, descubrí que miles de moscas deambulaban dentro, unas tallándose las patas, otras caminando por las paredes y otros cientos en plena reproducción. Plastas y nubes negras cubrían techo y suelo, era repugnante ver los millones de huevecillos blancuzcos regados como polvo por todos lados, además, viscosas larvas se meneaban en enormes grupos que se regocijaban con los cadáveres de las generaciones previas. Incontables pupas rojas estaban transformándose en el insecto hexápodo. Tronaron como vidrios aplastados cuando me atreví a dar un paso adelante. Los nidos grises regados como tapiz eran bolsas pequeñas de textura apanalada, irregulares, formadas con desechos y polvo. Aunado a eso, el ruido. ¡Oh, Dios! El ruido resultaba abrumador, resonaba en las paredes y en especial, era incesante el movimiento que provenía de la maleta negra semi abierta, rodeada de las nefastas moscas que caminaban en todas direcciones. «Pinche ruca, eso si no se lo voy a perdonar nunca, ¿qué chingados?», fue lo primero que pensé al apuntar mis ojos hacia la fuente: la puta maleta. Era insoportable estar un segundo más en el diabólico cuarto. Tuve un momento fantasioso de sostener un lanzallamas y quemarlas a todas, hasta a la maldita valija y sus contenidos que ya me valían verga.
Terminé comprando inciensos venenosos que regué por toda la casa y varias latas de insecticida. A la lista añadí el necesario traje de pintor para que no me tocaran las inmundas patas que se pegan a la piel, junto con una máscara antigases, unas botas de hule, cinta gris y varios encendedores, para quemarlas a todas de una vez por todas. Cuando regresé, el hedor ya empezaba a percibirse desde el jardín de la casa, por eso lo primero que hice fue sellar puertas y ventanas con la cinta, dejar que el humo de los inciensos hiciera su labor de atontarlas o matarlas por completo para luego concluir con el insecticida donde fuese necesario. 
Ya empezaba a hacerse de noche otra vez y sabía que la batalla final se llevaría a cabo en el cuarto de visitas. No me atreví a abrir la puerta antes porque no quería que el desmadre se esparciera al resto de la casa. «Pinche vieja, me caga, ¿por qué chingados estoy haciendo esto?», seguía repitiéndome cada vez que pensaba en la cantidad de moscas que infestaban el espacio y me estremecía al pensar en entrar ahí. 
No obstante, tal y como dicen: no hay hora que no llegue, ni plazo que no se cumpla. A eso de las ocho de la noche, entré a la casa para hacer recuento de los daños. Las moscas patas arriba, tiradas por todos lados, parecían un mar negro, por fin la gravedad las encadenó. El coraje no evitaba asomarse al ver tanta basura. «Pinche desmadre», pensaba al observar con admiración la mesa, la alfombra y los sillones infestados de cadáveres. 
Proseguí al único lugar que había dejado en desidia, el jefe final. «¿O sería una excusa para ganar valor?». El plan era abrir la puerta y con el insecticida chingarle en su madre a todo lo que se moviera usando el encendedor como catalizador de mi previa fantasía. Mis gritos desprendían dopamina, mientras mis ojos llenos de locura delataban la excitación de encender el soplete casero. El cuarto estaba a media oscuridad debido al mugrero en las ventanas que apenas permitía la entrada de algunos débiles rayos solares. A cada paso trituraba pupas, masacraba larvas y el fuego quemaba incesante a las aladas, generando al contacto colores verdes y blancos. Fue un espectáculo que ningún astronauta jamás ha divisado. La carne quemada liberó un olor que la máscara antigás no pudo contener. Al fin, volteé hacia la maleta que yacía en el centro de la habitación, justo donde la dejé. 
El sol estaba a segundos de esconderse. La oscuridad empezaba a engañar mis sentidos, que detectaban cambios inverosímiles en la posición de la valija: había perdido su forma rectangular y sus lados rectos se volvieron curvos por la humedad. Abrí puertas y ventanas, apunté y quemé a la maldita hasta que se volvió cenizas junto con todos sus demonios, sin atreverme a ver cuáles eran. Tiré la lata al suelo, respiré profundo embarrando el insoportable hedor a cobre en mis turbinatos, quedando en medio del silencio y la negrura. Sentí un aire ligero, como de libertad. 
Me sujetaron unos brazos por la espalda, una mano se dirigió a mi entrepierna y la otra me presionó el pecho. Dévanny me susurró al oído: «Bebé, pasaste la prueba». 
«Chingado».