IRENE ROMO CORAL -ECUADOR-

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PÁGINA 40

Apasionada por la lectura, licenciada en Lengua y Literatura. Desde el año 1998 al 2003 formó parte del taller de escritores de Abdón Ubidia.  En el 2002 participa en el primer encuentro de escritores “25 años Editorial El Conejo”. En el año 2015 luego de regresar a vivir a Tulcán su ciudad natal, crea “Las Letras, espacio cultural” desempeñándose como directora hasta la fecha. Encuentra en los talleres culturales un espacio para compartir el conocimiento de una manera vivencial y generar nuevas propuestas creativas, diferentes experiencias literarias con niños, jóvenes y adultos  Desde el 2021 es colaboradora en la página Tulcán Online, en la cual publica sus textos narrativos.  Ha publicado sus cuentos en varias plataformas digitales y cuenta con la publicación de un libro de relatos titulado “Historias Escondidas” publicado bajo el sello de Editorial El Conejo. Del cual es parte él cuento que envía a la prestigiosa revista Trinando. También es coordinadora de Las Letras Culturales, espacio virtual, el mismo que desarrolla conversatorios y entrevistas virtuales, con el fin de ser plataforma para nuevos creadores de la zona y también ser el canal de difusión de los artistas a nivel nacional e internacional.  En la televisión local, cuenta con un espacio televisivo semanal en donde trata temas en torno a la lectura.  Desde el año 2022 pertenece al colectivo  Internacional Vuelo de Mujer.  Y tiene  un nuevo  libro en edición para ser publicado en este año 2023.

 


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Mal presentimiento
 
Despertó con el corazón acelerado. Anita había tenido un mal sueño. Todos los sueños en los que aparecía la tía María eran malos. Ella, la difunta, era un ave de mal agüero. Cada vez que aparecía del más allá, lo único que traía eran penas. Por eso, apenas abrió los ojos y sintió la espalda de su marido cerca, lo abrazó fuerte.
—No se vaya a trabajar —le dijo, mientras lo cubría con las cobijas.
—¿Y eso? –le preguntó Pablo, sorprendido—, ¿qué mosco le picó? —se levantó, como de costumbre, a las cuatro y quince de la mañana.
Se vistió a tientas y salió con las botas de caucho, el poncho de lana de oveja y la gorra, que estaba tras la puerta de madera.
Anita casi no temía a nada; sin embargo, esa mañana sentía miedo, como nunca lo había sentido. La angustia le hacía temblar las manos. Se mantuvo despierta hasta las cinco, cuando salió a ordeñar las vacas. Luego, regresó y levantó a la niña, preparó café colado y  le sirvió un pan con queso y un plato de papas cocinadas. Todo esto mientras esperaba que Pablo regresara de dejar a los peones en el sembrío.
Incluso en esos momentos, esa sensación de desasosiego no la había abandonado. Los ojos locos de la tía María la perseguían. Era como si su sombra estuviera ahí. Hasta percibía un olor a ruda podrida en el aire.
Justo en el momento en que despidió a la niña para ir a la escuela, sintió que su estómago se agitó y le provocó un mareo. Se sacudió la cabeza y regresó despacio por el camino de tierra, como sin prestar atención. Encomendó la vida de su hija a todos los santos que pudo.
Intentaba distraer esa inquietud, que le amarraba el corazón, dedicándose a limpiar la casa y cuidar la granja. Como todos los días, mientras daba de comer a los pollos y pensaba en que su esposo ya debía estar de vuelta, se consolaba a sí misma. Se decía que seguramente estaría en el pueblo pagando la cuota del préstamo con el que habían comprado la camioneta roja.
Eran las ocho de la mañana. El frío natural de la Sierra norte, y la helada de la noche anterior, empezaba a sentirse en los huesos: entraba despacio, como si fueran hormigas, pero ella no lo sentía. De pronto, le asaltó un vacío en el corazón. Creyó escuchar la voz de su marido, que venía desde la bodega, pero al llegar allí no encontró a nadie. Se asustó y se santiguó. Fue corriendo a prenderle una vela al cuadro del Jesús de la Misericordia, y se puso a rezar por el alma de su tía. Era bien sabido por toda la familia que cuando se la soñaba, había que encomendarse a todos los santos y rezar por ella. Según afirmaban los abuelos, dicha tía no era precisamente una santa y se demoró tres días en morir. Por momentos daba el último suspiro, pero luego volvía a respirar para entregar alguna orden que había olvidado. Así, hasta que luego de algunas confesiones y ante tanta insistencia del cura, pidió perdón por haber robado la herencia a sus hermanos, so pretexto de ser la mayor. Así pudo dar el último, y tan anhelado, suspiro. Aun desde el más allá, se había ganado esa fama: traer mala fortuna cada vez que alguien la soñaba.
 Anita, a pesar de tener veinte y cinco años, parecía toda una señora, de esas que gobiernan no solo la cocina, sino la vida. Nunca le temió al trabajo duro. Si debía ir a sembrar, iba; si tenía que cosechar, lo hacía; si debía criar animales, también. Es de hacha y machete, como quien dice.
                                                        ***
Micaela, la única hija de la pareja, regresó de la escuela preguntando por su papá. Anita mintió y le dijo que estaba en el campo. En realidad, ella ya estaba empezando a considerar lo malo: “¿con quién andará este? Seguro que es la moza. Sí estaba todo raro, bravo, inquieto. Eso quería decir la tía María en mi sueño. Espera que lo encuentre y le rompo esas patas como mínimo para que vea. Le voy a quitar todo y no verá a la niña nunca más”. 
Pensar esto la tranquilizaba por momentos, pero siempre volvía ese mal presentimiento. De no ser así, ¿en dónde estaba? Solo le quedaba esperar. Como el carcelero que vigila las celdas, pasó toda la tarde mirando el reloj, cruzando del dormitorio a la cocina y viendo cómo los segundos no avanzaban. Estos eran, según sus palabras, unos malditos sicarios de la angustia, que no dejaban llegar la noche. Mientras tanto, mandó a preguntar a los peones del sembrío, a los hermanos y a los vecinos, si alguien, de pronto, sabía algo de su marido, pero nadie lo había visto. Mientras intentaba conservar la calma, cocinó la merienda con la esperanza de que Pablo apareciera.
Como era de esperarse, el asunto se regó como pólvora por el caserío y a las ocho de la noche todos estaban en el patio. Unos se pararon junto a los  pilares de madera que sostenían la casa, y otros se sentaron seguido a los geranios de la vereda. La Micaela, sin entender bien lo que pasaba, se dedicó a jugar con los primos hasta muy entrada la noche.
Todos organizaron una cuadrilla de búsqueda. Pablo no era de los que desaparecían así no más. El pueblo no era tan grande como para que alguien no lo haya mirado pasar. Así que salieron con la consigna de encontrarlo a como dé lugar.
Esa noche, Anita ni siquiera intentó dormir. Se metió en la cama, junto a su pequeña, solo para darle consuelo. Todas las mujeres de la familia llenaron la casa. Unas hacían canela en la cocina, otras prendían velas a los santos, algunas se acomodaban en las bancas para ofrecer compañía, y todas, todas, contaban historias de la difunta tía, que había enviado este ingrato momento a la vida de Anita. Parecía un funeral anticipado.
Pasaban las horas y la angustia, cual polilla, carcomía sus esperanzas. Para contrarrestarlas  Anta hizo un plan: a la mañana siguiente iría a la ciudad y buscaría en el hospital, la morgue, la policía, la cárcel y los moteles, si fuera necesario. Así lo hizo. Gastó toda la mañana en la ciudad, pero no encontró nada. Puso la denuncia en la Fiscalía.
Casi al medio día, la cuadrilla de vecinos regresó con la novedad de que alguien había mirado que la camioneta roja pasó por el viejo camino a La Pintada, con dirección a la frontera. Ella sintió escalofríos por su cuerpo. Le sudaron las manos, como si la controlara el pánico. Creyó escuchar, como un susurro, la voz de su marido, pero todo era su imaginación. Sintió que su cuerpo podía desarmarse y se agarró de una pared. Respiró profundo. No quería creer que su compañero sería uno más de tantos que desparecen en la frontera.
Una comadre presintió lo que le sucedía, y se acercó con una taza de canela. Luego, se encargó de organizar una nueva búsqueda. Anita iba de un lugar a otro, despotricando contra todo y todos ante la posibilidad de volverse una viuda, sin una tumba donde llorar a su marido. Una más de las tantas que hay.
En medió de toda esa confusión apareció, otra vez, el recuerdo del sueño con la tía María: estaba de pie, cubierta  con un pañolón morado, parada, mirándola. Esta imagen le sacudió el alma. Se levantó y decidió mandar a ver, donde el cura, agua bendita. Se postró de rodillas frente a la imagen de la virgen, que tenían en la sala, pero, en lugar de rezar, pensó en su marido. Recordó las advertencias que ella le había comunicado, pero no le hizo caso. “¿Dónde estará ahora? ¿En manos de quién? Si piden un rescate, habría que vender todo para traerlo de vuelta. Ojalá no lo maltraten, ojalá este vi… ¡No! En eso no hay que pensar. ¿Pensará en la Mica? ¿Se acordará de que al llegar a casa la veía correr con los brazos extendidos, con esa sonrisa grande y esa voz chillona que le decía: ‘paaaapi’? ¿Pensará en ella? ¿Recordará todo lo vivido?”. Un sentimiento de culpa afloró. Se culpaba porque lo dejó ir, porque no insistió en que se quedara. De gana  hicieron sembríos lejos de la casa. “¿Qué pensará ahora? Quizás lo único que quiere es volver, no debe pensar en nada más que en regresar a casa. Eso es seguro”, se decía.
Una persona interrumpió este momento al ofrecerle canela para el frío de la tarde, que ya se volvía noche. Con esa angustia transcurrieron las horas. Luego de unos días, la cuadrilla de búsqueda confirmó que la camioneta estaba “del otro lado”. La policía no encontró ni un rastro de Pablo y en la casa empezaron a mermar los acompañantes.
Así pasaron tantas noches y el corazón de Anita no ha vuelto a su sitio. La esperanza se transformó en resignación. Ella quería encontrarlo; aunque sea muerto, quería tener un lugar donde llevarle flores, donde poner su foto, donde señalar a su hija que ahí estaba su papá.
Piensa en él a cada instante. Por su alma se han paseado la culpa, el remordimiento, las ansias, el llanto, la depresión, la duda. Le carcome la idea de que él, tal vez, tuvo miedo, de que sufrió, o que quizás lo golpearon. Por momentos, llega una esperanza. Probablemente está vivo, aparecerá… Pero estas ilusiones se desvanecen con el pasar de los meses. Así vive, con ese dolor profundo, más grande que la misma muerte, desde aquel sueño con la tía María, desde el infierno, le auguró incertidumbre de por vida.