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MARIO BERMÚDEZ

M. BERMAR -COLOMBIA-

 

SABOR A TINIEBLAS

-Página 2-

 

 

Aquella funesta noche de su desaparición, Roberto le había indicado a su hermano menor que lo esperara en un rincón de la acera, mientras atendía cortésmente al hombre que lo requería en la camioneta Ford de color marrón. Se acercó sin imaginar en lo más abstruso de su imaginación, que en ese preciso momento comenzaba el calvario de su vida. Cuando estuvo enfrente del hombre, éste con voz autoritaria le indicó que era de la policía secreta, y que debía subir inmediatamente a la camioneta sin alarmar a nadie.
 –No es nada grave. Es apenas un favorcito, buen muchacho. Ya tendrá la oportunidad de avisar a su casa, y súbase rápido, sin chistar nada, porque lo quemo, hijueputa.
 –¿Pero por qué me van a llevar?  –balbuceó intimidado Roberto.
 –¡Dije que se suba!  –gritó el hombre, mientras abría la portezuela de la camioneta, y Roberto, después de todo, subía confiado al vehículo, porque «el que nada debe, nada teme».  «No tengo ninguna deuda con la justicia», pensó reconfortándose con esta sublime idea.
Lo hicieron entrar hacia el lado de atrás, en donde lo acomodaron en medio de otros dos hombres que lo miraban burlones, metralleta en mano. Roberto trató de averiguar el porqué de su detención, pero uno de los hombres de atrás lo golpeó violentamente con su arma, obligándolo a callarse, y amenazándolo que lo golpearía más duro si volvía a proferir palabra. El joven bajó la cabeza, y sin atreverse a comprender lo que le estaba sucediendo, guardó un silencio tímido y compungido. Trató de orientarse porque no veía por dónde lo llevaban, intrigándose por la cantidad de vueltas que el automotor daba, y escuchando que los hombres apenas decían monosílabos entre sí, sin hacer mayores comentarios. Tampoco habían parado para detener a alguien más, o para realizar alguna requisa. De repente, asustado por tanta vuelta y nada de concreción, preguntó.
 –¿Pero ustedes sí son detectives?
Sintió sobre sí una mirada sarcástica y repugnante, acompañada de un nuevo golpe, esta vez más violento.
 –¡Nooo! Somos las sirvientas de su casa, malparido  –dijo uno.
 –Somos las hermanitas de la caridad, ja, ja, ja  –dijo el otro.
 –Pero no me peguen – imploró el joven con angustia –. Yo solamente reclamo mis derechos, agentes.
El hombre que tenía más cara de matrero y montaraz se quedó observándolo con una sonrisa ladeada y desdeñosa.
 –No me diga que el hijueputa este nos resultó abogaducho. Pues bien, a nosotros no nos gustan los tinterillos. Y cállese, porque de una vez lo quebramos y lo echamos al río para que se pudra.
 –Yo no he hecho nada malo, y si lo he hecho, ustedes deben informarme el porqué de esta detención. Hace más de dos horas que me tienen dando vueltas por la ciudad, y no me llevan a alguna dependencia estatal.
Un nuevo golpe le reventó una de las cejas.
 –Nos salió muy indócil, y será agradable domarlo como a un potro salvaje –indicó el otro hombre, a la vez que el que viajaba al lado del conductor, dio una orden perentoria.
 –¡Quiero que me callen a ese hijueputa de una vez por todas! Si sigue hablando, entonces lo llevamos hasta el río y… adiós vida desgraciada.
 –Ya oyó a mi teniente, tinterillo de mierda.
Roberto se dio cuenta de que cualquier intento por reivindicar sus derechos era en vano, entonces, para evitarse nuevos golpes, decidió guardar el silencio solicitado por sus captores.
La camioneta de los supuestos detectives continuó dando vueltas y más vueltas, mientras que Roberto sentía que el tiempo se eternizaba. De repente miró a uno de los hombres, y le dijo:
 –Agente, desde hace rato tengo ganas de orinar.
 –Pues orínese ahí, gran hijueputa.
 –Es en serio, señor, ya no soporto más.
 –Ya le dije que se orine ahí, para que vea lo que le pasa.
Roberto suspiró en actitud de disgusto.
 –Ah, ¿no le gustó a su excelencia?
 –Nada puedo hacer, ustedes son los que mandan.
Los dos hombres de atrás se abalanzaron contra él, y lo molieron a golpes, desfogando toda la oscura perversión y saña de sus corazones. Roberto gritaba desesperado que no lo golpearan más, porque en ningún momento estaba oponiendo resistencia, ni mucho menos, ofendiéndolos. Las palabras del joven enfurecían ciegamente a esas máquinas preparadas para ensebarse contra los inocentes e indefensos. Roberto quedó botado en el piso de la camioneta, arrojando a borbollones sangre por boca y nariz, orinándose sin poder evitarlo, obnubilado de dolor y.
 –Mi teniente –dijo uno de los hombres –, el detenido se meó en la patrulla y la volvió mierda de sangre.
 –Déjenlo ya; cuando lleguemos lo pondremos a limpiarla –ordenó el hombre que parecía comandar la supuesta patrulla. ¡Ya ha estado en suficiente remojo el desgraciado!
Al cabo de un buen rato, Roberto sintió que la camioneta en-traba a una dependencia. Lo adivinó por la serie de voces que es-cuchó afuera, y por lo poco que alcanzó a observar por el vidrio panorámico del carro. Intrínsecamente sintió un alivio pertinaz, imaginando que su situación muy pronto iba a ser aclarada. La camioneta se estacionó en un patio inmenso de paredes muy altas, y alumbrado con potentes reflectores.
 –Mientras paso el informe, usted, Martínez, quédese cuidando que el detenido lave el carro.
 –Como ordene, mi teniente.
Los tres hombres se retiraron, mientras el cuarto detective se quedaba con Roberto para hacer cumplir la orden del superior. El universitario descendió de la camioneta, sintiendo la potencia de la luz que lo encandelillaba hasta producirle dolor en los ojos. Se limpió la sangre con el dorso de las manos, y trató de ubicarse mejor, pero por más esfuerzo que hacía, no lograba comprender algo. Vio que, efectivamente, era una dependencia policial del servicio secreto. Vio a los hombres que se paseaban armados por los pasillos, escuchó gritos, órdenes, improperios y risas.
 –Ya oyó lo que tiene que hacer; aquí no se viene de turismo –lo instigó el vigilante a su cargo.
Roberto se le acercó cautelosamente, como un gatito agazapado y desprotegido.
 –Por favor – le suplicó al detective –dígame qué es lo que pasa conmigo. ¿Por qué me han tratado así? ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué me tienen aquí? Dígamelo, por favor, se lo suplico, señor agente.
El detective se quedó mirándolo fijamente, primero con furia, luego despectivamente, hasta que finalmente una mácula de conmiseración invadió su espíritu torvo y furente.
 –Vainas… vainas, vainas de mi teniente, necesitamos reivindicarnos –balbuceó el hombre en su fugaz asomo de humanidad.
Roberto se sintió poderosamente extrañado.
 –¿Cómo así, agente?
 –Bueno, hombre, si quiere salir bien librado de ésta, lo mejor será que obedezca todo lo que se le manda sin protestar y sin hacer más preguntas. Lave el carro, creo que mi teniente fue a rendir el informe, entonces ahí sabremos qué hacer con usted, y tenga mucho cuidado porque mi teniente es una talla, y por lograr lo que quiere, no le perdonará a usted el más leve resbalón.
 –Yo no he hecho nada. Ya me detuvieron, y creo que deben aclararlo todo rápidamente. Tengo que avisar a mi casa. ¿Es lógico, no, agente?
 –Eso es lo que usted cree hombre… Vea, yo sé que usted es un buen muchacho, eso se le nota, pero no me impaciente porque me vuelvo una mierda. No se puede ser bueno con nadie y usted ya quiere enredarme con sus pendejadas.
El detective sacó un paquete de cigarrillos, le ofreció uno a Roberto y encendió otro para sí.
 –Vaya, vaya allí; ahí hay baldes, traperos y escobas, tráigalos y comience a lavar la patrulla, porque si no viene mi teniente y lo mata a punta de cacha – concluyó el hombre mientras se recostaba contra una de las columnas, sin dejar de observar fijamente al prisionero.
Una maraña incontenible de inexplicables ideas se apoderó del joven, mientras que pacientemente comenzaba a lavar la camioneta en donde habían quedado los despojos de su prístina desgracia. Algunas frases del detective lo habían dejado atónito. Ya sabía en dónde estaba, y todavía abrigaba la esperanza de que una vez rendido el informe por el oficial de seguridad, se le permitiera cerciorarse de su situación, y poder avisar a la casa acerca de su paradero. Sin embargo, algo dominante le daba la corazonada de que un suceso muy oscuro se estaba fraguando en torno suyo, según lo pudo vislumbrar por las palabras y la extraña actitud del detective.
En medio de un frío que congelaba hasta los huesos, Roberto comenzó a limpiar pacientemente la camioneta, hasta que sintió las primeras horas del amanecer. Le dolían aterradoramente las manos a causa del entumecimiento producido por el agua y el ajetreo para lavar el vehículo. El hombre a su cargo se le acercó, y de un termo le ofreció un poco de tito humeante. Roberto lo recibió agradecido.
 –¿Será que me van a meter en un calabozo ahora?  –preguntó, esperanzado en que podía consolarse al lado de los detenidos de una celda cualquiera.
 –Eso lo decide mi teniente. El suyo es un caso muy especial, hombre.
 –¿Pero qué caso, agente?  –casi gritó Roberto saliéndose de sus casillas.
 –No sea impaciente, ya sabrá qué es. No puedo decirle nada más, porque ni yo lo sé bien.
 –Pero en verdad, ¿es muy grave mi caso?
 –No sé… posiblemente sí, posiblemente no… no lo sé, hombre.
Roberto por fin terminó de lavar la camioneta, sintiendo que se moría de cansancio, de sueño y de frío, pero queriendo a la vez estar lúcido en el momento en que el teniente apareciera enfrente de él. Por fin el detective lo dejó sentar en uno de los sardineles, mientras lo escuchó cantar algo que lo sorprendió y que jamás había escuchado antes.
 –Pajarito que se vuela lo chamuscamos… Pajarito que se vuela lo chamuscamos –cantó suavemente con su vozarrón destemplado el detective.
A pesar de todo esfuerzo, Roberto no resistió los embates del sueño, y se quedó dormido en donde descansaba, hasta que un puntapié en el estómago lo despertó en medio de un estruendoso gemido.
 –¿Por qué putas lo dejó dormir, Delgado?  –preguntó el teniente después de haberle propinado el golpe al joven.
 –Acababa de lavar la patrulla, mi teniente –se excusó el detective.
Era un teniente con acento costeño, moreno, de buena faz, delgado y muy bajito de estatura, que en ningún momento soltaba la ametralladora de entre sus manos diminutas, y que vestía des-complicadamente zapatos tenis, bluyines de cocacolo y una chaqueta gruesa de estilo medio militar. Roberto se incorporó, a pesar del inmenso dolor en el vientre, que lo tenía sin aire, pero una pequeña luz de esperanza le surcó la intimidad de su mente. El teniente llevaba en la mano unos papeles.
 –Venga conmigo –le ordenó a Roberto el oficial.
Roberto se sintió aliviado como si un milagro repentino le hubiera sucedido, olvidándose de los vejámenes morales y físicos que por cuenta del Estatuto de Seguridad había sufrido. Se esperanzaba en una pronta solución que le permitiera, lo antes posible, retornar a su casa al lado de su madre y de su hermanito. Los dos, detenido y teniente, se acomodaron en una mesa destartalada que había en uno de los rincones del inmenso patio.
 –Me va a contestar todo correctamente, pues no quiero pegarle más, chino –dijo el teniente con tono moderado.
 – Sí, señor –contestó sumisamente el joven, con el fulgor de la esperanza en sus enrojecidos ojos.
 –¿Nombres y apellidos completos?
 –José Roberto Díaz Sandoval.
 –¿Edad?
 –22 años.
 –¿Estado civil?
 –Soltero.
 –¿Profesión?
 –Estudiante.
 –¿De dónde?
 –De la Universidad Pública Central.
El teniente lo observó de soslayo con un destello de súbita picardía.
 –¿Filiación política?  –continuó con el interrogatorio.
 –Ninguna, señor.
El hombre volvió a mirarlo. Sonrió y movió la cabeza negativamente.
 –Todos contestan lo mismo cuando se les pregunta por la filiación política, pero resulta que todos son comunistas cuando opinan contra el gobierno legítimo, y más si son de la universidad que el propio estado les paga.
 –Es verdad lo que le digo, señor.
 –¿Nombres de sus padres?
 –Roberto Alfonso Díaz Castro y Josefina Álvarez viuda de Díaz
 –¿Veo que su padre falleció ya?
 –Sí, señor –contestó el joven, casi sollozando.
 –¿Profesión de su madre?
 –Secretaria de una importante empresa.
 –A mí no me importa si la empresa de su puta madre es importante; limítese a contestar lo esencial, sin comentarios, joven.
 –Bueno, señor.
 –¿Sus pasatiempos preferidos?
 –Fuera del estudio, me gusta el fútbol, el fútbol, señor.
 –¿Qué papel desempeña en el grupo sedicioso Rebeldes por la Patria?
Roberto sintió desmayarse de pánico, en el acto.
 –Pero, teniente, ¿a qué viene todo esto?
 –Ya le dije, y por última vez se lo repito, que se limite a contestarme lo que le pregunto sin comentarios o preguntas mariconas que no vienen al caso.
 –No tengo ningún vínculo con ningún grupo.
 –Todos dicen lo mismo.
 –¿Qué armas sabe usar?
 –Ninguna.
 –Lo dicho, todos repiten lo mismo.
El oficial y el detenido se incorporaron, luego de que el primero se quedó por largo tiempo cavilosamente, rascándose la cabeza y acariciándose el mentón.
           «Esta vaina está jodida. ¿No sé para qué putas quieren el formulario de mierda?... se me está aguando la fiesta, hijueputa. Y lo peor, es que este chino tendrá que pagar los platos rotos, porque no me voy a dejar joder».
El teniente volvió a reunirse con el detective Delgado, y sin precaverse de Roberto, le hizo algunos comentarios.
 –Quieren radicarlo aquí, mi coronel insiste en que la cagué, así que es él o yo.
 –¿Cómo así, mi teniente?
 –No sé qué mierda le pasa a mi coronel, primero me dice una vaina, y ahora me sale con otra. ¡Se jodió la vaina!
 –¿Y qué pasó, mi teniente?
 –Mi coronel se puso de terco, no le basta el formulario, sino que quiere verlo. Tengo que llevarlo para que lo reseñen. Mi dijo que por mi culpa él no iba a joder al departamento de investigación. «Alguien debe subsanar sus errores, Maldonado, o si no te jodés y de paso me jodés, y de paso nos jodemos todos», me dijo mi coronel.
 –Mierda, pobre güevón este –dijo el detective Delgado, a la vez que miraba con preocupación a Roberto, quien no pudo evitar que un torrente helado, con saetas desgarradoras, invadiera de terror su cuerpo. Todo se complicaba en el fatídico marasmo de un sino incomprendido e imposible.
 –Si lograra el traslado a Santo Tomás, de eso se trata, ¿no, Delgado?... Así salvo el honor. No nos conviene que lo dejen aquí. Todos se enterarían de la verdad, y se darían cuenta de quién es en realidad este chino.
 –Si no hay de otra, así tendrá que ser, mi teniente.
Roberto trataba de aguzar el oído lo mejor posible, mientras a la vez se esforzaba por atar los dispersos cabos de aquella misteriosa conversación, pero no lograba aclarar nada, por el contrario, endrinas nubes de duda, pavor y consternación se cernían inclementes sobre su razón.
 –Cuídemelo bien, Delgado, y que nadie, óigalo bien, nadie, ni mi propio coronel, sepa que es éste. Voy a ver qué puedo hacer. Ah, se me olvidó contarle que el teniente González prometió que va a hacer todo lo posible por ayudarme.
El oficial dio media vuelta y se retiró con paso ágil, asunto que el joven detenido aprovechó para tratar de indagarle algo al detective de manera muy amable y sumisa.
 –¿Qué es lo que pasa, agente, que no entiendo nada?
 –Pues yo tampoco –lo dejó frío el hombre mientras lo esquivó agrestemente –. Párese, allá, allá.
 –Pero, agente.
 –Que se esté en donde lo mandé, hijueputa; no haga las cosas más verracas –lo intimidó de un grito.
Roberto regresó a su lugar tiritando de frío, de miedo y de in-certidumbre; algo en lo más subrepticio de su corazón le indicaba que aquella tremolina se lo iba a devorar vivo.
Al cabo de un buen rato, el teniente regresó con una expresión nueva y más alegre en su rostro. Roberto se incorporó de inmediato.
 – Ríase, Delgado, mi coronel fue llamado de urgencia a la Dirección General, asunto que aprovechamos con el teniente González. Ya tengo la orden de traslado a Santo Tomás sin que quede ningún dato comprometedor aquí. Ya la tengo, Delgado. En cinco minuticos nosotros nos lo llevamos, y ya está todo cuadrado en Santo Tomás para que me firmen la entrega sin el personaje. Allá todos desaparecen y nadie se preocupa por sus cuerpos o por su existencia.
 –Qué bien, mi teniente.
«¿Qué pensarán hacer conmigo?», se preguntó confundido Roberto.
 –En cinco minuticos nos lo llevamos de aquí, Delgado, y salvada la patria, y salvado el pelado. Por el camino le hablamos. 
 –Sabe, mi teniente, me alegro por el pelado, se ve que es buena leche.
 –Ya vengo con la orden y lo sacamos. Mientras tanto prepárelo.
El teniente se devolvió hasta las oficinas, mientras el detective Delgado se acercó hasta donde Roberto permanecía impasible, más bien petrificado ante lo poco que había podido comprender.
 –Fresco, fue una equivocación –le dijo el hombre al muchacho.
 –¡Bendito sea Dios!
 –Yo veré, con la boquita callada, pues equivocaciones hay todos los días, pero lo importante es corregirlas.
 –¿Es decir que regreso a casa?
 –Sí.
Pasaron largos momentos de angustia, y el teniente Maldonado no regresaba para llevarse a Roberto.
 –Delgado, Delgado, ¿en dónde está el detenido que hay que radicar y encerrar aquí en las instalaciones?
 –¿Cuál, mi capitán?
 –No se haga el güevón, pues el que cogieron anoche, el que se les voló la otra vez.
 –¿Este, mi capitán? –contestó fingiendo asombro.
 –Marica, pues el que mi teniente Maldonado acaba de reportar. Vea, aquí está la orden de radicación y asignación de celda para indagarlo.
 –Ah, sí, mi capitán, este es el detenido. ¿Acaso no sale para Santo Tomás, mi capitán?
 –No, se queda aquí.
«Mierda», pensó el detective Delgado.
El capitán, un hombre adusto de mirada recia, volteó a mirar a Roberto y le preguntó:
 –¿Cómo se llama usted?
 –Roberto José Díaz Sandoval –contestó el joven.
El detective Delgado, preocupado por el asunto, indagó por el teniente Maldonado.
 –Está hablando con mi coronel.
«Mierda, se jodió la vaina», pensó conmocionado.
 –Entrégueme al detenido, detective –ordenó.
 –Como ordene, mi capitán.
Roberto tuvo el iluso pensamiento de hablar con el capitán para solucionar, de una vez por todas, aquella terrible equivocación.
El capitán se acercó hasta donde estaba Roberto y lo asió fuertemente del brazo ante la mirada impotente del detective Delgado.
 –¡Camine!
Roberto trató de hablarle.
 –No diga nada, porque le corto la lengua de una. ¡Silencio, ni una sola palabra!
Los dos, capitán y detenido, avanzaron hasta perderse por entre unas camionetas. Roberto sintió morirse de un escalofrío denigrante. Se puso lívido, agitado, como si la eminencia de la muerte se le viniera encima.
 –¿A dónde me lleva? Dijeron que iban a soltarme.
 –Fue para que no te cagaras del susto. Pero es mejor que te cagues desde ahora para que sepas lo bueno que es ser terrorista.
 –¡Nooo!  –y su grito fue acallado por un terrible bofetón.
Roberto no sabía exactamente qué lugar era aquél, pero algo le indicaba que una sucia triquiñuela se había gestado irreparablemente, y que podía terminar en algo muy aciago para su vida. Entonces en un momento de lúcida desesperación comenzó a gritar para que los demás hombres se dieran cuenta que algo muy oscuro se estaba tramando en su contra. Pidió ayuda a grito entero.
 –Óiganme, me quieren llevar a no sé dónde. Todo lo están haciendo a escondidas. Quieren desaparecerme. Por favor, alguien que me ayude. ¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por Dios! ¡No permitan que esto suceda!
La reacción de Roberto fue tan inesperada, que por un momento dejó a sus nuevos captores desarmados, atónitos. El capitán se detuvo por un instante.
 –¿Qué dices, desgraciado?
De un momento a otro, como emergiendo de lo más profundo del averno, el teniente Maldonado apareció de entre la nada en compañía de los detectives que habían detenido a Roberto. Se abalanzaron contra el muchacho y lo golpearon sin compasión, insultándolo con la intención de acallar sus gritos desesperados. Pero el detenido no dejaba de gritar que lo iban a matar, que se lo iban a llevar a un lugar secreto para desaparecerlo.
 –Este hijueputa quiere armar el escándalo, mi capitán
 –A la mierda con los terroristas –gritó el teniente Maldonado.
Y continuaron golpeándolo sin misericordia, hasta que Roberto quedó inconsciente.
 –No era para tanto, mi teniente –dijo el capitán.
 –Estaba muy rebelde, mi capitán, y no hay que tener compasión con los bandoleros, porque ellos no la tienen con nosotros –se defendió el teniente.
 –Bueno, eso es verdad –asintió el capitán.
Varios hombres se habían acercado rápidamente, y entre ellos se escuchaban voces divididas, unas de aprobación y otras de condena. Un hombre gordo, de cara cetrina se acercó bien y examinó a Roberto, quien yacía en el piso en medio de un pozo de sangre.
 –Mi capitán, este hombre está mal herido y hay que llevarlo a la enfermería.
 –Pero, mi sargento, ¿no sabe quién es? No podemos dejarlo un momento solo porque es un sujeto muy peligroso, óigalo bien y se nos vuela, y entonces ahí sí que me van a joder, después de que este malparido mate a no sé cuántos.
El sargento continuaba examinando al detenido, tratando de reanimarlo.  «Es solo un niño», pensó, pero no dijo nada para evitarse un problema. Empero, levantó sus ojos inquisidores hacia el teniente Maldonado.
 –¿A dónde lo llevan?
 –A donde van a parar todos los terroristas.
 –Bueno, recójanlo y llevémoslo a la celda que se le ha asignado aquí –dijo el capitán.
 –Qué pena, mi capitán, pero mi coronel ha ordenado el traslado inmediato del detenido a Santo Tomás; así que debemos ser nosotros, los que lo capturamos, quienes lo llevaremos.
 –¿Nueva orden? La veo. Pues para mí mucho mejor que me hayan quitado ese chicharrón de encima, pues esa es su responsabilidad, y no la mía –dijo el capitán, como si de verdad le hubieran quitado un peso de encima.
 –Pero este sujeto está muy mal herido –insistió el sargento que trataba de auxiliar al joven, quien ya se recuperaba entre gemidos de inmenso dolor.
 –Ya se alentará, mi sargento. En Santo Tomás lo aliviarán para que pueda confesar todo.
Entre los tres detectives que habían detenido a Roberto, incluyendo a Delgado, introdujeron al muchacho en la misma camioneta en que la noche anterior lo habían capturado.
 –Ya mismo nos lo llevamos –dijo el teniente Maldonado –. No interfieran en las órdenes superiores –concluyó un tanto nervioso.
Todos se retiraron, incluyendo al hombre gordo, sin ponerle mayor atención al incidente; después de todo estaban acostumbrados habitualmente a estas situaciones, cuyas reacciones pasaban rápidamente.
El teniente Maldonado se quedó mirando al detective Delgado, y le dijo:
 –Se me iba a armar el mierdero, porque a mi coronel le dio por devolverse y dizque dejar arreglado todo.   Cambió de opinión y ya no quiere que al detenido lo tengamos aquí por más tiempo. Ahora si se jodió éste porque hay que dejarlo de cuerpo y alma en Santo Tomás; mi coronel acaba de avisarle del traslado al comandante de Santo Tomás, y no se puede hacer ya lo que pensábamos.
 –No puede ser, mi teniente –exclamó Delgado con cierto dejo de pesar por Roberto, quien aún permanecía aturdido entre la camioneta, recuperándose dolorosamente del desmayo provocado por la terrible golpiza.
 –No es que uno quiera ser mierda, es que le toca ser mierda –dijo el teniente– ¡Primero está mi pellejo!
 –Claro.

 

 

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