PÁGINA 8

MARIO BERMÚDEZ

M. BERMAR -COLOMBIA-

 

SABOR A TINIEBLAS

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El conductor de la camioneta se acomodó al volante. El teniente Maldonado se hizo en la parte de adelante, mientras Martínez y Delgado se hicieron a cada lado de Roberto, quien ya comenzaba a despertarse de la golpiza que el iracundo oficial le había propinado.
 –Un solo quejido de ese hijueputa, y espósenlo y pónganle esparadrapo en la jeta para que no diga ni pío.
Roberto reaccionó como un autómata. Movía la cabeza lentamente, y miraba hacia todas direcciones con los ojos perdidos en el laberinto de la confusión. Sentía que cada uno de sus huesos estaba astillado, y que espetones al rojo vivo laceraban su cerebro y sus músculos. Aún no recobraba la lucidez necesaria para darse cuenta realmente lo que estaba ocurriendo. Después hizo un es-fuerzo sobrehumano para tratar de observar qué estaba sucediendo en verdad con él. A medida que el tiempo transcurría, sintió con pavor que ya estaban saliendo de la ciudad; lo alcanzó a captar por la poca visibilidad que desde el lugar atravesaba el vidrio panorámico. Un frío de muerte lo invadió. Sintió ganas de morirse mejor en el acto, sintió deseos de llorar silenciosamente, mientras el corazón se le desmoronaba como un muro secular en ruinas. No tuvo valor de hablar. De repente sintió que la camioneta se detenía.
 –Esposen al güevón ese a la malla, y vayámonos a desayunar como nos lo merecemos. Hemos llegado a una fonda del camino, ja, ja, ja –rio el teniente con una carcajada vesánica que horadó los sentidos del muchacho.
Todo repentinamente había cambiado, y esa leve esperanza que Roberto tuvo cuando habló con el detective Delgado, se había esfumado sin misericordia, abatiéndolo al máximo. ¡Esa no podía ser su suerte! Sin reparo alguno, lo esposaron a la malla protectora del panorámico trasero. Casi a la hora regresaron, mientras Roberto se moría de dolor, de sueño, de cansancio y de hambre, pues apenas estaba con el pocillo de tinto que al amanecer le había ofrecido el detective Delgado. En medio de aquel aturdimiento infernal, Roberto recordaba, entre sombras, a sus amados familiares y a su novia. Calculaba que todavía era de mañana, pero no podía adivinar la hora exacta, pues todo le parecía una soberana eternidad.
Más adelante, el vehículo se detuvo en un retén, y el teniente mostró su identificación y la orden de traslado de Roberto Díaz. Uno de los guardias se asomó por la ventanilla de la patrulla hacia adentro. Roberto sollozó angustiado.
 –¡Ayúdenme, por favor!
El guarda lo miró burlón.
 –A joderse, hijueputa –le contestó con una complacencia hiriente.
Posteriormente, Roberto sintió cómo el carro se tambaleaba bruscamente. Posiblemente estaba en alguna trocha. Luego sintió voces, y pudo ver que llegaban a unas instalaciones construidas entre un terreno yermo, como un desierto de miseria y horror e inundado de montículos de greda. Se imaginó, entonces, el mismo averno. La camioneta continuó avanzando nuevamente hasta que se detuvo otra vez. El teniente Maldonado fue el primero en descender y avanzar inmediatamente hacia un oficial uniformado, entregándole el documento de remisión. Los detectives Martínez y Delgado sacaron a Roberto de entre la camioneta. El muchacho sintió los ojos maltratados por la iluminación hostigante del sol, y el abominable calor le debilitó los músculos traumatizados por las inhumanas golpizas. El teniente Maldonado y el oficial uniformado, un joven de aspecto despreocupado, hicieron algunos comentarios, luego se quedaron observando hacia donde estaba el infortunado muchacho.
«¿Con que esto es Santo Tomás?, ¡Dios mío!», pensó Roberto lleno de miedo devorador e inconcebible tribulación.
El oficial uniformado hizo una seña hacia un grupo de soldados que estaban sentados a lo largo de una gran banca de madera. Inmediatamente dos de ellos se acercaron.
 –Nos llegó un visitante muy ilustre, muchachos, háganlo seguir a la habitación presidencial, y que me lo atiendan como a un rey.
 –Como ordene, mi capitán.
Los soldados se acercaron hacia donde estaba Roberto, y sin siquiera mirarlo de frente, lo tomaron maquinalmente de los brazos y lo condujeron adentro del vetusto y tétrico edificio.
 –Ahí está, mi capitán, tiene carita de ángel, pero es el mismo demonio. Se lo encargo, y tenga mucho cuidado con él –azuzó el teniente Maldonado.
Roberto trató de sacar provecho de la situación.
 –Señor, señor –gimió suplicante hacia el capitán –permítame que yo le explique todo. Aquí hay una confusión, soy inocente, nunca he hecho nada malo, hay algo ilegal en mi detención…hay…
 – ¡Ah! ¿Sí?  –gritó el capitán, iracundo– ¿Con que es eso? Pues bien, después nos explicará detalladamente todo, de eso estoy seguro. ¡Llévenlo adentro!
 –Como ordene, mi capitán –contestaron los dos soldados al unísono.
 – ¡Todos estos hijueputas se las dan siempre de mansas y puras palomas!
Algo superior, como una precognición maldita, hizo comprender a Roberto que, una vez allí adentro, en Santo Tomás, no iba a poder explicar absolutamente nada, y que estaba a merced de la arbitrariedad y de un destino fatal e inexplicable, surgido de una conjura deletérea. ¡Todo iba cada vez peor! Sin embargo, en medio de los soldados miró hacia atrás, esculpiendo por siempre en su aciago recuerdo el rostro cicatero del teniente Maldonado, quien aparte de su inmensa maldad, dejaba entre ver un mohín ufano y triunfante. No había duda en su amargado corazón, pues el teniente era el culpable de su desgracia, el único responsable de lo que le había pasado, de lo que le estaba pasando y de lo que le iba a pasar. Vio cómo los detectives subían a la maldita camioneta, la misma que se convertía en el estigma de casi veinticuatro horas de infortunio, dolor y humillación. Vio partir el vehículo de su baldón como una carroza fúnebre, que se perdía entre la polvareda atroz que conducía al lugar maldito de Santo Tomás.
Roberto vio enormes y oscuros pasillos. Prefirió permanecer silente, sin embargo, abrigando la esperanza somera de encontrarse con la más pequeña luz rescatadora que lo pudiera salvar de aquel martirio, aunque en lo más abstruso de su alma intuía que no había salvación posible. Lo llevaron a un calabozo oscuro y húmedo, en donde goteaba agua desde el techo, y un manto inverosímil de musgo estaba pegado como un signo abracadabrante a las paredes. Algo lo reconfortó, pues hasta el momento no lo habían maltratado físicamente, ni le habían lanzado improperios. Los dos soldados, quizá tan jóvenes como él, hasta lo miraron con algo de compasión, sin comentarle nada, y sin poder hacer algo por él. Roberto sintió el olor profundo, a tumba, del calabozo, y no pudo distinguir casi nada entre las sombras. Una vez adentro del calabozo, sintió el chirriar de las rejas como un baladro infernal, y luego escuchó el paso de los soldados con su eco que se disolvía entre las horas insomnes de su tragedia. Impotente, desposeído del menor ánimo, se desplomó vencido sobre el banco de madera. Trató de descubrir el lugar, pero estaba muy oscuro, y todavía sus ojos erubescentes no se acostumbraban a las penumbras. Con las manos en la cabeza comenzó a llorar en silencio, sintiendo el corazón acuoso y desintegrado, frágil y fungible como una insignificante ranita saltarina. De repente un estertor de muerte, muy quedo, se fugaba de su garganta. Se sintió muerto entre la oscuridad, un náufrago completo de la vida. Trató de orar, pero no pudo, y hasta maldijo el momento en que le dijo a su madre que los rezos no tenían sentido. Trató de ver algo, nuevamente, pero la visión solamente le llegaba hasta unos pocos centímetros más allá de su rostro. Sintió la garganta reseca y caldeante, como si tuviera adentro espadas al rojo vivo. En la lengua tenía un sabor pastoso, acíbar, un sabor a tinieblas que se le transformaba en el indómito cáncer de la propia vida. Le dolía en algún lado al imaginar que tal vez no iba a volver jamás la luz del día, y que, de ahí en adelante su existencia, si era que así podía llamársele, se convertiría en una larga y extenuante noche con ese denigrante sabor a tinieblas que lo hostigaba sin misericordia, le martillaba con saetas el cerebro, le torturaba el alma, le encogía los nervios y le corroía los músculos. Estaba sumido en estas cavilaciones de atronadora desesperanza, sin saber exactamente cuánto tiempo había transcurrido desde que lo habían encerrado allí, cuando algo lo sobresaltó con tremendo pánico.
 –¿Quién es usted?  –oyó preguntar a una voz varonil en su propio calabozo.
De un solo impulso quedó de pie.
 –Eso mismo pregunto yo –replicó aún invadido por un terror gélido que le enfrió hasta la médula de los huesos.
 – Soy Eulogio Ledesma –le contestó la voz del hombre que no podía ver aún, por más que hacía esfuerzos denodados.
Sintió, luego, los pasos en su propia celda.
 –No sé quién sea Eulogio Ledesma –contestó Roberto.
 –Soy el comandante Salvador Pascual. El comandante Salvador Pascual del glorioso Ejército Revolucionario Rebeldes por la Patria.
El impacto de Roberto no fue el que esperaba aquel hombre, ahora convertido en el compañero de mazmorra.
 – ¡Ah!...
 –Vaya, en un comienzo pensé que usted era el camarada Simón, el que atraparon conmigo, pero que se les voló después. Por su voz no lo conozco… ¿Es usted camarada?
 –No, señor –contestó compungido Roberto.
 –¿Pero usted sabe quién soy?
 –Algo he escuchado por las noticias –dijo el muchacho sin mayor convicción.
El tal comandante Salvador Pascual se acercó bastante hasta donde estaba Roberto, quien al verlo se asustó, porque en cambio de un semblante normal, Eulogio Ledesma tenía el rostro convertido en una horripilante masa informe y sanguinolenta que daba tristeza y espanto.
 –No se asuste, muchacho, pues estos hijueputas me volvieron a golpes como un monstruo, pero ya verán lo que les va a pasar cuando nosotros nos tomemos el poder por la fuerza de las armas.
 –Pero ¿qué le han hecho?
 –Torturas, torturas. Torturas de las más terrible. Desde que me trajeron ayer por la tarde me han torturado sin piedad… Todo el cuerpo lo tengo así.
Roberto Díaz sintió un huracán dantesco sobre sí al imaginar que, muy seguramente, iría a correr con la misma suerte de aquel hombre.
 –¡Pero no puede ser esto tan terrible!
 –¡Con los gobiernos oligarcas y fascistas todo es posible! Usted lo sabe, vivimos en un Estado capitalista dominado por la sangrienta dictadura de la oligarquía. Pero no se preocupe que el glorioso Ejército Revolucionario Rebeldes por la Patria va a instaurar, muy pronto, la dictadura del proletariado para beneficio de los pobres, de los obreros, de los estudiantes y de los campesinos. Ya verá a dónde irá a parar la oligarquía y el imperialismo yanqui… ¡A la mierda! ¡A la puta mierda!
Roberto no podía entender la entereza, la fogosidad, el valor y la agresividad de aquel hombre deformado por las más ignominiosas torturas, mientras él se sentía como un pollito al que le pasaba por encima una aplanadora. El comandante Salvador Pascual parecía no tener mella a consecuencia de las torturas, y aunque su cuerpo estaba deformado, su alma parecía reconfortarse y alimentarse en el dolor.
 –¿Y usted por qué está aquí?
 –No lo sé. Por nada –contestó Roberto.
 –¿Cómo así? ¿No es usted un compañero revolucionario?
 –No. Nunca me he metido en política.
 –¿Pero por qué está usted acá?
 –Iba por la calle con mi hermanito y me echaron a una camioneta. Me pasearon por todo lado, me llevaron a una estación, me empapelaron y me trajeron aquí sin razón alguna.
 –Bueno, pareces una carnada o un gancho ciego.
 –Eso parece, como que enmendaron un error conmigo.
 –¿Traicionó alguno de los partidos tradicionales?
 –Tampoco.
 – Pobrecito usted –susurró el hombre.
Roberto se reconfortó un poco al contarle su historia detalladamente al insurgente, terminado por sorprender y conmover al comandante Salvador Pascual.
 –¿Se da cuenta? Por eso es por lo que luchamos contra la dictadura de la oligarquía. Ellos mueven sus aparatos represivos para asesinar al pueblo… Bueno, muchacho, yo le creo, pero en este sitio los esbirros no le van a creer, menos si usted es un chivo expiatorio. Es mejor que sea fuerte y se vaya preparando para lo que le espera.
Roberto sintió que un mar de lava le recorrió el torrente sanguíneo.
 –¿Torturas?
 – Sí, para eso lo traen a uno a este lugar. Lo sacan a uno más adelante, a un sitio quizá más oscuro que este calabozo, y varios hombres lo martirizan a uno. Yo no le cuento esto para que tenga miedo, sino para que tome conciencia de lo que le espera, y sepa soportar con valentía. Ya me han llevado cuatro veces, pero yo no he cantado ni cinco, amigo. Prefiero morir antes de traicionar a la clase explotada. ¡Nunca traicionaré la revolución! Pero no se preocupe, muchacho, nuestro ejército revolucionario ya tenía detectado por su grupo de inteligencia este lugar, y hasta estábamos preparando un ataque certero, cuando me sorprendieron. Vea, la misión era en grande, teníamos un gran plan para volar cuanta propiedad oligárquica hubiera. Y no se confunda que las propiedades del Estado son las mismas de la oligarquía. Eso lo saben ellos, por eso se lo digo de voz viva, para que les duela más, y hasta lo canté en las torturas, amigo. Eso los asusta, y los tiene revoloteando para encontrar a mis compañeros, pero ni siquiera yo mismo lo sé. Todo es perfecto, no pueden pescar a más de dos de nosotros juntos, y vea, mi compañero se les voló de la misma prisión en la capital. En nuestro grupo existen estas medidas de seguridad, por si las moscas. Así que, aunque quisiera cantar, no podría hacerlo, los camaradas nunca sabemos el paradero de cada uno, escasamente estamos dos días en un mismo lugar y con una misma compañía. ¿Entiende? Somos aves de vuelo rápido que no tienen nido fijo, somos nómadas por la patria.
Roberto parecía idiotizado ante la perorata del comandante Salvador Pascual, sin evitar apartar de su mente el pensamiento de las torturas.
 –Me siento mal –dijo Roberto –esos salvajes casi me matan a golpes.
 – Vea, Roberto, ¿fue así como me dijo que se llamaba?
 –Sí.
 – Vea, Roberto, una golondrina no hace lluvia. Lo que cuenta en esto es la organización, el estudio de la economía política y, luego, la lucha armada para finalmente vencer. Cada día, aparte de luchar, nos preparamos para la revolución, libramos la batalla. ¡No se puede parar! Cuando uno se mete a la lucha revolucionaria, debe amar a la vida, pero no temerle a la muerte. Así que, en una buena estructura revolucionaria, si uno muere, dos más están listos para tomar las riendas y continuar con la lucha. El juego es: ¡Vencer o morir! Desde el primer día en que uno se compromete con la gloria de la revolución, se toma conciencia de esta responsabilidad, de sus dificultades, se olvida uno de los riesgos personales, y abandona lo más querido en aras del compromiso revolucionario… La guerra es a muerte, pues la oligarquía no da la tregua y emplean todos los recursos a su mano para no perder las riquezas que le han usurpado al pueblo.
De pronto se escucharon unos pasos que se acercaban. Un soldado de cara bisoña, pasando un plato de arroz mazacotudo y un jarro de aluminio con agua de panela. El comandante Salvador Pascual se puso iracundo, agarró su porción, arrojándola violentamente contra una de las paredes.
 –¡Yo no quiero su mierda, hijueputas! –gritó con una potencia que pareció estremecer los ennegrecidos muros.
En cambio, Roberto Díaz se sintió en la gloria y recibió con docilidad su porción. Se sentó en un rincón y comenzó a comer con extraordinaria avidez, como si se tratara del manjar más exquisito del mundo. El comandante Salvador Pascual se sentó en un su rincón, y comenzó a tararear una canción revolucionaria. «Es un niño, pensó, pobrecito».
 –Canto para reconfortarme, y para que a esos perros les duela más –comentó, mientras que el joven mascullaba muy despacio.
El comandante guerrillero continuaba cantando, interrumpiéndose a sí mismo para hacer sus comentarios.
 –¡De todas maneras volaremos sus propiedades! Se trata de arruinarlos, como ellos arruinan al pueblo cada día –y continuaba tarareando–. Coma, coma, muchacho, usted necesita estar bien, ya verá todo lo que le voy a enseñar, muchacho, y vea que vale la pena convertirse en un verdadero patriota, aunque muy posiblemente usted nunca vaya a salir de aquí, así como yo también jamás saldré de este maldito lugar, de eso soy consciente… Mmmm, a no ser que los camaradas vengan a rescatarnos…
 –¿Y de qué me servirá eso?  –preguntó Roberto con desconsuelo.
 –¿Cómo que para qué?... Pues para morir con dignidad, como un héroe de la patria. Morir en conciencia revolucionaria es también una forma de lucha.
 –¿De verdad usted piensa que nos van a matar?
 –Es lo más factible si antes no llegan los compañeros a volar esta mierda, y ahí también podríamos morir todos. Y, aun así, lo dudo, porque si no pueden rescatarnos dignamente, tendremos que volar en pedazos. ¡Como héroes!
El muchacho se estremeció, limpiándose raudamente las lágrimas que rodaban por sus mejillas para no avergonzarse delante de aquel hombre que parecía un roble lleno de arrojo y sin lo más vilipendioso. Por todos los medios, Roberto intentó hacerse el fuerte con una resignación mordaz que comenzaba a germinarle en lo más recóndito de su corazón. De pronto el comandante Salvador Pascual comenzó a cantar: «El pueblo, el pueblo unido, jamás será vencido».
 –Oiga, muchacho, pensándolo bien, usted ha desaprovechado su tiempo, porque me doy cuenta de que nunca se ha preocupado por algo tan importante como es la revolución. ¿Por qué?
 –No lo sé, nunca me llamó la atención.
 –Es usted medio reaccionario; la indiferencia es también una forma de ser reaccionario, haciéndole el juego a la dictadura de la oligarquía.
Roberto se sintió algo molesto. Lo que faltaba, pues aquel hombre lo recriminaba sin admitir ninguna razón.
 –Cada uno tiene su forma de ser y de pensar –se defendió el joven.
 – Lo importante no es el individuo, sino la sociedad proletaria. El individualismo genera explotación y el proletariado, el socialismo.  La competencia capitalista genera miseria, mientras el cooperativismo socialista genera igualdad, riqueza colectiva, paz y justicia verdadera. Sigo insistiendo en que usted perdió el tiempo en la universidad, porque allí es en donde se empieza la lucha, allí es en donde se conocen los fundamentos de la revolución, y no solamente se estudia una carrera.  En la universidad se conoce a fondo la situación real del país, la explotación y la tiranía, y se aprenden las técnicas de lucha contra el régimen de explotación. ¡Vencer o morir! ¡Libertad y patria!
De repente, el comandante Salvador Pascual se quedó en silencio, un silencio absoluto y penetrante como venablo de fuego. Roberto hizo el plato y el jarro hacia un lado, y reconfortado en sí mismo, se dejó vencer por el sueño. El guerrillero se le acercó sigilosamente.
 –Duerme, muchacho, duerme, y reconfórtate –y lo abrazó en un gesto insólito como si fuera su propio hijo– ¡Pobrecito!
Roberto soñó cosas terribles que sucedían en su casa, y el sueño fue más desconsiderado con él que la propia realidad, pero de todas formas su cuerpo iba recobrando algo de las fuerzas perdidas, y su mente se fue desahogando como cayendo en los linderos de la parca.
La noche se hizo silencio absoluto, se hizo un túnel endrino de imposibilidades. De repente unos dantescos gemidos de ultratumba despertaron sobresaltado a Roberto, haciéndole latir aceleradamente el corazón de pavor. Se incorporó y trató de escuchar mejor y de orientarse sobre el rumbo de los baladros humanos.
 – ¿Oye eso, comandante Pascual?  –preguntó, pero nadie le respondió – ¿Comandante Pascual?
Mientras Roberto dormía, habían sacado de la celda al comandante Salvador Pascual, y ahora estaba seguro de que los gritos eran los de su compañero de calabozo. «Lo están torturando, Dios mío», pensó, mientras se reclinó contra el muro, cerró los ojos y se dejó martirizar por los alaridos del revolucionario, que parecían estremecer los muros. «Ahora me va a tocar a mí, Dios mío, ¿por qué, por qué?», pensó, a la vez que un escalofrío denigrante lo invadió como una bandada de aves malignas. Ese sabor indescifrable, ese sabor a tinieblas se convirtió en la gehena de su propia desgracia. Súbitamente los gritos cesaron. Hubo un silencio total. Después un tiempo de eterna agonía. Luego escuchó unos pasos que se dirigían hacia su celda. ¿Será que lo traen ya?... De todas formas, es un hombre valiente, aunque no logré entender muy bien todo eso que me dijo. Sintió cuando abrieron la reja. «Dormí tan profundamente que no me di cuenta cuando abrieron se lo llevaron», pensó. De repente se arrodilló y comenzó a implorarle a Dios ayuda… oró con el fervor inusitado que desde antes de estar en aquella situación nunca había tenido. Comenzó a llorar con toda su alma en silencio, mientras con un balbuceo casi imperceptible continuaba implorándole a ese Dios que podría salvarlo, porque de verdad se estaba cometiendo una terrible injusticia con él. No supo cuánto tiempo duró arrodillado en medio de la oscuridad, poniendo las manos contra la pared, como si los rezos le fueran a dar el poder de derribarla para escapar de una vez por todas, ojalá de manera milagrosa. El tiempo se hizo eterno y la noche parecía infinita, hasta que, de repente, una mano fuerte lo asió con fiereza, arrastrándolo hacia fuera. Roberto trató de verle la cara al hombre que lo halaba como a un muñeco de trapo, pero la oscuridad pareció más infranqueable que nunca. Ni siquiera pudo gritar, porque el terror lo había dejado mudo y sin voluntad.
 –Levántese, levántese –ordenó el hombre– que deseo hacerle una advertencia.
Roberto quedó libre de aquellas impresionantes garras de animal gigante. Entonces pudo ver bien al hombre. Era grueso y enorme como un elefante, con cara de niño viejo e ingenuo, de ojos rasgados como si fuese un oriental, de piel curtida por los avatares del destino. Tenía los ojos dulces, con la mácula de una extraña bondad y la boca tan pequeña, que las palabras parecían salir a medias. ¿Cómo diablos, podía ser esa su profesión? Era un gigante infantil y vetusto, a la vez, invadido de una fuerza descomunal y agreste.
 –Sí, señor –contestó el joven, mientras se incorporaba por sus propios medios.
 –Vea, muchacho, pórtese bien, y le juro por mi madre que, si sale de ésta, mañana mismo se irá para su casa –le dijo el hombre –. Ya sé, más o menos su caso, y lo voy a tratar con sumo cuidado. Es una lástima, pero tengo que cumplir órdenes, aquí soy el verdugo y no el juez.
 –¿Es verdad, señor? ¿No me engañan otra vez?
 –Tiene que soportar, debe soportar, pues he tenido la noticia que ya atraparon supuestamente al verdadero comandante Simón.
 –¿Cómo así, señor?
 –¡Cállate!
 –Bueno, señor.
 – Debe aguantar, muchacho, y mañana cuando traigan a Simón, entonces usted será libre. ¡Ese Simón es su salvación!
 –¿Entonces para qué me van a llevar allá?
 –El comandante de Santo Tomas, quien no confía en nada, dice que mientras Simón no aparezca, usted es ese guerrillero. Así que ordenó «la terapia», por si las dudas.
 –¿Cómo así? ¡No entiendo nada!
 –Colabore, cállese, y verá que todo sale bien.
 –Bueno, señor.
El hombre palmoteó la espalda de Roberto en un gesto de ánimo y de consolación.
 –Por hoy tiene que soportarlo. Delante de nosotros estarán varios oficiales encabezados por el director, y nadie, ni yo podré evitarlo. Resista que yo trataré de ser muy dócil con usted, espero que no me miren con sus ojos inquisidores. ¡A ellos les encanta la rigidez del caso! Resista y mañana mismo estará en su casa –le repitió el hombre con tanta insistencia, que Roberto se alegró a pesar de saber lo que le iba a pasar en aquel momento.
El joven se sintió, entonces, pleno y lleno de esperanza. ¡Tanta mala suerte no podía ir toda junta de una sola vez! Decidió enfrentar la adversidad con absoluto valor, pensando sólo en la posibilidad que el hombre le planteaba. Entraron a una sala inmensa alumbrada con tubos de neón, y el espectáculo le congeló la sangre. Sobre una mesa de cemento estaba el cuerpo inerme del comandante Salvador Pascual. Roberto miró como un niño asustado al hombre.
 – ¿Qué le pasó?  –preguntó con voz confundida.
 –Estaba insoportable, no aportó nada de valor y recibí la orden de eliminarlo. Lo hice con mucho gusto, porque sé que era un hombre muy malo. En esta profesión he aprendido a identificar el valor de la justicia sobre la injusticia, muchacho. ¡Está muerto para bien de la patria!
 – ¡Uf, Dios mío bendito!
 –Ánimo, ánimo, muchacho. Los oficiales después de una sesión de indagación me preguntan que qué sentí. Uno ya tiene como un sexto sentido y, sabe, aparte de la acción aplicada, si el sujeto es bueno o malo. Como en todo, a veces pagan justos por pecadores, y otras veces se hace justicia.
 –Soy un buen chico
 –No lo dudo, pero las reglas son las reglas.
Roberto quiso sacarse de la cabeza el recuerdo del comandante Salvador Pascual, la única persona que durante su cautiverio no lo había agredido físicamente, y el único ser que con su conversación apasionada le había inculcado valor para afrontar la situación, al final de cuentas. Ahora esperaba un solo cuarto tenebroso para salir por siempre a la plenitud del día. El verdugo torturador lo acostó en un banco aledaño a donde permanecía el muerto, y fue atado de las extremidades con gruesas correas de cuero. Roberto pudo ver cuando varias sombras, como espectros de muerte, entraron cautelosas al recinto.
 –Comience –ordenó alguien.
 –Como ordene, mi mayor –contestó el verdugo, envuelto entre una bata blanca, que le daba el aspecto de terrible fantasma.
Roberto cerró los ojos y apretó los dientes con el ánimo de soportar el dolor. Hubo un silencio agotador, hasta que sintió un dolor profundo e insoportable que lo hizo gritar. Escuchó preguntas que no contestó, porque ni pudo ni entendió.  Continuó gritando en medio de atroces convulsiones hasta que finalmente no supo de sí. El verdugo volteó a mirar angustiado hacia las siluetas que simulaban la guadaña de la muerte.
 –No resistió. No resistió. Estaba mal herido y agotado.
Otro periodo de silencio lleno de miseria y de oprobio.
Nadie comentó nada al respecto. Las sombras de la muerte se incorporaron arrastrando la carga de su conciencia inescrupulosa, mientras las manos sudorosas del verdugo acariciaron el rostro de Roberto, y unos dedos de tarántula gigante movieron los párpados del muchacho para cerrarle los ojos.
 –Yo no quería… Mala suerte para el muchacho.
Bajo el marco de la puerta del aposento macabro apareció un oficial.
 –Al maldito guerrillero llévenlo hasta un potrero de la ciudad y déjenlo visible y bien muerto, para que todo el mundo coja escarmiento y sepan que con la dignidad de la patria no se juega.
 –¿Y al muchacho?
 –Cosas de la vida, ya se ha confirmado que el verdadero Simón ha sido recapturado.
 –¿Entonces qué hacemos con él?
 –Al muchacho, como nadie lo conoce, entiérrenlo en donde sabemos.

 

Bogotá, enero 28 de 1987

 

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