PÁGINA 6

MARIO BERMÚDEZ

M. BERMAR -COLOMBIA-

 

SABOR A TINIEBLAS

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Aquella fatídica noche, Roberto Díaz salió de su casa en compañía de su hermano menor, Germán, para jamás regresar. Aquel día estaba departiendo en su casa de habitación con un grupo de compañeros de la universidad, pues el joven estaba de cumpleaños y celebraba una pequeña reunión con los suyos. A eso de las siete y media de la noche, el licor se acabó y Roberto, como buen anfitrión, a pesar de ser el homenajeado, salió a comprar una botella de brandy en una cigarrería cercana, haciéndose acompañar de su hermano menor, un alegre chiquillo con ojos de inocencia, que apenas tenía trece años. A eso de las seis de la tarde, Roberto se había excusado con todos los presentes para colocarse un par de chancletas, argumentando que la tarde anterior había tenido un rudo partido de fútbol, y que tenía maltratados los pies. Por supuesto que nadie señaló alguna objeción al respecto, Roberto estaba en su casa.
El joven era apenas un estudiante sobresaliente, común y corriente, de esos que se sitúan en el medio sin necesidad de descollar por su inteligencia o por sus falencias académicas. Era poco amigo de la compinchería, y por un milagro llamado novia, había decidido departir en su propia casa, invitando especialmente a algunos compañeros de estudio. En la universidad, Roberto había tenido algunos altercados con los estudiantes más radicales, porque nunca había participado en los mítines y actos de protesta contra la injusticia social que padece el pueblo, y las políticas discriminantes de la institución. Tampoco nadie lo vio alguna vez en los foros de política izquierdista o derechista. A Roberto no parecía interesarle, en absoluto, nada de esto, y desde que se hizo novio de Marcela, sus relaciones de compañerismo habían descendido ostensiblemente a comparación de los tiempos pasados. Era poco amigo del licor, dejándolo solamente para las ocasiones especiales, bebiendo moderadamente, sin que nadie jamás lo hubiera visto ebrio. Era, pues, uno de esos jóvenes a los que los demás, en el arrebato incontrolable de la juventud, llamaban “extraño”, de esos que muy seguramente “llegarán vírgenes al matrimonio”.
Aquel día los muchachos, el selecto grupo de amigos de Marcela, se habían reunido para hacer un festejo discreto y frugal, muy acorde con las costumbres de Roberto. La madre del festejado había preparado un delicioso arroz con pollo, y habían partido la torta de cumpleaños con un brindis alegre, y con abrazos de felicitación. Posteriormente se pusieron a escuchar música y a comentar con avidez sobre los últimos éxitos rocanroleros, hasta que, finalmente, decidieron bailar y acompañar el festejo con algo de licor que la madre de Roberto guardaba para festejar las ocasiones especiales. Cuando el trago escaseaba, Roberto llamó a su hermanito Germán para que lo acompañara a comprar licor a una cigarrería cercana. Así que nadie le puso mayor interés a la retirada de los dos hermanos, porque sabían que iban muy cerca y con el ánimo de regresar pronto.
Afuera los carros deambulaban presurosos y abarrotados por la avenida, entre ruidos atrofiantes de una ciudad en convulsión. Los dos muchachos caminaron sin mayor prisa, comentando con animosidad sobre la reunión de cumpleaños. Apenas habían avanzado cuadra y media, cuando una camioneta se detuvo a su lado, y desde una de las ventanillas un hombre desconocido llamó a Roberto.
 –¿Es a mí a quien llama?  –indagó apaciblemente el joven, creyendo que a lo mejor el hombre de la camioneta marrón deseaba averiguarle alguna dirección.
Por eso, sin temor alguno, el joven se acercó hasta el vehículo, indicándole a su hermano Germán que lo esperara en el rincón de la acera. El jovencito, sin sospechar nada peligroso, permaneció serenamente en el lugar que su hermano mayor le había indicado, mirando sin mayor curiosidad lo que transcurría, puesto que también imaginó que el desconocido solamente iba a pedirle algún favor a Roberto: alguna dirección difícil, tal como ocurría frecuentemente. Pero la sorpresa de Germán fue mayúscula cuando observó que Roberto, inexplicablemente, se subía a la camioneta, sin siquiera voltearlo a mirar y sin darle, al menos, alguna explicación al respecto. Empero, Germán no se preocupó mucho, pesando que, a lo mejor, la gente de la camioneta Ford cuatro puertas eran conocidos de Roberto. Sin embargo, lo llenó de inquietud el hecho de que su hermano no le hubiera dado alguna indicación, bien para que fuera solo a comprar el brandy o para que lo esperara mientras iba con los desconocidos en la camioneta, o para que se devolviera hasta la casa y excusara al anfitrión. Germán decidió esperar por un buen rato, esperanzado en que su hermano retornara pronto. El tiempo pasaba exasperadamente sin que Roberto regresara, mientras que Germán comenzó a proferir terribles maldiciones en contra de Roberto.
 –¡Carajo!, siquiera ha debido decirme a dónde iba, y me deja aquí plantado como un pendejo. Ya llevo casi una hora esperándolo.
Así que decidió esperar quince minutos más. Azorado por las circunstancias y castigado por el frío de la noche, Germán decidió devolverse a casa.
 –En fin, Roberto ya está lo suficientemente grandecito como para saber lo que hace y para cuidarse solo –suspiró resignado.
Cuando Germán regresó a la casa, los concurrentes apenas comenzaban a preocuparse, pero se sobresaltaron al ver llegar solo al jovencito.
 –¿Qué pasó, Germencito?  –preguntó alterada su madre.
 –El descarado del Roberto se fue con unos amigos en una camioneta, y me dejó plantado como un idiota sin siquiera decirme ni mú.
Algunos se desconcertaron, pero otro sonrió creyendo que el licor estaba haciendo un efecto desagradable en Roberto. “Como nunca toma el pobre”.
 –Ya vendrá más tardecito –dijo una de las muchachas.
 –De todas maneras, es extraño que Roberto se haya ido sin avisar nada –dijo doña Josefina, la madre de los dos chicos.
 –Que yo sepa, los únicos amigos que Rober tiene somos nosotros –dijo Marcela.
Germán se había sentado en un rincón con un dejo de sinsabor.
 –A mí me late que Rober se puso de buena persona con los de la camioneta, y se fue con ellos a hacerles algún favor –dijo el jovencito.
 –Puede ser –dijo otro.
 –Pero es extraño, pues para ser un simple favor se está demorando mucho –dijo otra.
 –¡Claro que sí!
 –Pero, Germencito, ¿tú no alcanzaste a ver quiénes eran los de la camioneta?
 –No, mamá.
 –¿Tampoco habías visto antes esa camioneta?  –preguntó Marcela.
 –No, nunca.
Sin embargo, todos esperaron hasta la media noche, y Roberto no regresó, como tampoco hubo una razón, algún indicio, una llamada telefónica que anunciara su paradero o su pronto regreso.
 –A lo mejor se fue de farra, y nosotros preocupándonos por él –dijo una muchacha de preciosos ojos negros.
 –Es imposible, mija –lo defendió doña Josefina –, Roberto nunca hace semejantes cosas. De todas formas, ya comienzo a preocuparme seriamente por él… No estaba borracho para hacer una irresponsabilidad de éstas.
Finalmente, uno por uno, y cansados de esperar a Roberto, los amigos, incluyendo a Marcela, fueron desalojando la casa de los Díaz, eso sí, prometiendo que al día siguiente llamarían muy temprano para indagar sobre la suerte del muchacho.
Al día siguiente, Roberto tampoco se reportó a la casa. La noche anterior, doña Josefina había padecido terriblemente de insomnio, mientras Germán a la madrugada había caído abatido por el sueño. Doña Josefina había pasado la noche en vela escarbando minuciosamente las pertenencias de su hijo, especialmente los cuadernos y los libros de estudio, en busca de algún indicio que le pudiera dar alguna pista sobre el paradero del joven. También llamó al amanecer a algunos familiares, excusándose por la hora, esperanzada en que el muchacho estuviera en casa de alguno de ellos, pero todo esfuerzo fue en vano. Hacia las nueve de la mañana, doña Josefina no pudo soportar ni un minuto más de espera, decidiendo que iría en búsqueda de su hijo, y ni siquiera las preocupadas frases de consuelo de Germán lograban calmarla. De repente una idea salvadora iluminó a la acongojada madre.
 –¿No sería que los de la policía se lo llevaron, Germencito?
 –No vi que le hubieran pedido papeles o lo hubieran requisado como he visto que hacen siempre –contestó el jovencito.
 –A lo mejor tú no te diste cuenta de nada, porque siempre andas en las nubes –lo recriminó con cierta exasperación doña Josefina.
 –¡Bah! Ahora la vas a emprender conmigo, mamá. Deja ya de preocuparte, viejita, ya verás que Rober aparecerá de un momento a otro lo más de campante –se defendió el muchacho, pero ningún argumento tranquilizaba a la desconsolada madre, y, por el contrario, a medida que transcurrían los segundos, horrendos y eternos, la angustia de la mujer aumentaba sin pausa alguna, dilatando la intención de salir porque el teléfono o la esperanza no se lo permitía.
Marcela había llamado constantemente a la casa con intervalos de cinco minutos para indagar sobre la suerte de su novio, pero él no aparecía, era como si la tierra se lo hubiera tragado.
 –Ya mismo salgo a buscarlo, Marcelita –le dijo por teléfono a la novia de Roberto.
 –Espéreme cinco minutitos, ya salgo para allá. No se vaya a ir solita, yo la acompaño –le solicitó Marcela a su desesperada suegra.
 –Bueno, pero no te vayas a demorar, mija.
 –Ya mismo salgo para allá.
En un santiamén, Marcela apareció en la casa de doña Josefina. En su rostro se dibujaba la macabra figura de la preocupación y el agotamiento por la trasnochada, pero tenía el corazón fuerte y esperanzado. Inmediatamente, las dos mujeres se dispusieron a salir en búsqueda de Roberto Díaz.
 –Tú te quedarás aquí por si tu hermano llama, o por si alguien avisa sobre él –le ordenó doña Josefina a Germán.
Germán aceptó sumisamente, en su rostro ya se reflejaban el mohín energúmeno de la preocupación y del miedo.
Doña Josefina y Marcela salieron en búsqueda de Roberto. Primero fueron a la estación de policía de la localidad, en donde les indicaron que allí no había llegado ningún detenido con un nombre así; sin embrago, un oficial prometió informar si llegaba a enterarse sobre el paradero de Roberto. Posteriormente visitaron un hospital, en donde tampoco les dieron la menor esperanza. A medida que iban realizando las visitas, la desesperación, dolor e incertidumbre de las dos mujeres se acrecentaba hasta niveles insospechados. Ellas se comunicaban con Germán insistentemente para saber si, de repente, el jovencito ya tenía noticias de su hermano mayor. Así transcurrió aquel día, y al anochecer, las mujeres regresaron totalmente abatidas y agotadas a la casa, sin lograr obtener la más mínima pista sobre el paradero de Roberto.
En el noticiero de televisión, por la noche, vieron una noticia que las llenó de estupor. Anunciaron que las autoridades militares habían atrapado a un peligroso terrorista, cabeza visible del grupo “Rebeldes por la Patria”, pero que se negaban a dar más información sobre la espectacular captura, puesto que esto entorpecía la labor investigativa, ya que se argumentaba que dentro de pocas horas caería el reducto central de la guerrilla. «El detenido, cuya identidad no se ha indicado a los medios de comunicación, permanece incomunicado en una dependencia militar, mientras se investiga el paradero de sus secuaces, de quienes el ejército ya tiene pistas seguras», dijo la voz del locutor por la televisión.
Entonces, un extraño presagio se apoderó de doña Josefina y de Marcela, creyendo que el personaje de las noticias podía ser Roberto. Parecía absurdo, pero con esa situación en el país, cualquier ridiculez podía hacerse una cruda realidad, más cuando Roberto estudiaba en la Universidad Pública Central, que era catalogada por el gobierno como el reducto ideológico de los Rebeldes por la Patria. Lo primero que hicieron fue llamar al noticiero para ver si allí, de pronto, podían darles más información sobre la noticia, pero todo esfuerzo resultó infructuoso.
 –Mi hijo desapareció anoche –dijo doña Josefina.
 –Señora, ya le hemos dicho que eso que trasmitimos, es lo único que se dice en el Boletín Oficial.
 –Pero ¿quién y de dónde les mandan ese boletín?
 –De la Brigada, del Departamento de Prensa del Ejército –le contestaron.
 –¿Usted cree que allá me atenderán, señor?
 –No lo sé, posiblemente, señora –le contestaron.
 –Por favor, se lo suplico, deme la dirección de la Brigada.
 – Se la daré con mucho gusto, pero, créame, dudo mucho que pueda lograr algo positivo – la desalentó la voz.
Con la mano temblorosa, doña Josefina apuntó la dirección de la Brigada.
 – ¡Ah! Y le sugiero que no llame, perderá su tiempo, porque sobre este tipo de cosas no dan ninguna información por teléfono.
La mujer miró a cercén con consternación infinita. Marcela la consoló, abrazándola férreamente. Con un desconsuelo colgó la bocina del teléfono, después de haber dado las gracias una y otra vez.
 – Mija, me voy a la tal brigada esa – dijo –; iré con Germencito para que tú no te molestes más.
 – Yo la acompañaré, ni más faltaba; ya avisé a mi casa sobre esta terrible adversidad, y ellos están de acuerdo en que yo esté a su lado, pues esta situación también me afecta enormemente. ¡Yo amo mucho a Roberto!
A las diez de la noche, un taxi, que casi les saca un ojo de la cara por el cobro de la carrera, las dejó enfrente de las instalaciones de la Brigada. Era una edificación moderna, de varios pisos, rodeada de prados y de árboles, que contrarió la idea de doña Josefina de ser un batallón escarpado, infestado de soldados armados hasta los dientes, y de vehículos militares apuntando con sus armas hacia el cielo. Aquellas dependencias, más bien, parecían un elegante edificio de oficinas. Las dos mujeres se presentaron ante los centinelas, quienes, en tono muy amable, les indicaron que aquellas horas era imposible que las atendieran.
 – Aquí nunca traen detenidos, estas son dependencias administrativas – señaló uno de ellos.
 – Pero aquí traen los informes sobre los detenidos–argumentó Marcela.
 – Sólo cuando son casos muy especiales –dijo el otro centinela.
 – Pero usted, joven, ¿no sabe nada sobre el hombre que esta noche pasaron por las noticias y que dijeron que tienen detenido en la Brigada?
 – No, señora.
 – … En el noticiero me dijeron que el informe de la noticia lo habían pasado de aquí – se angustió doña Josefina.
 – Qué pena, señora, pero nada de eso nos corresponde. Sí, es posible que de aquí den el informe oficial, pero a este lugar no traen a ningún detenido, menos a un terrorista.
 – Nosotros somos de un batallón que queda afuera de la ciudad; no relevan cada doce horas –, señaló otro centinela.
 –Aquí se dice la Brigada, pero en realidad la Brigada son muchos batallones. Aquí solo hay oficinas, y también está el Ministerio de Defensa y las comandancias generales de las tres armas –, habló el soldado, como si a ellas les interesaran los vericuetos de la organización militar.
 –Pero, yo sigo insistiendo que de aquí mandaron el informe al noticiero, aquí debe haber alguien que sepa en dónde está el detenido ése que indicaron por la televisión –dijo Marcela.
 –Nadie le dice que no, señorita. Vean, lo mejor que pueden hacer es venir mañana en horas de oficina. Imagínense, allá adentro todo está cerrado, no hay nadie más que los centinelas. Vengan mañana, puede que las atiendan.  
Doña Josefina y Marcela se devolvieron desconsoladas, sospechando cada vez más, a consecuencia de una extraña corazonada, que lo de la noticia de la televisión tenía algo que ver con la suerte incierta de Roberto. De nuevo sufrieron por conseguir un taxi, y esta vez el inescrupuloso conductor les cobró más del doble de la carrera anterior.
Doña Josefina pasó otra noche en vela, y Marcela, junto con Germán, apenas cabeceó sin lograr la más mínima tranquilidad. Al día siguiente se levantaron presurosas con el esperanzador deseo de ir nuevamente hasta las instalaciones de la Brigada. Germán nuevamente se quedaba en casa por si se llegaba a recibir alguna noticia de Roberto.
En la Brigada les fue peor que la noche anterior, porque a pesar de que no las atendieron mal, no les dieron el más mínimo detalle sobre el paradero y las características del incógnito detenido. Así que no valieron llantos ni súplicas a guisa de letanía, y algún oficial con un humor irónico se atrevió a decirles que si Roberto era el modelo de virtud que las mujeres decían, entonces, lo más lógico era que el detenido al que habían hecho mención en el noticiero de televisión, no fuera de ningún modo el muchacho recto que las mujeres buscaban afanosamente, y, para rematar, habló de la ola de inseguridad, de los atracados y asesinados tirados en los potreros, medio ocultos entre los matorrales, de los atropellados por los carros fantasma, o víctimas de venganzas amorosas que los descorazonados delincuentes a veces recogían y arrojaban a los lagos con una piedra al cuello, para que no quedara evidencia alguna sobre el homicidio, más que la súbita desaparición del occiso.
 –Pero, señor, si se lo llevaron en una camioneta –dijo doña Josefina.
 –Además, es muy joven para ser un terrorista, cabecilla de tan tenebroso grupo de bandoleros – dijo Marcela
 –¡Ay, Señor Dios!  –exclamó doña Josefina.
 –Pero sean optimistas –remató el oficial, mientras acomodaba bajo el brazo unos documentos– a lo mejor el muchacho se fue de farra con una hembrita bien buena y no ha podido regresar todavía. Así que no se extrañen cuando lo vean de nuevo bajo el marco de la puerta de su casa con cara de ángel dichoso y vagabundo, mientras ustedes se matan de angustia buscándolo. Créanme, he conocido miles de casos en donde siempre ocurre lo mismo.
Las dos mujeres se quedaron en el pasillo soportando una ira y una indignación indescriptible ante las desconsideradas apreciaciones del oficial.
 –Estos hombres jamás van a entender qué es el amor de madre –sentenció doña Josefina–. Nunca creen que aún puedan existir jóvenes buenos
 –Se burlan porque tampoco entienden el amor de una mujer enamorada; y, sobre todo, la mayoría de los viejos piensan que toda la juventud es mala. ¡Como si nunca hubieran sido jóvenes!  –apoyó Marcela.
Sin desmayo, y aunque con infinito dolor, las dos mujeres continuaron con la búsqueda de Roberto durante el resto del día, sin probar bocado, hasta que al atardecer, con el corazón en la boca, e invadidas por una desazón tenebrosa, fueron al anfiteatro de la ciudad. Era una situación escabrosa que se convertía en el postrer recurso para encontrar a Roberto, aunque fuera muerto. Llegaron a la fantasmal edificación, les colocaron las batas, y entraron como animales condenados al sacrificio. Entre un sentimiento de perplejidad, sin saber qué sería mejor, descubrieron que el cadáver de Roberto no estaba en el anfiteatro. Esa mezcla de alegría y de mayor congoja, era un sentimiento avasallador que las postraba en indecible desconsuelo.
Los días continuaron pasando raudos y violentos, sin que apareciera la más anodina de las pistas sobre Roberto Díaz, ya fuera vivo o muerto. Tras largas y asiduas jornadas continuaron la búsqueda por cuanto lugar sospechoso y posible hubo en la ciudad. Visitaron, una por una, todas las estaciones y puestos de policía, las dependencias de detectives, los batallones del ejército, la base aérea, los hospitales y clínicas, y en ninguna parte hallaron siquiera el más pequeño indicio del desaparecido. En diversos sitios les dejaron ver a los detenidos, pero nunca vieron siquiera al detenido que habían anunciado en el noticiero.
 –Si estuviera detenido, ya les hubieran avisado –les dijo un policía.
Es más, tampoco se supo que la cacareada investigación hubiera concluido, y que los dirigentes de los Rebeldes por la Patria hubiesen sido descubiertos o apresados. Aquel extraño detenido anónimo, supuesto cabecilla de los insurgentes, pasaba a ser un fantasma, un espectro más que deambula, sin ser visto, por entre las páginas de las noticias de terror que los noticieros y periódico lanzan para asegurar el sustento y la pervivencia de su locuacidad. No se lograba establecer por parte de doña Josefina, viuda de Díaz, si los dos personajes, su hijo y el terrorista, eran el mismo, pero el barrunto de su corazón le señalaba que existía una extraña e infortunada coincidencia.
Lo máximo que se logró fue colocar el denuncio formal ante la justicia, e inscribir a Roberto en el Comité pro-recuperación de los desaparecidos, en donde el muchacho entró a engrosar la enorme lista de gente que había salido de su casa en un momento determinado, y que nunca había regresado, así como él. El destino parecía haberlos borrado de un solo plumazo, y en donde la mayoría figuraba como detenidos por las autoridades militares o de policía por actividades contrarias a la seguridad del Estado. El caso de Roberto era diferente, pues no se sabía quiénes eran los hombres de la camioneta que se lo habían llevado, aunque podía presumirse que los ocupantes del vehículo eran del aparato estatal, pues todas las circunstancias lo indicaban así. Algunos nombres de la interminable lista del Comité habían sido borrados, porque a varios de ellos los habían localizado en cementerios clandestinos y en fosas comunes, y porque algunos otros habían aparecido entre un costal al lado de una carretera, víctimas irrescatables de la demencia estatal. La misma doña Josefina asistió a las manifestaciones realizadas por el Comité, reclamando a sus desaparecidos ante los oídos sordos y déspotas del Estado. A pesar de todo, resultaba supremamente insólito el caso de Roberto, porque, como era de presumirse, nunca apareció en una lista comprometedora de ningún ente tildado de opugnador al gobierno, y menos cuando nadie tenía memoria de que hubiera asistido siquiera a una de las consuetudinarias protestas que en la Universidad Pública Central se promovían.
 –Era un muchacho completamente de su casa que no le gustaban los problemas. Nunca tuve una queja de él por pendenciero – señalaba doña Josefina –. Ya dijera una: es que el muchacho era insoportable, porque como se comportan en la casa, se comportan afuera. Pero no, a él no le gustaba nada de eso de la política, ni los problemas. Cuando había paros estudiantiles, él siempre se quedaba en la casa, prefiriendo irse a jugar fútbol con los amigos del barrio, o irse al cine con su novia. ¡No me explico realmente lo que ha pasado con él! ¡Santo Dios, ayúdame a encontrarlo!
Algunas de las autoridades consultadas sobre el paradero de Roberto coincidían en afirmar, según testimonios de ellos mismos, incluso, en que los muchachos parecían mansos corderitos, pero que por debajo de cuerda estaban preparando su entrada a la guerrilla o, en el peor de los casos, a la delincuencia organizada, y que cualquiera que fuera la decisión, ésta requería de un secreto tan hermético, que desparecían sin dejar la menor huella, y en el momento menos imprevisto, sacrificando el hogar, sus mujeres y todos sus allegados. Ya hacían sospechar a los familiares sobre esta escabrosa posibilidad por la manera tan peculiar como Roberto había desaparecido, y por la forma como el joven había subido sin intimidación aparente al vehículo que la noche de su cumpleaños se lo llevó. No había ningún hecho sobresaliente y sospechoso, según testimonio de Germán, quien aseguraba no haber visto ningún hecho anormal, aparte de que la camioneta se parecía a la que habitualmente usa el personal de las fuerzas armadas para realizar las operaciones furtivas de investigación y de limpieza.
 –Yo pensé que eran conocidos de mi hermano –decía Germán.
 –Lo ven, a ese muchacho ninguna autoridad lo ha podido detener. Los bandoleros se camuflan en camionetas como las de los cuerpos secretos legales. Ahora, en los casos en que hay detenidos en la calle, siempre tratan de avisar de inmediato, más si iba acompañado del niño; tratan de armar un escándalo llamando la atención, pero este joven no le dio a su hermano siquiera una señal de peligro. Ha podido subirse con su propio consentimiento, evitando que el niño se diera cuenta de lo que realmente sucedía – dijo alguna vez un investigador policial.
El tiempo transcurrió desapaciblemente hasta que Marcela perdió definitivamente las esperanzas de encontrar a su novio, y con resignación consiguió uno nuevo, mitigando la imprevista soledad y aprovechando las veleidades del corazón, mientras doña Josefina continuaba sufriendo con su amor de madre, sobresaltándose cada vez que repicaba el teléfono o que alguien llamaba a la puerta, imaginando que era su amado hijo quien por fin retornaba a casa, luego de ese largo infierno de ausencia. Cuando salía, creía verlo alejándose entre la multitud como una aparición, y los golpes del corazón casi le daban un infarto, porque muchas veces tocó a jóvenes desprevenidos a quienes creyó Roberto, el hijo amado de quien jamás se supo noticia alguna, y quien nunca regresó al hogar que lo vio nacer.

 

 

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