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ABRAHAM MENDEZ YAÑEZ -MÉXICO-

 

LETICIA Y SELECCIÓN DE POEMAS

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LETICIA
 

Cuando dos almas se encuentran y coinciden para irse juntas” …

 
Leticia, última hija de una prolífica familia de 12 nacidos y vivos, era la coyota, el pilón; menciono vivos porque regularmente perdían alguno o nacía entre ellos uno que tiraba pal monte, que estaba medio tarado, la chiva loca.
Como todas aquellas familias de algún pueblo de la región agreste de Nuevo León; siempre había de todo: el hijo mayor en el que se recargaba el padre o la madre para sacar adelante al resto de la prole, los medianos que aunque tenían responsabilidad de ayudar, no tenían autoridad como el primogénito, pero que si salían abusados le sacaban partido a su situación y arreaban a los más chicos para que hicieran la faena del día mientras ellos echaban novia, se iban al río a bañar o fumar un cigarrillo de paja.
En el tiempo que ocurrió esta historia, la idea primordial de todo chamaco era irse pal norte, pal gabacho, pal otro lado; Ya nomás crecían, ellos juntaban algunos pesos y agarraban camino, quesque con una tía… Que el tío está muy bien allá y nos va ayudar, que allá se ganan rehartos dólares,-voy a venir rico y con una traila o de perdido una troca bien chingona- decía Rogaciano, el hijo mayor de la familia, y en parte tenía razón, solo a medias, porque para ganarse los centavos había que chingarse y vaya que muy bien, chingarse deadeveras, sobarse el lomo desde antes que apareciera Dios padre el sol,  hasta que anochecía y más, pues no se sabía de descanso y por lo regular se trabajaba en dos o hasta tres empleos, ya sea de jornalero, afanador y hasta de lava platos
Pero eso sí, ¡bien forrado de billetes! Cada que venían para su tierra, ganando puros grinsss, tomando siempre beerongas y sintiéndose americanos los wueyes… Sin tener la menor idea de que ya lo eran desde que vivían aquí, en su pedazo de tierra. ¡Ah qué pendejos! No pasaron de ser otro pocho más al que no lo quieren por allá, pero sí lo explotan.
 Aunque bueno, esa no es la historia importante de este texto.
Don Juvencio y Doña Tachita eran los padres de tan numerosa familia y contaban con una parcela que Don Juvencio, había recibido “de encargo” por parte de su suegro como dote. Al principio solo eran 3 hectáreas y se fueron incrementando conforme la reforma agraria de los años setentas, en sus políticas, el gobierno fue beneficiando a los pequeños ejidatarios hasta llegar a contar con 23,  que únicamente le servían para darle puras mortificaciones, ya que nada más le alcanzaba para sembrar las 3 que había recibido desde el inicio, ya que esas malditas ayudas solo eran de forma y no de fondo, todas las demás hectáreas estaban esparcidas y fragmentadas en partes de 5, 7 y 8 respectivamente en un radio de distancia de por lo menos un cuarto de jornal*, para trasladarse de una a otra, y siempre las hallaba invadidas o enmontadas para cuando regresaba a ellas, y contimás cuando de los 12 hijos que tenía, cinco eran hombres y los más grandes se fueron a buscar una mejor vida.  Decían ellos -¡Me voy pa´ganar harto dinero y joderme menos el lomo, aquí no salemos de tortilla con chile y frijoles delolla! Qué ironía cambiar esa sabrosa y nutritiva comida por las pinches hambergers y las chingadas pixas…-.
Ja, ja, ja… Pero, qué tal al pasar algunos meses o quizá años, regresaban y lo primero que pedían era esa comida y hasta lloraban cuando se la llevaban al hocico, -¡Así madre, aunque me lo queme, así dame ya el plato de bins con chile. -¡Ah que pendejos! -Les contestaba la madre o la hermana. – ¡Cuáles bins cabrón aquí son frijoles! Y ándale ya come, porque se te enfría la tortilla-.
Pasaron los años… A Don Juvencio se le cargó la vida; el cansancio y una rara enfermedad que los doctores no supieron cómo explicarla, mientras que la bruja del pueblo le decía que lo tenían embrujado de pura envidia y que ella lo habría de curar. Lo más curioso es que Don Juvencio nunca estuvo en cama, ¿sería de tanto brebaje que le daba Tiburcia, que lo mantenía tan activo y con mucha energía, o solo esa maldita manía que agarró de tener mucha sed y de orinar a cada rato y que no lo dejaban en paz?... Al cabo de un largo tiempo, al fin, murió.
Doña Tachita se quedó con la responsabilidad de sacar adelante a los hijos que quedaban en casa, pa´colmo, ¡eran puras viejas!, y “en escalerita” de 15 a 9 años de forma descendente: Juana, Petra, Prisca, Bárbara, Milagros Esmeralda y Leticia; de esta última, es de quien pretendo hilar una historia…
Comencemos. -
               Leticia fue siempre una niña a la que le sobraba protección, “tenía brazos de sobra” que la procuraron desde que nació y hasta los 4 años más o menos, pues su hermana Juana la mayor de las mujeres siempre la traía guindada en el regazo o en la espalda, fajada con el reboso de bolitas entre semana y el de Santamaría o de artícela en sábado y domingo. No así, dejaba de echar novio cuando iba con la tina del nixtamal tambaleando en la mollera como malabarista de los húngaros; al molino del pueblo o a comprar la leche con Don Procopio, el viejo gordo que le echaba hartos ojotes libidinosos a Juana y que al paso de algunos años se vino casando con él, bueno, arrejuntando. 
Era una niña de cabello rizado y güero, como se asemejan los rayos del sol al salir por la mañana, ojos de un verde aceituna y cachetes “de veinte centavos”, de los de cobre, algo regordeta y muy nalgoncilla.
Ya de grande y bien formada, por ahí de los 14, sus protuberancias traseras se veían de, “¡hay madre mía…! ¡Qué mujer!” Aunque siempre fue chaparrita. De chica y hasta los 17, se encargó de los quehaceres de la casa al igual que sus hermanas, pero ya terminada la faena se encaminaba hacia el río a corretear a las chivas; aunque a veces parecía que las chivas la seguían a ella como si fuera parte de su rebaño. En días de mucho calor, sin más, se quitaba las naguas y el corpiño y se zambullía en el río… Ella no conocía el pudor y recato. Eso lo hacía desde que era una “niña mocosa”, vaya que muchas veces don Juvencio la reprendía por esa actitud desparpajada y desenfadada con la que lo hacía, pero argumentaba que no tenía nada de malo, ya que ella tenía lo mismo que sus otras hermanas y que pa´ bañarse, no se lo podía quitar.
La relación con su madre era estrechísima, quizá por todo lo que sufrió doña Tachita para que llegara esa creatura. El doctor del pueblo le decía que era un tumor y que debía hacerse estudios, mientras que la comadrona, la bruja Tiburcia, le decía que era un mal por haber tenido tantos chamacos y desde muy chica. Su primer embarazo fue a los doce años y después, ya a los veintiséis, llegaría “el tumor”… ¡Ja, ja, ja…!
¡Ah como se rieron don Juvencio y doña Tachita! Cuando van viendo que el tumor tenía cabeza y patas y aparte era otra mujercita…
Nació así nomás, en una mañana de trabajo dándole de comer a las gallinas: al levantar el costal de los moloncos, sintió que se le vino algo de entre las piernas y su primera reacción fue meter las manos que igual,  se asemejaban  a los horcones que sostienen el tapanco donde se guardan las semillas de la cosecha (que por cierto ese año fue sustanciosa y de provecho ya que hasta para truequear con las otras parcelas de legumbres y hortalizas alcanzó), como garras de ocelote que esperan para atrapar a los pollos o gallinas tiernas después de asecharlas toda la noche; es así como pudo  detener y contener aquel quimil de “no sabía qué cosa”, para que no cayera al suelo y a gritar -¡Petra, Milagros, Pancho, oh güercos canijos…! ¡Tú! ¡Juana!, ¡ven pa´cá! No sé qué me pasó… ¡ya acérquenme la silla mondados! y vayan a hablarle a su apá que está en la parcela recogiendo el maíz… ¡Rogaciano! ¡llévate la burra parda! ¡la mula no porque está muy arisca! –¡Sí amá ya voy!- ¡Ándale muchacho condenado ya desdenantes te había dicho, píquele guerco cabrón!
Juana reaccionó inmediatamente después de escuchar que era a ella a la que necesitaba, luego  de que su madre recitara la ristra de nombres de todos sus hermanos, a ésta ya no le extrañaba que su mamá mencionara a todos hasta llegar al último, que era el que verdaderamente ocupaba ahí con ella. Esto era el pan de cada día, así que  pronto organizó a las demás, se pusieron a hervir agua y buscar sábanas limpias… En ese rato, mandó a Juan y a Pancho por la bruja para que terminara de recibir a la creatura que después de llorar no soltaba del dedo gordo a doña Tachita, las demás se pusieron a recoger todos los fluidos que se derramaron desde el corral hasta la casa; bueno, lo que quedaba, porque los méndigos perros ya habían lamido toda la terracería y se peleaban por lo que ahí se encontraba tirado.
La güerca nació bien despierta y con los ojos abiertos, hasta parecía que había nacido ya con dientes la cabrona porque se prendía de la chiche de su mamá, no se soltaba y hasta la estrujaba para sacar de ahí aquel néctar de los Dioses, ¡Qué chiquilla ladina! Cómo la envidio… De ahí nació una comunión invisible, un lazo interminable entre madre e hija, entre dos seres que jamás ningún terrenal podría separar.
Fueron pasando los años, Leticia creció entre puercos, chivas y gallinas, maíz y frijol, tomate y hortalizas, en todas partes andaba y no había poder humano que la detuviera, solo su madre sabía cómo contener ese ímpetu y energía, esas inmensas ganas de vivir. A los cuatro años ya arriaba las chivas, atrapaba las gallinas para el caldo y montaba la burra parda, a la mula le quitó lo arisca y sólo se dejaba montar por ella. Cuando don Juvencio le chiflaba a la mula desde la milpa para que fuera por la carga de leña, ésta llegaba ya después de un rato y encima de ella a la niña, risa y risa, pues venía platicando con ella y el animal sólo le resoplaba como si entendiera lo que la mocosa le decía. Nunca le reparó ni la tumbó, se dejaba que la atosigara… Ya el viejo le gritaba para que se bajara y desatara los amarres para subir el hato de leña a los costados, ni los muchachos más grandes hacían la faena como esa niña. A veces, los viejos pensaban que la niña era un chaneque que les habían enviado por haber tenido tantos hijos, fue una niña muy juiciosa y muy madura, nadie de la familia se le escapaba y para todos tenía. ¡Claridosa y franca como ella sola!
La escuela nomás la conoció por fuera, ya que ella decía que para qué iba a aprender lo que la vida le ofrecía todos los días y a cada momento. El director de la escuela que también la hacía de profesor de primer, segundo y tercer ciclo (pues la escuela era unitaria) iba muy seguido a la casa para platicar con doña Tachita y tratar de convencerle que enviara a los muchachos a la escuela, y después de un rato, llevaba la ristra de chiquillos. Más tardaban en llegar hasta el pueblo que ya regresaban para cumplir con las tareas del día. El entusiasmo por el estudio sólo duraba unas pocas semanas y ya tenía de vuelta al profesor… ¡Era una historia de nunca acabar! Sin embargo, con Leticia fue diferente. Ella se resistió a ir; por la mañana muy temprano se desaparecía, y ya entrada la tarde se apersonaba, pensaba que su escondite era perfecto pues nadie la encontraba. Eso creía ella, pero doña Tachita ya sabía que iba y se metía entre las pacas de alfalfa… Una vez aburrida de estar ahí, se ponía a dar de comer a los animales y se escuchaba los ruidos de la trajina que traía para darles el alimento. El profesor para irla convenciendo de que la escuela era su futuro, le pidió que participara en un desfile, ya que Leticia a su corta edad tenía una pronunciación envidiable, su memoria era extraordinaria y eso le serviría para que se luciera en la verbena y el profesor se levantara el cuello. Con lo que no contaba el director, era que la niña era muy sagaz y pícara. Le dio un discurso a Juana para que se lo leyera todos los días y se lo aprendiera, al cabo de varias semanas ya todo estaba listo. La niña arreglada de Adelita y con botas de charol subida en la carreta, con sombrero y reboso de bolita, ¡chula se veía la güerca! Sus papás orgullosos y el profesor orondo, ocupaban los lugares del estrado, de paso, vendrían del municipio las autoridades educativas a presenciar tan solemne evento. El desfile  comenzó y todo marchaba bien. Ya al llegar a la plaza, el maestro le hace una seña a Leticia y le dan el micrófono, su discurso era corto pero fuerte para impactar a tan honorables invitados, después de terminarlo tenía que gritar algunas consignas que ya se las habían enseñado, solo que no contaron con que Jacinto se las había cambiado y se encargó que las aprendiera al pie de la letra para que al empezar a gritar todos al unísono contestaran ¡Qué Viva…¡
Y ándale, que se va oyendo en todo el pueblo lo que a continuación gritó: --¡Qué Viva la Prostitución! -¡Qué Viva! -¡Qué Viva Don Venustiano que Arrastra! -!Qué Viva! -¡Qué vivan los héroes que nos dieron Papa! -¡Que Viva!…
Así lo repitió constantemente y sin parar. Al principio todos pensaron que era el sonido viejo y desvencijado, que se oía mal y gangoso, pero ya llegando al estrado se escuchaba más clarito: ¡Qué Viva la Prostitución!
-¡Qué Viva! -¡Qué Viva Don Venustiano que Arrastra! -!Qué Viva! -¡Qué vivan los héroes que nos dieron Papa! -¡Qué Viva!…
Por más que el profesor le manoteaba para que dejara de decir tal blasfemia, ella ni se ocupaba de eso, antes que eso no faltó de entre todos, algunos niños que le contestaran con otra barbaridad: y a lo lejos se escuchó:
- ¡chile, tomate y cebolla también!
Todos pegaron el grito pero esta vez fue de risas y carcajadas. El maestro como pudo, se subió a la carreta y le quitó el micrófono para que ya no se escuchara tal agravio a los personajes que nos dieron patria; sin embargo, Jacinto ya le había dicho que si le quitaban el micrófono, gritara más fuerte y así todos la escucharían. Al primer grito todo el pueblo contestó y lo hizo en los siguientes dos repeticiones, pero cuando ya repararon de lo que la niña decía, ¡se doblaban de la risa! Carcajadas por todas partes. Don Juvencio y Doña Tachita no sabían dónde meterse. Al profesor se le iba un color y se le venía otro y las autoridades desencajadas… Todo era confusión y fiesta, el pueblo entre risas empezó a gritar el nombre de la niña ¡Leticia! ¡Leticia!  ¡Leticia!...  Y ella más se esforzaba por ser escuchada. No dejó de gritar, hasta que Rogaciano su hermano mayor que era quien llevaba la carreta, la agarró por la cintura y se la guindó al hombro para bajarla, aún así no dejaba de gritar, sólo dejo de hacerlo cuando Doña Tachita desde el estrado le gritó -¡Leticia! En ese momento, ella dejó de reparar y se fue despacito a las naguas de su amá, como si no hubiera pasado nada. Todos los demás hermanos detrás del tapanco estaban retorciéndose de la risa; la hazaña se había cumplido.
Valió la pena el castigo que les puso don Juvencio, pues a los pocos días supo toda la verdad de boca de la niña, ya que ella no se guardaba nada, esa cintariza que se llevaron los varones y los castigos para las hermanas se volvieron constantes pero aceptables, cada que recordaban las pericias de la “coyota”, la anécdota se contó por muchos años hasta que se volvió una historia para recordar. Después de eso, el profesor dejó de insistir en que la niña pequeña fuera a la escuela, fue su peor fracaso y ni siquiera llegó a ser alumna de él.
Pasaron los años, la familia creció, vinieron las nueras, los yernos; los hijos de estos: nietos, bisnietos y demás prole que se fue congregando… Sólo Leticia seguía ahí fiel al terruño y al apego de Doña Tachita, cuidando y atendiendo de “pe a pa” el rancho que les había costado tanto mantener. Fiestas y reuniones venían y ella inseparable y estoica ante la adversidad y la buena bonanza, nunca se le oyó respingar, contimás quejarse de la vida que le había tocado vivir.
Su madre era la extensión de vida que le había asignado Dios y por ello debería estar ahí para sus deberes.
Doña Tachita ya entrada en los cien años, nunca se le escucho proferir alguna mala palabra para su coyota, su apéndice, su bastón… Respetaba y obedecía todo lo que Leticia le dijera, sabía que estaba en buenas manos y que el  santísimo no se había equivocado al enviarle ese tumor que nació entre la tierra y el tapanco de los moloncos.
Pero al fin, la vida cobra factura y un día de tantos que se encontraban durmiendo, la niña despertó agitada, con un sudor frío que la invadía y un temblor que brotaba en la punta del cabello y le recorría súbitamente hasta los pies, por más que se esforzaba en levantarse, no podía, sentía que el techo del cuarto la aprisionaba y le quitaba el aire, al fin despertó y con un grito que se escuchó hasta Dios guarde el lugar, se pudo sentar en la cama y comenzó a asimilar lo sucedido… Lo que  más le pareció extraño fue el resplandor que salía del cuarto de su madre, ya que ahí nunca hubo energía eléctrica pues los viejitos no congeniaban con una modernidad de esas y seguían utilizando el quinqué. La luz era fuerte y le cegaba la vista a pesar de que no le daba directamente; Leticia se había cansado de pedirle a los viejos que se alumbraran, que era un privilegio que se podían dar y una comodidad que desde la cama, pudieran encender la luz para no levantarse, pero la doña se negaba, argumentando que cómo iba a cambiar su intimidá de esa forma, y le decía siempre esto: -¡Ya parece muchachita que yo esté en mis necesidades con la nica y el fustán a medio rabo y tu papá que ya no repara, encienda la luz y se me vean mis miserias!- -¡Tanto que las he cuidado para que de güenas a primeras pierda mi dignidad, ¡sáquese de aquí con eso!
 

 

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