AÑO II - NÚMERO 10  - OCTUBRE DE 2016  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

MARIO BERMÚDEZ -Colombia-

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras

siempre inconclusas.

Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle algunos mis libros:

 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES

 

En esta oportunidad deseo compartir el relato El Anatema Rojo, desempolvando el viejo baúl de los recuedios «escriuiales», de aquellos tiempos pretéricos de cuando quería ser escritor; pues ahora soy «un no escritor»

 

PÁGINA 14

EL ANATEMA ROJO
 
Lo vio con los ojos resplandecientes de miedo, acorralado como una bestia herida, ocultándose tembloroso detrás del escaparate. El padre Ferney Durán también se asustó al encontrárselo sorpresivamente. El desconocido se incorporó como impulsado por una catapulta, llevándose, con más miedo que otra cosa, el dedo a la boca para que el sacerdote no fuera a proferir grito alguno. Los dos hombres quedaron, petrificados, frente a frente, mirándose anonadados y sin lograr entender en toda su plenitud lo que estaba sucediendo en aquel momento terriblemente apócrifo. El padre Ferney Durán hizo un esfuerzo sobrehumano para tratar de identificar al desconocido que se ocultaba con insólita premura entre la oscuridad.
¾Padre, por Dios, por vía suya, quiero que me ayude ¾suplicó con voz trémula el hombre.
¾Pero, ¿quién es usted?
¾No importa quién pueda ser yo, pero le suplico, su reverencia, que me ayude, es su deber como buen cristiano y más como sacerdote  ¾le conminó con impaciencia y angustia el hombre al religioso.
El padre Ferney Durán, adusto y entrado en los prístinos años de una senectud piadosa, se llevó las manos, entrecruzándolas, entre las amplias mangas de la sotana.
¾Es mejor que se calme, usted está muy nervioso ¾indicó el cura.
Una vez que el desconocido  recobró la calma, el presbítero invitó al hombre a que se sentara y aplomara su comportamiento, y hasta, para lograr sus propósitos, le ofreció una copita de vino de consagrar.
¾Padre, tengo mucho miedo de que al saber su reverencia quién soy yo, en realidad usted no me ayude; es más, podría llamar a los del pueblo e informarles de mi presencia aquí, entonces, todo sería terrible, ¡Santo Dios!
¾¿Tan grave es la cosa? ¾inquirió el sacerdote.
El hombre se incorporó violentamente del asiento en donde tiritaba de pavor, y tomó con fuerza inusitada la sotana del sacerdote, hasta el punto de hacerlo trastabillar.
¾Padre, prométame por lo que más quiera, por el Señor Jesús, por la Santísima Virgen María, que me ayudará; le juro que no le causaré problemas, reverencia ¾ suplicó el hombre con voz entrecortada por el horror y la angustia.
Por simple instinto, el padre Ferney Durán separó al angustiado hombre, que como el más feble de los infantes le imploraba su protección. A pesar de lo tenso de la situación, en aquel momento el sacerdote trataba de esclarecer la verdadera identidad de aquel hombre asustadizo, que más bien parecía un pajarillo humedecido y desplumado en medio de una pavorosa tormenta.
¾De una vez por todas, ¿quién es usted, en nombre de Dios?
En un gesto impropio de su leyenda, el furtivo cayó postrado delante del padre Ferney Durán, agarrándole las faldas de la sotana con angustia pertinaz.
¾¡Padre, soy Epaminoidas Sampío, pero no se lo vaya a decir a nadie!
El religioso sintió que la tierra se abría devoradora a sus pies, abrió desmesuradamente los ojos y repitió el funesto nombre:
¾¡Epaminoidas Sampío!
El sacerdote sintió que un frió de canguelo recorrió a turbonadas todo su cuerpo. Aquél era nadie más y nadie menos que el mismo hombre que había sembrado la tierra con su terror y la había abonado inmisericordemente con sangre. El mismo hombre que deambulaba por los senderos sin destino como un Atila de los últimos tiempos, acompañado de sicarios enruanados que escondía los machetes y las escopetas para destazar y llenar de plomo a los adversarios políticos. Nadie jamás descubrió la verdadera razón que impulsó a Epaminoidas Sampío a convertirse en el sanguinario más descorazonado de aquellos tiempos, y los más entendidos no lograban descubrir hasta dónde iba el interés político del bandolero y hasta dónde el simple acto demencial de vulgar delincuente. Ciertamente que el hombre se identificó como azul, desentrañando la guerra más sucia y violenta contra los rojos que habían perdido el poder central en la guerra de la Regeneración, pero que todavía ostentaban el poder en varias regiones, así fuera taimadamente. El bandolero recorría los campos en un brioso caballo montuno que chispeaba candela contra las piedras inermes de los caminos, en donde las súplicas de las viudas y de los huérfanos jamás lograron desencadenar en su corazón el más leve signo de compasión. El mismo padre Ferney Durán lo comparó con el jinete apocalíptico de la muerte, el hijo de Satanás, el enviado del Maligno y otra serie de adjetivos tenebrosos que hacían a los feligreses santiguarse para espantar la pesadilla. Así que los rojos desencadenaron una guerra feroz en la región para exterminar al bandolero y a su cuadrilla hasta que, finalmente, el maleante cayó en manos de la justicia constreñida que no tenía vigilancia del gobierno central, pues realmente los pueblos apartados no tenían Dios ni ley, y solamente imperaba el poder de los más fuertes sin importar verdaderamente el color del partido al que pertenecieran. Epaminoidas Sampío fue llevado a una prisión con el ánimo de ser juzgado y condenado por un tribunal rojo, mientras la nación se preparaba nuevamente para sumergirse en la calígine de una nueva guerra. En el momento en que los rojos se saboreaban con la intención de pasar por las armas al bandolero, éste se esfumó milagrosamente de la prisión, apareciendo, días después, en plena cordillera Andina sembrando de nuevo el terror y anunciando que los rojos tenían que ser exterminados porque nuevamente iban a armar la guerra. Desde las remotas tierras, los rojos enviaron escuadrones secretos de paisanos para tenderle una celada al bandolero, y en pleno páramo lo atraparon, llevándolo amarrado y estruendosamente escoltado hasta la población de Santa Inés. Cumpliendo con las premisas de las ideas liberales y democráticas, a Epaminoidas Sampío se le respetó la vida y se le trató con algo de consideración, pues el sueño de los rojos era llevarlo hasta el pueblo como trofeo de guerra y ajusticiarlo, después de un juicio sumario, delante de la multitud de huérfanos y de viudas. Y así fue, Epaminoidas Sampío fue condenado a la muerte más atroz por la multitud enardecida que, movida por la presión de grupo, lo condenó a la horca, luego de ser despellejado por matarifes de profesión, enjuagado en agua salada, para que escarmiente, hijo de mala madre, y te llevés un buen recuerdo de todas las atrocidades que hiciste con los pobres de este mundo.
Pero nadie pudo explicarse cómo Epaminoidas Sampío se fugó de donde lo tenían en capilla tan bien custodiado, hasta con perros de presa, y el muy hijo de perra se voló ante las propias narices de la multitud de custodios. ¡No hay duda de que tiene pacto con el Diablo, Ave María Purísima! En Santa Inés todo el pueblo despertó aterrorizado ante la despiadada noticia de la huída inexplicable del bandolero, y el vesperal del carnaval del ajusticiamiento con todo rigor, se convirtió en una tremebunda realidad de miedo.
Cuando el párroco de San Ignacio, el pueblo vecino de Santa Inés, se dio cuenta de que estaba ante el más temido de los bandoleros, creyó morirse de terror, pero sacando valor de donde no tenía, trató de permanecer impasible, recobrando la refundida serenidad que había perdido por el agite de la razón.
¾¿Así que usted es el tal Epaminoidas Sampío?
¾Sí, sí, padre ¾respondió trémulo el hombre pero con toda seguridad.
El padre Ferney Durán jamás imaginó que esta terrible visión infernal se le fuera a convertir en dantesca realidad algún día, y mucho menos en unas circunstancias tan adversas. Enfrente de él, ahí mismo, estaba el hombre convertido en leyenda, y al cual hasta el mismo gobierno le había puesto precio a su cabeza, argumentando que no representaba al partido azul de ninguna manera. Delante del religioso estaba el hombre que había utilizado en sus sermones como ejemplo del mal, el mismo hermano de Lucifer, que no solo mataba a los rojos sino que a cualquier azul ajusticiaba, aún con mayor saña, acusándolo de traidor por el hecho más insignificante. Ahora, el sacerdote veía al fugitivo desprotegido, desposeído de la crueldad de su patética y terrible historia, ahora lo sentía como un ser indefenso, falto de cariño, de protección y de caridad. Lo miró detenidamente, como tratando de descubrirle los cachos de la maldad, la cola de la ignominia y las garras de la muerte. ¡No! Aquel era un hombre común y corriente, capaz de asustarse, capaz de angustiarse, de suplicar y hasta de llorar como el más tierno de los niños. El sacerdote descubría compungido que Epaminoidas Sampío, a pesar de su historia de maldad, era un ser humano de verdad con sus fortalezas y sus debilidades, y que por más malo que hubiera podido ser, tenía el tiempo para sufrir el castigo de su propia conciencia. Ahí estaba Epaminoidas Sampío, el cruel, temiéndole a la muerte, asustándose ante sus enemigos al imaginarse desollado por los matarifes y rociado con estropajos empapados de aguasal, para luego ser ahorcado como cualquier perro sarnoso ante la mirada complaciente de los pueblerinos, entre quienes, sin duda, deberían haber viudas, huérfanos y dolientes engendrados por su propia gloria.
Por un momento el padre Ferney Durán vaciló, se agarró la cabeza entre las manos sin dejar de musitar el fatídico nombre, como invocando la protección divina y el exorcismo ante el terrible dilema que se le presentaba. Entretanto, el fugitivo continuaba implorando a lágrima viva la protección sacerdotal, agarrando desesperadamente de entre los recuerdos de su memoria las enseñanzas religiosas que pregonaban la caridad y el perdón hasta con los más encarnizados enemigos y detractores de la humanidad en pleno.
¾Este pueblo es rojo, al igual que Santa Inés ¾dijo sin aparente razón el presbítero.
¾Lo sé, lo sé, padre, yo sólo quiero esconderme en su iglesia mientras pasa la búsqueda, después saldré de aquí y me largaré muy lejos, en donde nadie sepa nunca más de mí. ¡Compréndame, padre, no quiero morir a manos de ellos, tengo mucho miedo!
El sacerdote sintió un afluente de pasión humana e inquisidora y tuvo deseos inmensos de recriminarlo por sus actos sanguinarios, sintió la necesidad de hacerle caer en la cuenta que él jamás había tenido compasión con sus víctimas, y tuvo inmensos días de echarle en cara la poca comprensión que, hasta el momento, había recibido de parte suya. Pero algo superior le impidió las recriminaciones humanas, para recordar que por encima de su calidad de hombre era, ni más ni menos, un representante del Dios bueno que había prometido perdonar a todos los pecadores sin importar la gravedad de sus crímenes. Entonces, el padre se sintió sin ningún derecho para reprender y juzgar al hombre desprotegido, que por encima de todo requería de su protección, porque las hordas humanas de la venganza y la justicia, de atraparlo, lo harían trizas sin la más mínima conmiseración, tal como Epaminoidas Sampío hiciera con sus adversarios o con los simples campesinos que iban hacia los pueblos cargados con las cosechas de su propia esperanza y supervivencia.
El sacerdote apuró un trago largo de vino y ofreció de su misma copa al prófugo, quien lo miró esperanzado y también libó el líquido hasta lo más profundo de su desesperación.
¾Entonces, ¿quiere decir que me ayudará, padre?
¾Hijo, independientemente de lo que yo piense como hombre, tengo esa sagrada obligación. Es como si lo hubiera recibido en confesión, a pesar de todo, por orden de Nuestro Señor Jesucristo, quien practicó y predicó el perdón y la caridad, debo acceder humildemente a este sagrado mandamiento.
Epaminoidas Sampío agarró las manos del sacerdote y las cubrió de besos en señal de agradecimiento.
¾Padre, le prometo, por lo más sagrado, que si todo sale bien, me iré muy lejos y seré un hombre nuevo, un hombre digno ante los ojos de Dios… Haré mucha penitencia para ser perdonado por todos mis males.
¾Esa es la mejor recompensa que usted podría darme ¾señaló el padre Ferney Durán¾. Realmente me atemorizaba, como hombre que soy, que volviera usted por las mismas andanzas de antes, y eso en mi vanidad mundana me haría sentir culpable por lo que usted, hijo, pudiera continuar haciendo.
¾Pierda cuidado, padre, ya lo he pensado mucho, y como sé que este arrepentimiento sincero no podrá salvarme de las garras de mis enemigos, le he solicitado que me ayude a huir, que me proteja por ahora, mientras la situación vuelve a calmarse.
Infortunadamente, alguien muy oculto, una mirada furtiva tras el visillo disimulado de un ventanal, ayudados por los pálidos reflejos de la argentina luna, o tal vez las huellas encontradas por un pistero indígena desde Santa Inés hasta San Ignacio delataron la presencia del bandolero en el pueblo. Los rumores fueron corriendo, primero por entre los patios y balcones, y, luego, por las calles del mismo pueblo, cetrinas, empedradas algunas pocas y polvorientas en su mayoría. Una ola comenzaba a sacudirse inquietante. Los candeleros volvían a encenderse antes que el mismo día, los hombres escondían debajo de las ruanas los machetes, los garrotes y las escopetas de fisto, y a saltitos de hurtadilla se comunicaban entre sí, silenciosos y con cautela.
¾Epaminoidas Sampío está aquí, en la iglesia, allá fue a esconderse.
¾¡Santo Dios! ¾exclamaban los que presumían de herejes y de ateos.
¾Pero el padre Durán seguramente que no lo ayudará.
¾¡Jum! ¿Quién sabe? Recuerden que los curas son godos, al final de cuentas.
¾No olviden que él mismo lo atacaba sin compasión en los sermones.
¾Bueno, eso sí.
¾A lo mejor se metió sin que el padre lo supiera.
¾Santo cielo, el padre Durán está en peligro con ese criminal ahí adentro.
¾Tal vez lo ha tomado como rehén para protegerse.
¾ ¡Virgen Santísima!
¾Tenemos que hacer algo.
¾Armémonos muy bien y vayamos a rescatar al padre y a aprehender al asesino.
            ¾¡Sea pues!
            ¾Movámonos rápido que puede hacerse tarde.
Convencidos, en un principio, de que Epaminoidas Sampío tenía como rehén al padre Ferney Durán, la gente de San Ignacio se fue uniendo entre sí, fraguando la estrategia para salvar al sacerdote y apresar al maleante. El somatén se organizó en piquetes que rodearían al templo y a la casa cural, a la vez que en ágiles caballos varios emisarios irían hasta Santa Inés a dar aviso sobre la presencia oculta del terrorífico bandolero. Todo se llevaba en buen orden, esperanzados en que aquella estrategia de guerra diera los resultados esperados, pues era imposible que el hombre se volviera a escapar por tercera vez.
El padre Ferney Durán fue el primero en sentir los apresurados cuchicheos a ver los destellos de las antorchas, entonces, imaginó la verdad: el pueblo ya se había enterado de la presencia de Epaminoidas Sampío en el interior de su parroquia. Para evitar cualquier contratiempo, distrajo lo más que pudo a su protegido, llevándolo a un cuartito aislado para que descansara, y, si por las dudas, para que no fuera a escuchar a la turba, que a medida que el tiempo transcurría se enfurecía sin prudencia alguna, creyendo que el matón tenía prisionero a su párroco.
Utilizando toda la paciencia y mesura posible, el cura en persona fue a recibir a los exaltados moradores de San Ignacio. Comenzó a pedir calma, a explicar que no estaba como rehén como ellos creían y a corroborar, en efecto, que Epaminoidas Sampío estaba con él. Entonces alguien gritó.
¾¡Entréguenoslo, padre!
El padre sintió un espasmo venenoso recorrer su cuerpo.
¾¡Eso jamás! ¾gritó el padre.
Un gesto de estupor imperdonable se apoderó de los feligreses. Se miraron entre sí, sin comprender la dimensión real de las palabras del religioso. Entonces, una voz más serena intervino.
¾Padre, usted no puede retener a ese hombre y, mucho menos, protegerlo porque él es un criminal y nosotros, con toda razón, que hemos sido sus víctimas, lo reclamamos para que sea juzgado en Santa Inés, de donde escapó. ¡Merece que pague por todos sus crímenes atroces!
¾Sea como sea, nosotros como sus hermanos no tenemos ningún derecho para quitarle la vida a ese hombre; es más, ni siquiera ustedes pertenecen al gobierno para que tengan el derecho a juzgarlo y condenarlo. Yo, como sacerdote de la Santa Madre Iglesia, lo he perdonado de todos sus pecados y estoy en la obligación de proteger su vida.
¾Pero usted, reverencia, no puede convertirse en cómplice ni en protector de un criminal tan perverso. Nosotros estamos en la obligación de entregárselo al gobierno, como es nuestro deber, ya que sobre su cabeza hay una fuerte recompensa ¾mintió alguien, porque lo que verdaderamente deseaban era llevarse al furtivo al pueblo vecino para que fuera sentenciado por la justicia popular roja, tal como ya había sido condenado antes de huir.
¾No les creo, porque en estas tierras no hay leyes ni República, sino arbitrariedad. Cada quien manda a su antojo en donde está.
Estas frases por parte del sacerdote cayeron sobre la multitud como una lluvia de fuego. El padre se dio media vuelta, agarró el portón entre sus manos, se volvió a la cáfila y les dijo:
¾De todas formas, hijos míos, si él está arrepentido, nosotros como buenos cristianos debemos perdonarle la vida, porque no se nos ha dado poder para disponer de ella. Hablaré con él, y solamente lo entregaré si se le promete que se perdonará la vida, y que jamás se le vaya a torturar, tal como  inhumanamente se le condenó. No permitiré que se le vaya a someter a la barbarie tal como piensan imponerla en Santa Inés.
El padre cerró el portón detrás de sí, sin tener la precaución de cruzar la tranca, dejando a la gente con sus maldiciones y conjeturas entre los dientes. Al comienzo, la multitud permaneció en silencio, sin atreverse a reaccionar ante la intempestiva decisión del religioso, hasta que alguien fue atizando el fuego de las conciencias.
¾¿Y a nosotros qué nos importa lo que piense ese cura?
¾¿Qué se está creyendo el padre ése?
¾Debemos apresarlo ya y ajusticiarlo de una vez porque el criminal tiene pacto con el Demonio y podría volver a escaparse.
¾¡Claro!
¾¡Sí!
¾¡Justicia!
¾En el otro pueblo ya está condenado.
¾Que vengan de Santa Inés, pero es mejor que lo ajusticiemos aquí en San Ignacio.
Las frases condenatorias fueron discurriendo como lava centelleante, enardeciendo los corazones y las voluntades, y los menos razonables, los más enceguecidos por la sed de venganza fueron incitando a la turba, hasta que amenazantes comenzaron a gritar improperios para que el padre Ferney Durán entregara a Epaminoidas Sampío. Alguien lanzó la primera piedra contra una de las ventanas de la casa cural, y los cristales rebotaron contra el piso y con sus destellos encendieron, definitivamente, los ánimos de la turba. Enseguida fue otra piedra, y luego una mano que empujó el inmenso portón para ser seguida por varias manos más, que como miembros de ahogados se estiraban para alcanzar angustiadas la salvación. Entraron en tropel a la casa cural, rompiendo con los machetes, los garrotes, las picas, los azadones y las palas todo lo que encontraban a su demoledor paso. El padre se asomó, un tanto asustado, a las barandas del patio interno y trató de apaciguarlos, pero le lanzaron antorchas encendidas, piedras y palos, mientras algunos se trepaban por las columnas de madera y otros ascendían por las escaleras. Con violencia enceguecida agarraron al padre, lo golpearon sin misericordia, le desgarraron la sotana, gritándole que no merecía ser sacerdote por encubrir al asesino, corrieron como perros de presa, hasta que en el cuartito encontraron a Epaminoidas Sampío orinándose en los pantalones, presa de terror por el abracadabrante suceso convertido en cruel asonada. Arrastraron al hombre por los corredores, lo pisotearon, lo punzaron, mientras alguien trataba de calmar a la turba, invitándolos a que era mejor juzgarlo que lincharlo incontinenti, y aplicarle el denigrante castigo a que estaba condenado en el pueblo vecino. Las opiniones se dividieron, y los más sensatos, pero a la vez los más perversos, lograron dominar a los demás convenciéndolos de que la tortura, antes que la rápida muerte por linchamiento, sería el más ejemplarizante castigo para el desdichado en aquel momento. Luego de las disquisiciones de una y de otra índole, aquí y allá, lograron ponerse de acuerdo, mientras los de afuera ya habían logrado meter las antorchas en las habitaciones, sobre los techos y entre los zarzos de guadua, y la casa cural comenzaba a convertirse en el infierno de Epaminoidas Sampío y del padre Ferney Durán. Asustados por el fuego devorador y salaz, salieron a toda prisa, sin descuidar a los dos cautivos, ya que se habían puesto de acuerdo que someterían a juicio popular al sacerdote por traición, y a quien habían convertido en Nazareno a punta de toda clase de golpes y denuestos.
Una vez afuera de la casa cural, la multitud enardecida observó complacida cómo las columnas del templo y de la casa cural se desprendían cobijadas por las flamas rojas, haciendo un ruido aturdidor y emitiendo unos chasquidos como de dolor y angustia. Por más que el sacerdote trató de hablar y hacer que sus detractores volvieran a la sensatez, no encontró siquiera el más leve eco y antes, por el contrario, lo vejaban con mayor agresividad. Las últimas llamas terminaron por consumir las sagradas instalaciones, mientras la luz de un nuevo día titilaba en el horizonte.
Amarraron al padre y al bandolero a la pila del parque central, sin abandonar en ningún momento la custodia de los prisioneros y poseídos con el recóndito temor de que algo cataclísmico pudiera suceder, bien por vía divina a través del sacerdote o por vía maligna a través del maleante. Hacia la mitad de la mañana, el tropel se sintió a la entrada de San Ignacio; eran los poderosos de Santa Inés quienes ya acudían al llamado justiciero. Desmontaron, armados hasta los dientes como si fueran a enfrentar a un batallón, y sin vacilaciones acudieron hasta donde estaban los prisioneros. Se reunieron raudamente y nombraron entre ellos un nuevo tribunal popular de guerra, ahora integrado también por los más azuzones de San Ignacio. Nombraron a los verdugos comandados por el matarife de Santa Inés, quien continuaba empecinado con despellejar en vida al cruel y ahora desdichado Epaminoidas Sampío.
Todo fue sencillo. Condenaron al despellejamiento, al agua con sal, a la picadura de las hormigas y a la horca al temido bandolero. El padre Ferney Durán fue condenado, únicamente, a ser pasado por el pelotón de fusilamiento, no sin antes emitir un absurdo bando en donde, sin razón ni poder, lo despojaron de su investidura sacerdotal, para matar al hombre y no al representante de Dios en la tierra, y en un alarde de sus principios liberalescos y democráticos, le permitieron escribir la última voluntad en el reino de este cruel y miserable mundo. Pero no lo dejaron hablar ante la multitud reunida delante de él para tratar de explicar, por última vez, los sentimientos del buen cristiano, la necesidad de la caridad y, sobre todo, el perdón entre hermanos. Ofreció su vida tranquilamente, pues se había sosegado ante el milagro de la resignación, y en un acto que sorprendió a la gente pero que no logró conmoverlos, suplicó por la vida de Epaminoidas Sampío, implorando que, al menos, no le fueran a aplicar tan terrible tortura, antes de ejecutarlo. De nada valieron sus ruegos y súplicas, porque, según ellos, ante lo hecho por el padre, ya no tenía dignidad sacerdotal, pudiendo proceder contra él como contra cualquiera otro mortal común y corriente.
¾El único que me puede quitar la dignidad sacerdotal es el Señor quien me la dio a través del sacramento de la ordenación ¾dijo el sacerdote con voz tranquila.
De todas formas, el presbítero condenó la serie de atropellos que se estaban cometiendo y les anunció un gran castigo por haber destruido el templo y la casa cural.
¾Si Dios es justo, nos permite hacer justicia.
¾Pero la justicia del Señor es bondadosa, al contrario de lo que es la justicia humana, la cual se ensaña como el peor demonio contra sus semejantes, sin importar el perdón y el arrepentimiento. Ustedes están haciendo lo mismo por lo cual condenan a Epaminoidas Sampío; sólo que aquél se ha arrepentido, mientras ustedes se envenenan con la sangre de la venganza creyendo, muy equivocadamente, que están aplicando justicia y que el pecado se lava con otros pecados más graves ¾inesperadamente, un bofetón acalló cruelmente al sacerdote.
¾Usted no tiene derecho a predicar, pues ya no es cura, usted ahora es un reo de muerte, condenado por traición a la patria y por ser encubridor y cómplice del más temido asesino de todos los tiempos.
El padre Ferney Durán volteó a mirar con valiente resignación al hombre, de cara hosca, que vociferaba en contra suya.
¾Cristo también fue ajusticiado por la ley humana, y murió en medio de dos ladrones, perdonando a uno de ellos; no lo olvide, hijo mío ¾musitó, a la vez que la sangre brotaba cárdena desde su boca.
Epaminoidas Sampío fue conducido hacia una de las esquinas de la plaza, entre el humo que aún desprendían las ruinas sagradas, y el matarife de Santa Inés comenzó a ejecutar la horrenda tortura. El padre Ferney Durán fue fusilado hacia el medio día contra un paredón del cabildo municipal. Antes le habían llevado una hoja en blanco para que escribiera la última voluntad. El sacerdote introdujo el escrito en un sobre, solicitando expresamente que éste solamente debería ser abierto cien años después, es decir, el 23 de enero de 1987. Ante la mirada anonadada de los presentes, el padre Ferney Durán se abrió un dedo con la plumilla y con su propia sangre escribió la sentencia que, precisamente, hoy se ha abierto ante las autoridades municipales, civiles, militares y eclesiásticas, asunto que dejó mudos de terror a los presentes que asistieron, exactamente un siglo después del asesinato del padre Ferney Durán, a la apertura del sobre en el templo de la Virgen del Rosario, una de las pocas edificaciones que se salvó milagrosamente durante el mar de cieno que sepultó hace dos años, el 23 de enero, a la población de San Ignacio.
A raíz de la inmensa tragedia que sepultó a San Ignacio, asunto que conmovió a la nación y al mundo, fueron muchos los murmullos que corrieron por doquier, señalando que un siglo atrás, el párroco ajusticiado impunemente había maldecido al pueblo, condenándolo a esta horrible tragedia, ocurrida exactamente hace dos años hoy 23 de enero de 1987. Se contó que como última voluntad, el sacerdote había solicitado que se llevara y se guardara la carta que había escrito antes de ser fusilado, a una urna de cristal en un santuario humilde de estilo colonial en donde se veneraba a la Virgen del Rosario, en las afueras del pueblo, en un collado a donde la avalancha exterminadora no había llegado, y que por tanto, había permanecido intacto ante el poder de la destrucción. El santuario, muchos años después, había sido reconstruido convirtiéndose en un templo imponente que contemplaba al pueblo y al valle desde la altura, intentando abrazar el verdor de la naturaleza con las torres egregias levantadas como dos inmensos brazos. Siempre se cuidó con esmero la urna en donde quedó guardada la última voluntad del padre Ferney Durán, y las llaves del cofre, en donde fue metida la urna de cristal, fueron llevadas a la Diócesis para que nadie intentara profanar el secreto hasta que se cumpliera el tiempo estipulado por el religioso ajusticiado por la locura de la vil justicia humana. Luego de haberse conocido el escrito del padre Ferney Durán, éste comenzó a llamarse el Anatema Rojo, porque, según cuenta la tradición, fue escrito con la sangre viva del sacerdote.
La sorpresa se ha apoderado de todo el mundo, porque el Anatema Rojo es una maldición en clave que condenó al pueblo de San Ignacio a esta tragedia imprevisible, hace dos años exactamente hoy. Muchos investigadores gnósticos han coincidido en señalar que la fecha del 23 de enero no es de ninguna manera coincidencial, sino que, por el contrario, es muy significativa y cabalística. Así, pues, que han comenzado a correr las conjeturas desde el mismo momento en que se abrió el sobre y se conoció su contenido. Es más, sin haberse conocido aún el contenido del Anatema Rojo, la mayoría de los pocos sobrevivientes de la avalancha que sepultó al pueblo, creyeron que se estaba cumpliendo la maldición del padre Ferney Durán, la que circulaba entre los moradores desde el mismo instante en que el sacerdote fue fusilado. Otros sobrevivientes aseguraron que al amanecer del día de la tragedia de San Ignacio habían visto el fantasma del padre Ferney Durán, al igual como sucedía cada 23 de enero, merodeando por los lados de la casa cural, el templo parroquial y la plaza central. Voces más admiradas, también aseguraron que el fantasma del sacerdote martirizado subía desde la plaza central, en donde fue fusilado hace cien años, hasta el Santuario de la Virgen del Rosario con el fin de percatarse de que el Anatema Rojo estuviera en su sitio y que no hubiera sido violado. También se asegura, y esto consta en los expedientes judiciales y en los documentos de la alcaldía, que por lo regular el 23 de enero de cada año aumentaban escabrosamente las muertes violentas en el pueblo, y que en varias oportunidades hubo tragedias como un desplome de la escuela municipal que mató a veinte niños, un desbordamiento del río que arrasó con las cosechas y el ganado, matando a más de una docena de labriegos, y que otro 23 de enero, los pueblerinos duraron más de cinco horas apagando un incendio que consumía el Camellón del Comercio. Don Rosendo Morales, quien perdió una de sus piernas durante la avalancha, señaló haber visto una sombra extraña el día de la tragedia, creyendo que era el padre Martínez, entonces párroco de San Ignacio, pero después recordó que provincialmente el sacerdote no estaba aquel día en el pueblo porque había sido citado a la diócesis, salvando su vida de tal forma. También contó don Rosendo Morales que subió al templo de la Virgen del Rosario, el día de la tragedia, y que sintió un ambiente realmente extraño y que hasta percibió que la imagen de la virgen se había movido y que el cofre que contenía el Anatema Roja había lanzado arcanos destellos variopintos. Dijo don Rosendo Morales que prefirió callar el hecho por temor a que lo consideraran loco, pero aseguró que le primer impulso que tuvo fue el de rezar, bajando hasta el centro del pueblo compelido por un temor indescifrable. De todas maneras, cuenta don Rosendo Morales, que desde tiempos remotos, desde el mismo día del fusilamiento cicatero del padre Ferney Durán, muchos temían la destrucción del pueblo un 23 de enero, hasta el punto que durante los primeros aniversarios del ajusticiamiento del padre, la mayoría de pueblerinos, a pesar de pertenecer al partido rojo, por cualquier pretexto se escabullían de sus casas, emprendiendo largos viajes para no estar presentes en la fecha condenatoria, que según los rumores, iba a terminar con San Ignacio como castigo divino al sacrilegio cometido en contra del santo cura. Se cuenta que fue mucho después, con la llegada de la luz eléctrica, la radio y las primeras flotas intermunicipales, que esta creencia se fue disipando, muchos la olvidaron, otros no supieron nada al respecto, pero la tradición oculta jamás olvidó la denigración ni la leyenda sobre el Anatema Rojo. Hasta un alcalde muy folclórico había decidido hacer las ferias y fiestas en la semana en que el 23 de enero cayera, dizque, con el fin de demostrar que la leyenda no era más que una superchería, sin fundamento alguno, y que terminadas las festividades gritaba que “ven, nada pasó.” “Pero hubo muertos, señor alcalde.” “Muertos hay todos los días, es lo normal.” Bueno, algunos aseguraron, después del fusilamiento del padre, que entre sus cerebros había retumbado la voz del sacerdote anunciándoles la fatídica imprecación. El padre, en el momento decisivo, había permanecido sosegado y meditabundo en actitud de oración, pronunciando, un segundo antes de que la carga fuese vomitada por los fusiles, apenas un: “Señor Dios, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
En el juego imbatible de las disertaciones sobre el Anatema Rojo, se ha asegurado que, de ninguna manera, la tragedia de San Ignacio es coincidencial, sino que realmente se ha cumplido la imprecación lanzada por el padre Ferney Durán, que, según ellos, condujo a que dos años atrás, hoy exactamente en que se ha abierto el Anatema Rojo, destruyera el pueblo, salvándose el templo de Nuestra Señora del Rosario, en donde el escrito permaneció inmune a todas las adversidades del tiempo. Igualmente, una multitud de peregrinos asistió a conocer el Anatema Rojo y a rezar en el altar que le correspondió al sacerdote sacrificado puesto que ya fue beatificado por el Vaticano, y está en vías de ser santificado. Ciertamente que el número 23 juega un papel cabalístico en esta serie de circunstancias y que, aún para los menos creyentes, resulta interesante conocer las maravillosas coincidencias que fácilmente conducen al acierto, y que algo sobrenatural verdaderamente ha existido sobre la destrucción del poblado. El escrito del padre Ferney Durán está intacto sobre una hoja amarillenta que muestra una extraordinaria caligrafía que, según parece, fue escrita con sangre, preservándose por las recónditas y arcanas leyes de lo desconocido. Tal como se prometió, en la ceremonia se leyó la sentencia que se escribió hace un siglo, y que no dejó de sorprender a todos los presentes que de inmediato abrieron los ojos desorbitadamente y se recogieron en oración. El escrito fue trascrito en los principales periódicos y aunque, plasmado en un lenguaje sencillo, resulta verdaderamente sorprendente:

Nunca fuiste San Ignacio

pues fuiste antes Cabuchinga
que significa “gran piedra”
que unió los tres caminos
Cabuchinga, fuiste creado entre el agua
Cabuchinga, me condenaste al fuego
Cabuchinga, fenecerá en día de san Idelfonso
en el año en que los números sumen 23
sacudido por el polvo en donde la cuaresma comienza
mecido por la asfixia del agua con que he bautizado
en nombre del señor, y bajo ese nombre, Cabuchinga
yo te maldigo a cumplir tu sentencia
en el anatema rojo que con mi sangre escribo
para que los hombres despierten, por fin
y anden el camino que los llevará a la luz divina.
He aquí la explicación que los gnósticos y algunas otras sectas de cabalísticos le han dado al escrito a la carta descubierta ayer 23 de enero de 1987, y cuyo valor arcano ha sido negado rotundamente por el señor Arzobispo Primado, argumentando que solamente se trata de una sencilla reflexión hecha por el presbítero, y que nada tiene que ver con maldiciones que hayan propiciado la trágica desaparición de San Ignacio hace dos años.
Los gnósticos y cabalísticos argumentaron, en un abrir y cerrar de ojos, que el padre Ferney Durán despojó del nombre sagrado de San Ignacio al pueblo, para que la imprecación hiciera efecto sobre un lugar con nombre pagano. También se argumentó que el nombre había sido cambiado por el primigenio de Cabuchinga, tal como él había sido despojado ficticiamente de su dignidad sacerdotal. Recuerdan los investigadores de lo arcano, que en el lenguaje primitivo de los indígenas que habitaron allí, efectivamente, Cabuchinga, más o menos, significa gran piedra, y que, probablemente se refiere al collado rocoso en donde se levanta el templo de la Virgen del Rosario, y que en la época precolombina se dividió en tres caminos que surcaron el valle, inclusive hasta la que fuera, más tarde, la vecina población de Santa Inés. San Ignacio, aún hasta los días antes de la destrucción, fue el centro del valle y considerado como capital de la provincia, debido a su posición central y punto obligado para ir a los otros pueblos de la región; fue por eso que en los tiempos de la prosperidad floreció por el comercio y el tránsito obligado hacia los diferentes puntos de la comarca. Hacia el costado norte del collado en donde está el Santuario de la Virgen del Rosario, los conquistadores hicieron enormes huecos en búsqueda de los tesoros que, según creyeron, los aborígenes habían escondido allí, pero al no encontrar nada, después de largas jornadas de tráfago y de asesinatos de indígenas, abandonaron la idea sin encontrar, siquiera, una piedrecilla cristalizada. En el momento de abandonar la búsqueda, y con el fin de continuar tierras adentro, los españoles fundaron alrededor de la gran piedra de Cabuchinga el poblado, colocándole, como a todas sus fundaciones, el nombre de un santo, en este caso el de San Ignacio, y el villorrio comenzó a crecer entre las cuadras trazadas con estacas por sus fundadores, convirtiéndose en un punto de unión comercial al paso de la peonada, las mulas y las caravanas de los señores opulentos que iban más allá del destino en búsqueda de más riquezas. Se cuenta que el día en que oficialmente se fundó a San Ignacio, al lado de la choza que siempre se erigía como templo enfrente de donde iba a quedar la plaza de armas, se desgajó un aguacero torrencial que anegó de forma alarmante la explanada, pero que, finalmente, no fue óbice para proseguir con San Ignacio. El anterior argumento sirvió para justificar la expresión: “Cabuchinga, fuiste creado entre el agua.” Es previsible que el sacerdote conociera la historia de la fundación del pueblo que habla del anegamiento aquel día.
Indiscutiblemente, la frase: Cabuchinga me condenaste entre el fuego, tiene una explicación clara y suficiente, pues se recordará que el templo y la casa cural de San Ignacio fueron consumidos por el fuego a manos de la multitud, y que el sacerdote murió a consecuencia del fuego de los fusiles. Vente años después del infame ajusticiamiento, los lugares sagrados del pueblo fueron levantados por el nuevo cura asignado y con la colaboración ferviente de un alcalde furibundo del partido rojo.
La expresión: Cabuchinga, fenecerás el día de San Idelfonso. Efectivamente, la destrucción de San Ignacio sucedió exactamente un día 23 de enero, por la noche, a eso de las ocho. Sucede que el día de San Idelfonso en el santoral es, precisamente, el 23 de enero. La apertura del Anatema Rojo fue solicitada por el mártir solamente cuando se cumplieran cien años exactos de su sacrificio, pero la destrucción del pueblo sucedió dos años antes, en 1985, en donde el número 23 juega un papel extraño y maravilloso. Ahora, sumando los dígitos del año 1985, tenemos, sorprendentemente, que da un resultado de 23. ¡23, ni más ni menos! Además, dos más tres da cinco, que es el dígito final de 1985. Por donde se le mire, la predicción maldita se hace verídica al ser descifrado el Anatema Rojo, cumpliéndose, de tal forma, la expresión: En el año en que los números sumen 23.
 Por otra parte, las expresiones, sacudido por el polvo en donde la cuaresma comienza, mecido por la asfixia del agua con que he bautizado, se cumplieron exactamente, puesto que San Ignacio desapareció entre el lodo que, como se sabe, está formado por polvo y agua.
Siendo así, se llega a la fantástica conclusión de que la imprecación del Padre Ferney Durán sobre la destrucción de San Ignacio se cumplió al pie de la letra, y aún los menos creyentes no dejan de sorprenderse por el escrito centenario, aunque, para ocultar sus disfrazadas creencias sobre lo secreto, han pedido que se le haga al escrito un análisis científico para determinar la fecha en que fue escrito y para comprobar que verdaderamente fue escrito con sangre humana. Por supuesto, que otras voces se oponen a tal idea, porque, arguyen ellos, que eso se convertiría en un segundo sacrificio al padre Ferney Durán, aparte de ser un sacrilegio, porque el documento ya tiene carácter de sagrado y milagroso, así la curia lo niegue a pie juntillas. Bueno, entre este tira y jala de los creyentes con los ateos, que, según parece, son creyentes ocultos, nadie tiene la última palabra, porque el escrito permanecerá hasta el final de los tiempos entre la urna del Santuario de Nuestra Señora del Pilar, en Cabuchinga, el monte rocoso en cuyo alrededor fue fundado el pueblo maldito por el sacerdote sacrificado por una cáfila enceguecida y cruelmente vengadora.
A raíz de toda esta historia, las sectas más fanáticas están invitando a que toda la humanidad se convierta y busque el camino de la Luz Divina, que conducirá al reino de la salvación, evitándose las grandes catástrofes con las que a cada rato el mundo se sorprende a consecuencia de la maldad humana.
Por otro lado, no nos queda más que reflexionar al respecto, ya que después de una gran tragedia de la naturaleza, la mayoría le atribuye sus consecuencias a una imprecación, al castigo divino o a las fuerzas del más allá; pues uno no deja de sentir cierto escalofrío cuando en el terremoto de Popayán, ocurrido un Jueves Santo de la Pasión, por adorar monigotes, dijo una hermana evangélica, no faltó quien asegurara que se trataba de una maldición antiquísima, que señalaba que la ciudad sería destruida el día que cierta cruz cayera, esto como admonición a la sentencia. En efecto, esa cruz cayó, pero lo que no se sabe es si cayó un poco antes del terremoto, durante el sismo o después del sacudimiento. En la población de Armero, devorada por la erupción del volcán del Ruiz, también en 1985, pero en noviembre, también se habló de una imprecación, aunque los científicos ya habían advertido sobre el riesgo en que la Ciudad Blanca estaba en caso de una erupción volcánica. Sin embargo, muchos recordaron que Armero había sido destruida a consecuencia de un anatema promulgado por un clérigo que fue apedreado, mucho tiempo atrás por sus feligreses en la población.
Después de soportar el asedio durante estos dos años, luego de la destrucción de San Ignacio, en donde se dio cabal cumplimiento a la petición del padre Ferney Durán para que el Anatema Rojo fuera abierto al cumplirse exactamente cien años de su fusilamiento, se descubrió que la predicción escrita se cumplió al pie de la letra, aunque también se pueda presumir que hubo dolo en el documento o que, solamente, se trata de una extraordinaria coincidencia que, además, no deja de preocupar y de maravillar. Además, no se debe olvidar que los gnósticos pertenecen a una creencia pseudo cristiana, dividida en varias sectas, que interpretan el acontecer cotidiano y religioso a través de prácticas mágicas de interpretación; debido a lo intrincado de sus creencias, ellos no han podido alcanzar la popularidad que caracteriza a los evangélicos, quienes con su fanatismo desmesurado y sus gritos enloquecedores de adoración, han captado multitud de adeptos esperanzados en resarcir su vida alejando los vicios condenatorios que castigan, según ellos, a la raza humana y pecadora. De todas formas, el Anatema Rojo del padre Ferney Durán no deja de convertirse en una gran inquietud, y a pesar de las diferentes interpretaciones que, al final, conducen a un mismo resultado, éstas conducen a que habilidosamente han sido concatenadas con la realidad, porque resulta más fácil, luego de conocerse un hecho verídico, aplicar la serie de escritos proféticos que, de prontos sin haber sido escritos con ese propósito, parecen cumplirse tiempo después. Por ahora, son muchos los que todavía se martirizan estudiando e interpretando las profecías de Nostradamus, o internándose en los vericuetos sobre la precognición de San Malaquías acerca del pontificado romano, que asegura que con Santidad Pedro II llegará el fin del mundo.
 Hay que tener mucho cuidado, pues existe una leyenda, no sé si maldición o no, que, dizque, tiene condenada a Bogotá a sumergirse entre el lago prehistórico sobre la cual está fundada, un Viernes Santo.
Enero 24 de 1987.