MARINA KLEIN -ARGENTINA-

I

 
Doy dos vueltas de llave a la puerta de mi departamento minúsculo.
Me despido de casi todo. Prescindo de la mayoría de los objetos que cohabitaron conmigo hasta hoy.
El termo y el mate me los llevo en la mochila marrón desgastada junto con algunas otras pocas cosas que quiero conservar. El resto, a la basura.
Bajo por la Rua das Mangueiras. Calle empedrada como casi todas las del pueblo donde pasé los últimos años.
Ya salió el sol y golpea duro.
Todo huele a comienzo del día. En las padarias y otros lugares chicos y llenos, la gente toma su café y se atiborran de frituras.
Dejé dos meses de alquiler pagos. Puedo volver o no. Puedo mandar a buscar mis cosas con algún amigo en caso de necesitarlas o de querer instalarme en alguna otra parte; o simplemente dar todo por perdido como tantas otras veces.
Camino en bajada sabiendo que posiblemente sea la última vez que miro esa rua y por ahí la última que piso el Nordeste brasilero. No siento tristeza ni nada. Es, una vez más, esa sensación del mundo abriéndose frente a mis pies como un terremoto cunado la tierra de verdad se abre, se fractura.
Aquí estoy, empapando mis pulmones con ese último aroma matutino. Abriendo bien los ojos para grabar 9 en la retina el negro de los adoquines, las fachadas de las casas despintadas, las de las iglesias del mil seiscientos y del mil setecientos, las subidas y las bajadas de cada rua, y allá, al fondo, el mar con su olor a sal, a pescado, a pescadores y a arena húmeda.
Los sonidos. Los de lugar chico, pobre. Los albañiles, los vendedores ambulantes, los gritos de los puesteros del mercado, los gritos de los pescadores cuando divisan el cardumen. El tránsito caótico porque nadie respeta ni una señal, cada uno para donde se le da la gana, los camiones cargan y descargan en cualquier horario mientras que los encargados de subir y bajar la mercadería hacen chistes o conversan tranquilamente unos con otros y se van formando filas ruidosas, lentas y asfixiantemente calurosas.
Y así todo, lleno de contrastes. El mar con su turquesa intenso, los adoquines negrísimos, los pobres muy pobres, los ricos muy ricos. Y yo, que me miro las manos callosas, me rasco la barba de unos cuantos 10 días y decido que necesito verte ya y atravieso las calles, camino un poco por la playa, así, con zapatos y mochila, como estoy. Como para darle una mirada más al mar hasta volver a verlo y emprendo con paso lento la marcha hasta la rodoviaria.
Prendo un cigarro mientras espero el micro. Aspiro el humo. Pienso en dónde andarás y en qué lugar voy a encontrarte. Donde sea que estés voy a encontrarte y eso me tranquiliza porque sé que tenemos ese imán que nos atrae desde siempre –y posiblemente, espero, para siempre-.
Me miro las manos ajadas que sostienen el cigarro armado.
Cuando te fuiste te acompañé a esta misma rodoviaria y te vi subir al micro. Después me senté igual que ahora en el muro bajo que está a la izquierda y también fumé. Aquella vez tenía los ojos nublados de pena. Esta no. Esta vez estoy calmo. Me compro una Brahama y matizo cigarro con cerveza mientras miro 11 la nada y me acuerdo de vos con tu pollera de colores subiéndote al micro y diciéndome chau con la mano mientras me tirabas besos y te reías mientras llorabas. Como el viejo dicho que cuando llueve con sol se casa una vieja. Así sos vos, te reís y llorás, todo junto, todo al mismo tiempo, y tirás besos y me dejás para siempre, y que me querés y que nos vamos a querer eternamente, que vamos a ser amantes para toda la vida, pero ahora mejor no, en algún otro momento, que chau, que querés ir a ver el resto del mundo que no conocés, que tus pies te piden que te muevas y que te muevas sola… y todo eso que ya sabés.
Bueno, chau flaca. Te quiero siempre. Chau.
Ese día que fue hace mil vidas, volví al rancho que teníamos caminando casi por las mismas calles por las que caminé hoy pero en sentido inverso, hacia arriba por las curvas de morros mientras miraba el mar a lo lejos y me dolían hasta los huesos y a pesar que respiraba, el aire no podía pasar de tan hondo 12 que era el hueco que se me había formado en el pecho.
Vos te fuiste y yo me quedé. Eso era todo.
Durante un buen tiempo no podía entrar a lo que fue nuestro (casi) hogar sin hacer previamente un gran trabajo interno, casi siempre suavizado con alcohol o alguna droga amiga.
Al final dejé el rancho y me mudé a un hotelito de un amigo durante un tiempo y de ahí al departamento minúsculo que ocupé hasta esta mañana.
No sé por qué me quedé. Me podría haber ido, haber viajado como había viajado antes, primero solo, después con más gente, después con vos. No sé… Me parecía que en algún momento había que parar, tener libros, escribir historias, dibujar, extrañarte, pensar en vos, estar con otras mujeres, con otra gente, enamorarme a veces, volver a pensar en vos siempre como una sombra que nunca se aleja, trabajar de cualquier cosa para sobrevivir un poco, remendar redes, abrir pescado, hacer mezcla y pegar ladrillos, vender algo en verano para los turistas, ver como el sol se pone entre el morro y el mar durante el suficiente tiempo como para saber que ese era mi lugar también. No solo un lugar de paso, no solo un lugar más en el cual habité, sino un lugar que me pertenecía de algún modo. No sé por qué justo ahí, podría haber sido cualquier otra parte, pero fue ese. A lo mejor porque fue el último lugar donde te vi, es posible. A lo mejor porque estaba esperando que las fuerzas me volvieran al cuerpo para poder reanudar la marcha. A lo mejor solamente porque necesitaba un poco de vida cotidiana durante algunos años, sin viajes ni sorpresas diarias, sólo saber en dónde iba a apoyar la cabeza cada noche. Eso me agradaba.
 
 

II


Curitiba es una ciudad que presume de su europeísmo pero es un buen lugar para caminar por ahí.
El cuarto de João es casi un departamentito en la parte superior de una casa de familia. Tiene entrada independiente por una escalera, una micro cocinita y un baño diminuto. Además, entre la escalera y la puerta de entrada, hay una terracita pequeña pero que permite sentarse a mirar la vida pasar.
Dejo mi mochila en un rincón y miro el lugar. Ya tenía platos, mesa, cama, todo como para un estudiante que llega y no tiene tiempo de andar pensando en amoblar ni en comprar nada.
No es tiempo de comienzo de año pero João me explica que fue unos meses antes para aclimatarse, conocer la ciudad, trabajar un poco y alejarse de su casa.
Le pido permiso para darme una ducha. El lluveiro es de los que salen con presión y se siente muy reconfortante después de tanto tiempo viajando, un agua tibia que limpia y acaricia.
Salgo del baño y me siento en la cama sin remera.
Empieza a caer la tarde.
João se sienta al lado mío y me besa. Un beso largo y hondo.
Tiene la piel más brillante que haya visto y una sensualidad tan natural que es imposible no querer enredarse y perderse en ese cuerpo tiempos indefinidos.
Salimos a comprar pizza y cerveza y nos sentamos en la pequeña terracita a comer.
Ya es noche cerrada hace rato, sacamos los cuadernos y dibujamos mucho. Yo también escribo un poco.
Casi de madrugada nos acostamos y nos dormimos medio abrazados. Su olor me es muy balsámico.
 
Unos días después nos despedimos con besos muy húmedos y hermosos, y nos regalamos algunos de los dibujos que hicimos en ese tiempo que compartimos. Yo vuelvo a la rodoviaria y compro un pasaje para Florianópolis.
Mientras me siento del lado de la ventanilla pienso en cómo es cierto que el contacto con seres afines, vibrantes, vitales y hermosos, nos revitaliza.
El viaje es calmo y duermo casi todas las seis horas con una felicidad muy infantil que me embriaga totalmente.
Me despierto en la BR 101 pasando la entrada a Porto Belo. A mi izquierda está el mar con sus cultivos de ostras y ya no me duermo. Unos cuarenta y cinco minutos más o menos y estaremos entrando a la isla.
El puente Hercílio Luz se ve a lo lejos, los morros delinean la superficie avistada desde el continente. Casi estoy ahí.
Rodoviaria Rita María. Salgo a la calle y enfilo para el Sur.
Terminal de micros urbana, una terminal más y transbordo. Bajo del segundo onibus y camino un kilómetro y medio por una rua sin asfaltar después de días de evidente lluvia. Ahora hay un sol amarillo y gordo pero que todavía no trasmuta el lodo en tierra.
Después de todo eso llego a mi destino de ese día.
Costa de Cima, Sul da Ilha.
Son como las tres de la tarde y todo está quieto. Subo el morro. Cuando llego golpeo las palmas, el perro viejo sale a ladrarme. Le acaricio la cabeza y se calma. Me huele la mano y me deja pasar. No hay nadie. Entro al jardín y espero sentado en el escalón de la casa mientras armo un cigarro, fumo y juego con el perro.
Desde el escalón se puede ver el mar. Toda la playa de Pântano do Sul, Açores y Costa de Dentro. Una panorámica alucinante. El día está fresco y agradable, es primavera. El mato está húmedo y el olor embriaga.
Me lavo un poco en la canilla del patio y me tiro al sol. Duermo.
Ahí los escucho subir. Voces de niños hablando en portugués mezcladas con voces de adultos hablando en castellano uruguayo.
Cuando llegan me levanto y saludo. Todos vienen a abrazarme. Después entramos en la casa.
El Pato y Moni con sus hijos Gael y Selva. Hace poco pasaron un verano en mi casa, nos amontonamos para entrar como pudimos. Los padres vendían en la feria de artesanos y los niños correteaban todo el día por la playa. Al anochecer volvían, hacíamos cenas espectaculares y nos quedábamos hasta muy tarde conversando o tocando música mientras los niños se acurrucaban en algún colchón y se dormían felices y satisfechos.
Ahora estoy yo en su hogar y todos se esfuerzan por ser hospitalarios y hermosos.
Pizzas caseras con abundante queso, tomate y rúcula, vino tinto argentino que tenían encanutado para alguna ocasión especial. Música de instrumentos desconocidos que sale de un parlantito chino.
Un banquete como hacía tiempo no degustaba, con personas amables y tiernas como casi no existen. Buenos instantes de calma antes de cualquier huracán.
Después de cenar salgo a dar una vuelta por el jardín, a fumar un porro con tabaco y a pensar. El Pato sale atrás mío y nos sentamos sobre unas piedras mirando el cielo explotar de estrellas y sintiendo las damas de la noche endulzando cada partícula diminuta de aire.
- ¿Sabés algo de Azul? –le pregunto mientras me saco algunas hebras de tabaco que se me enredaron en la lengua.
- Sé que se fue. Creo que andaba por Argentina la última vez que alguien la vio. Como por Mendoza parece.
Como me quedo colgado mirando la nada con angustia en la respiración pesada, el Pato entiende y no dice nada. Me da una palmada en el hombro y vuelve a entrar a la casa.
Me quedo algunos días con ellos, más que nada porque me gusta disfrutar de una cotidianeidad que me es ajena, que nunca tendré. Familia, hogar, rutina, escuela… Nada de eso me es propio ni me será propio nunca.
Cuando llegan de la escuela Selva se me sienta al lado y me pregunta cosas sobre mis dibujos y mis libros.
Yo le cuento historias, cuentos, y al rato viene también a sentarse Gael y después se suma Moni y al final viene también el Pato y estamos ahí los cinco con alguno de los gatos a upa y el perro viejo tirado por ahí. Yo contando historias de Dostoievski adaptadas para niños de diez y doce años y todos escuchando como si fuera un juglar salido de algún relato medieval. Tan atentos que no se escucha un suspiro.
 
Desde mi cama veo la noche oscura como la obsidiana. Veo millones de estrellas y escucho el mar. Sé que estás en alguna parte y me urge verte. Nada, que hablemos un rato y nos hagamos unos mimos. Eso nomás. Que me cuentes tus cosas, contarte lo de João que me quedé con ganas de contárselo a alguien y no sé a quién sino a vos.
 

La autora nos habla de sí misma: Soy autora de “De Fauces al Subsuelo”, “Danzando entre la Nada y la Furia” y “Trashumantes”, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo la Revista Extrañas Noches –literatura visceral- y la editorial recién mencionada. Recientemente fui publicada en la Revista Literaria Infinitus.


Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.


En esta ocasión comparte el relato “La ciudad está enferma” que pertenece al libro “Trashumantes” de Ediciones Frenéticos Danzantes, 2018.


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