LÁZARO CALDERA GÓMEZ -ESPAÑA-

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PÁGINA 45

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nació en Badajoz, España (1991), aunque creció en Talavera la Real, donde residió hasta los 24 años.
Fue precoz en la lectura, en las artes plásticas y en la escritura, siendo esta última su principal dedicación. Con cuatro años ya leía a los clásicos y con seis ya empezaba a crear sus primeros cuentos. Ganador del certamen “Bachiller Diego Sánchez” de relato corto en dos ocasiones, realizó estudios universitarios en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Extremadura, donde comenzó a trabajar como fotógrafo y redactor freelance y a dirigir para la radio universitaria los programas “Entre esquinas” y “La puerta falsa”, además de colaborar en medios deportivos y de noticias. Colaborador habitual y redactor en medios de comunicación de su región (Extremaduradigital, TalaveraconV) y de publicaciones literarias y de artes plásticas nacionales e internacionales (Irreverentes, Pabellón de Inadaptados, Anacronías) reside en Inglaterra desde 2016. Gestiona el blog “Donde nace la lluvia”, donde recoge crónicas de viajes, relatos y reflexiones, con un estilo evocador, nostálgico y poético, marcado por su condición de expatriado e influenciado por autores también extremeños como Luis Landero, Jesús Carrasco o Dulce Chacón.

 


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GEOGRAFÍA 1985


Le dije que ya estaba todo, aunque iba a echar un último vistazo y ya nos veríamos después. Sabía que faltaban cosas por recoger, pero necesitaba más que nada estar un rato a solas. Temía que me viese derrumbado y superado por la situación, por aquel inmenso vacío que acabábamos de dejar en la casa.
Es curioso escuchar los ruidos puros de la vivienda en semejante estado, oír cómo cruje la madera y chirrían las ventanas, incluso sentir el agua fluyendo despacio por las cañerías. Sonidos a los que solo se presta atención cuando no se presta atención a nada más. El vacío crea estas cosas. Ese tremendo vacío te hace recordar que la casa vive. Y que en momentos así suena como si se estuviera despidiendo.
Sé que faltan cosas por recoger. Por supuesto que lo sé. Están en el armario. Subiendo las escaleras y llegando al cuarto se me ha ido anudando la garganta. En el viejo armario de madera carcomida, que me da miedo mover no sea que se desmonte, solitario en la inmensidad plana de la habitación, está todo lo que queda de lo que fui. De lo que fuimos.
Dentro, la vieja caja de latón que contiene mi infancia. La abro y aquí siguen, en sucesión, como formando un viaje perfecto de recuerdos dulces pese a la amargura del encierro. El compás con el que dibujamos miles de círculos, la regla con la que empecé a medir la estrechez de mi mundo, desde los dedos de mis manos a la longitud de mis piernas. El cuadernillo de caligrafía, atado a otro cuaderno más pequeño donde están escritas todas las historias que me dictaba, de piratas, monstruos, heroínas, brujas, magos y tantas y tantas criaturas míticas. El atlas ilustrado, los clásicos con los que me enseñó a leer, pentagramas. Incluso cintas de casete.
Hay unos cuantos libros de matemáticas, pintarrajeados. Cómo los odiaba. Está también el pequeño globo terráqueo con el que me enseñó que el mundo era más grande y menos cuadrado que aquella habitación. Y debajo, una de las pocas fotos que nos tomó papá en los diez años de postración.
Procuré que estuviera siempre debajo de todo lo demás, porque me aterraba la idea de que se perdiese. Está amarilla y muy castigada por el tiempo, sobre todo en los bordes, pero se nos ve bien. Felices, como cada vez que dábamos clase. “Mamá y yo. Geografía 1985” leo en el reverso. Mi letra, la que me enseñó a escribir. Como todo lo demás. Nunca supe agradecerle lo suficiente que fuese capaz de soportar semejante carga. Cuanto le echo de menos y cuánto echo de menos que siga abriéndome y acercándome el mundo a través del suyo. Aquel mundo maravilloso que ahora cabía en una caja de latón, tan cuadrada y pequeña como el cuarto donde impartía clases la mejor maestra que jamás pudo existir.
 

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AMANECE


Todavía estoy en la cama cuando me despierta el canto lejano de un gallo. Ese gallo al que, desde que tengo uso de razón, considero la única criatura con la potestad suficiente para concederme el permiso de comenzar un nuevo día. La puerta está abierta, y en el suelo de la habitación el sol dibuja estelas doradas que bailan al colarse por las barras de la persiana del salón, movida al son de una brisilla fresca y húmeda. Me levanto y me asomo a la ventana que da a la terraza. Cantan unos jilgueros, intuyo que desde el limonero del patio. Lo frecuentan desde hace varios días.
Voy al salón y salgo al balcón. Hasta aquí llega el canto de los jilgueros, que se mezcla con el de otros que seguramente, también estén dando los buenos días desde sus refugios cítricos. La brisa trae consigo el ruido de los motores de las parcelas y el croar de las ranas de la rivera. Suenan abajo, en la calle, rechinando unos y tableteando otros, los postigos de las puertas. Los sacudidores que más han madrugado se estrellan contra las rejas y la furgoneta del pan, desde el otro extremo de la calle, viene avisando con su claxon trompetero, parándose cada veinte o treinta metros a repartir sus tesoros.
Trompetazo de claxon, reparto y cobro, y vuelta a empezar. Llega como un rayo la furgoneta y aparca a pocos metros de la puerta de casa y suena el claxon, que retumba en el salón como el bocinazo de un buque llegando a puerto. La conductora sale, va hacia la parte trasera y abre la puerta. Alcanzo a ver vienas, baguettes, panes enteros, molletes, bolsas de piquitos, rebanadas y dulces, todo en cajas blancas enormes. Cuento ocho vecinas que se arremolinan ante la vendedora, que despacha cada pedido en cuestión de segundos. Hay dos vecinas que no han aparecido, así que ella, la del pan, les deja colgando de la puerta las bolsas con lo de siempre. Ya se lo pagarán mañana.
A medida que se aleja la furgoneta con sus bocinazos y estruendos, el ruido de los sacudidores va recuperando poco a poco el terreno perdido, una vez que las manos que los manejan han dejado el pan a buen recaudo. Vuelven también los jilgueros, a los que se suman ahora las cigüeñas de la torre de telefonía, con su sinfonía de morteros de madera noble. De alguna casa empieza a brotar un rumor leve de guitarras y voces. Sube poco a poco el volumen del aparato de música que escupe la melodía flamenca y ese pequeño tramo de calle, no muy alejado del mío, se convierte en un intento de feria, en un festivalillo improvisado, con la música rebotando en las paredes encaladas y unas palmas lejanas que siguen el compás.
Vuelvo adentro y me visto. Tardo muy poco en acabar con el café y un pedazo de pan untado con pringue. Bajo a la calle y el ritual sigue su curso. Mi abuela es la primera que ha limpiado su trocito de acera, el pequeño terreno que anuncia su reino. Todavía se ve el charco de agua y jabón que se ha formado después de haber vertido un cubo y haber estado un largo rato fregando. He oído los restregones del cepillo contra el cemento de la acera, potentes como siempre, mientras devoraba la tostada.
Más allá la escena se repite y se sucede en cada pequeño reino que es la entrada de cada casa. Se forma otro charco, y otro, y otro, y las guitarras y los quejíos flamencos continúan como banda sonora improvisada. A lo lejos todavía se ven algunas señoras fregando y frotando con ímpetu, y así, trocito a trocito, la acera va ganando con ayuda del sol, un brillo de plata y oro que se apaga justo donde la calle hace curva y se corta contra la fachada de la última casa a la derecha.
Camino en dirección a donde empieza a alimentar la acera su reflejo metálico. Doy tres pasos y me paro ante la puerta de mi abuela, que sigue abierta. Me asomo. No veo a nadie, pero soy capaz de adivinar el patio al final del largo pasillo y al fondo, el tronco del olivo, la referencia más lejana en la que me apoyo para poder distinguir cualquier movimiento. Nadie ni nada sale a mi encuentro así que sigo caminando.
Una a una, todas las puertas abiertas, todos los reinos abiertos. Huele a ratos a pan tostado, otros a café. De otras casas, las más diligentes, salen olores a sopa y puchero. Ladra un perro, corre un gato. A tramos, el olor a lejía y amoníaco mata el aroma de los desayunos más tardíos y las comidas más tempraneras. Paso por delante de la casa donde suena el flamenco a todo volumen. De una pasada fugaz veo el estrecho pasillo, atestado de cuadros, por donde camina con dificultades una mujer enlutada que habla a voces con otra que alcanzo a ver en la lejanía del patio.
Alejado ya un buen trecho, avanzo por la curva y entro en el tramo de calle que no es visible desde mi casa. Allí puede decirse que es más temprano, porque los cubos siguen vertiéndose y todavía hay muchas mujeres frotando las baldosas y los cementados. En bastantes puertas hay maceteros con helechos y costillas portuguesas. En la misma puerta de una casa, con una delicadeza exquisita, dos mujeres limpian con trapos las hojas de sus malamadres.
Llego al final de la calle y giro a la izquierda por la esquina en dirección a la avenida. Si todavía podía decir que era temprano en aquel pequeño tramo de calle que acababa de dejar atrás, donde aún se limpiaban quicios de puertas, acerados resquebrajados y se sacaba brillo a las macetas, aquí, en la avenida, la sensación de tiempo es infinita. Imposible de intuir. El trajín de coches, camiones, tractores, furgonetas y motos es incesante. Hombres muy mayores en bicicleta circulan peligrosamente cerca de los vehículos por los anchos márgenes de la calzada, como si ya no le tuvieran ningún apego a su vida. Hay voces y risas que parecen venir de cada esquina y todas parecen mezclarse cerca de donde me encuentro, apoyado en el borde de un escaparate contra el que un naranjo todavía débil arroja una sombra tenue pero suficiente para que el sol no me tueste la cabeza. Hace tiempo que ha amanecido aquí, pienso para mis adentros.
Hace tiempo que yo he amanecido y ya parece que el día no cabe en el mísero minuto que llevo oteando el horizonte de esa avenida donde parecen confluir todos los caminos del estrecho mundo que es el pueblo. Allí donde empieza, discurre y acaba la actividad incesante de las labores que dejan el sustento. Ese microcosmos que fluye paralelo a la actividad silenciosa de las callejas donde se miman macetas, alfombras, rejerías, baldosas. Ese pequeño universo cuya respiración y exhalación hace olvidar el esfuerzo de las manos que lo alimentan.
Amanece y un segundo parece una vida en la calle donde vivo. Amanece un segundo en la avenida, y la vida parece un suspiro. Y sigo caminando avenida arriba, viendo como amanece y se ensancha el día por cada afluente de la ancha carretera bordeada de tiendas, coches aparcados, naranjos y bancos de metal. Ya aprieta el sol. Puede que esté amaneciendo en otra callejuela pero aquí, en la avenida, ya se busca sin querer el mediodía.

 


 

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LA PUERTA FALSA


Mi casa del pueblo, como la inmensa mayoría, tiene una puerta falsa enorme de metal, con su puerta interior más pequeña, su aldabilla y su sonido de trueno cuando el aire se la lleva y se estampa contra sí misma. La recuerdo durante mucho tiempo, hace ya años, de un potente rojo, aunque ahora sea marrón, de un marrón chocolate que se descascarilla casi todos los años. Eso de falsa es una expresión tramposa, que no hace ninguna justicia, ¿cómo va a ser falsa una entrada tan grande, por la que siempre he pensado que cabían los camiones más impresionantes, o tanques incluso, sin demasiado esfuerzo? Es una verdadera puerta, tan grande que de pequeño me asustaba si se movía y que me costaba tremendos esfuerzos abrirla del todo.
Las puertas falsas casi siempre dan para atrás, son la trasera de la vivienda, la salida o entrada no oficial pero siempre necesaria para las cargas y descargas más pesadas. O para entrar o salir sin ser descubierto. O para qué sé yo cuántas más cosas, porque esa entrada y salida bien puede ser una aduana perenne, de tan grande como es, que permite entrar y salir a todo y a todos.
Por las puertas falsas pasaban, pasan y pasarán secretos, negocios y tratos, historias y chismes que uno quiere mantener en penumbra, porque dan casi siempre a callejones oscuros, poco transitados, la ruta donde suelen morir las jornadas de desfase, las escapadas fugaces y las rondas alargadas más de lo conveniente. Son la conexión entre dos mundos contrapuestos. La particularidad de esa puerta falsa marrón chocolate de mi casa del pueblo es que no tiene trasera, no tiene ningún callejón oscuro donde desembocar: mi puerta falsa es perpendicular a la entrada principal, misma acera, escasos diez metros de diferencia entre la confidencialidad y la luz los focos.
No hubo secretos, ni negocios que mantener archivados en la clemencia de la noche, por culpa de esa puerta falsa. Es, en toda su magnitud, la más falsa de todas las puertas falsas, incapaz pese a su grandeza de cumplir con el propósito más leal que quise atribuirle: mantener la indiscreción a una buena distancia. Durante años he envidiado la ventaja de quienes viven en casas largas encajonadas entre dos calles, con su puerta falsa en la lejanía, dando a esa calle oscura casi por decreto, como si la supervivencia de la oscuridad fuese requisito de obligado cumplimiento. ¿Por qué no podía yo disfrutar eso, llegar a casa doblado en copas sin sufrir un primer escarnio –siempre el peor–  por parte de mis padres, evitar la mirada siempre curiosa de mis abuelos, con su rol casi autoimpuesto de porteros del edificio, con el salón tan cerca de su puerta, con su puerta tan cerca de la mía –vivo justo encima– y sus ventanas con rejas, casi como garitas de vigilancia?
Los años se comieron el lamento, la realidad impuso su dictadura y me resigné: los supuestos tejemanejes y negocios oscuros que quisiera zanjar orgullosamente en la misma puerta de mi casa debían cerrarse lejos, y los reproches quedaban a expensas de mi habilidad para evitar chirridos y portazos, tanto como la necesidad de llegar más tarde teniendo que llegar más temprano. Todo un ritual absurdo, tan cómico y patético que ahora me resulta tierno. Bien pensado tuve poco que ocultar y si lo hice, solo lo supuse. De alguna forma sabía que jamás tenía éxito, que tanto mi madre como mi padre se enteraban de todo y que mis abuelos hacían bien su trabajo de porteros del edificio, pero esa puerta falsa jugando en la misma liga que la puerta principal les facilitó la labor.
No hubo secretos, solo jugadas y movimientos torpes de un adolescente idiota que tardó en crecer y en darse cuenta del valor de aquella enorme puerta falsa, abriéndose y cerrándose a la misma calle y desde la misma acera que su hermana pequeña y principal, dejando que los secretos no abundaran ni se hiciesen oscuros como el entorno del anhelo infantil de querer pasar desapercibido. Puerta falsa por dónde nunca tuvo ninguna necesidad de atajar ni de esconderse, que pese a no satisfacer la función de escondrijo y escape un día, cumplió la noble misión de hacer ver a aquel imbécil que el temor no estaba justo al entrar, sino al salir y no saber cuándo sería la última vez que pudiese abrirla.