MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Soy eterno aprendiz de escritor y poeta, de rancia estirpe rola, nacido a mediados del siglo XX en la fría Bogotá, Colombia, en donde puedo compartir esa simbiosis producto de las épocas parroquiales, el mundo en transición con el abrumador modernismo de la computación y la informática. Desde casi niño incursioné en el mundo en las letras, más como un hábito imperioso, fatigante e ingrato, cosas que también lo pueden hacer a uno feliz. He escrito algunas novelas, muchos relatos, y en los momentos de la súbita inspiración, ya en el recuerdo, ya en la pasión y ya en la imaginación, algo poesía.


Por autoedición, destaco mis títulos: El Mito Humano, una visión psicosocial de la historia de las religiones ariosemíticas. Suicidio al atardecer, Breve historia de la guerra de los Mil días en Colombia, La huella perpetua, entre otros. En poesía suelo utilizar títulos tan insólitos con palabras de un mal invento, como Tríptico Pléctrico, Pristinaciones Numénicas y Pentagrafía Estróica. Seguimos en la briega de la pluma hasta que el camino termine.

 

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Desde marzo de 2015 comencé la ilusión de hacer felices a los autores de las redes al publicarles sus sueños literarios, sin más retribución que, algunas veces, el agradecimiento o el mudo silencio de que se cumplió con un propósito con seres ajenos cuyo único objetivo de distante unión es la literatura. Con este objetivo creé la Revista Literaria Trinando.

 

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PÁGINA 20

 

EL ESTÍO DE UNA CANCIÓN

 
 
Esa era la canción que siempre cantábamos, nos dijo, y nosotros no supimos qué contestarle, apenas miramos su rostro perdido en la sonora inmensidad de los designios, y su cuerpo como desmadejado sobre el sillón forrado en terciopelo. Es la canción que tantos recuerdos me trae, pero que hoy está olvidada en el destino, alejada del torbellino intempestivo de las horas. Sí, la del tamborcito: Voy a hacerte un tamborcito pa’tocarte un buen merengue. Lástima, solamente recuerdo ese pedacito, lo dijo con su voz quebrada como los cristales de una ventana desesperada en medio de una tempestad con terrones de hielo. Nos miramos inexpresivamente, esperando a que algo extraño sucediera. Tomamos agitadamente los vasos y apuramos el último trago, un trago que nos supo a desolación y a amargura. Pero el tiempo era lento, monótono, imperceptible y fantasmal, nosotros lo sabíamos, lo sabíamos porque afuera reinaba un calor espectral, el calor de los soles, que era tan fuerte porque los pájaros metían la cabeza debajo de las alas para amortiguarlo. Miramos a lo largo del pasillo con angustia, buscando algo que no sabíamos qué era, pero que estábamos seguros de que vendría. Voy a hacerte un tamborcito pa’tocarte un buen merengue, nos interrumpió con su voz llena de mansedumbre, que se esparcía por todas partes como un eco profundo y bambeante. Nosotros sabíamos lo que pensaba, pues era su viaje al mundo desconcertante del pasado. Volvimos a apretar el vaso con desespero hasta hacerlo crujir. Miraba las culpas que había esparcido entre los crisoles y que ahora lo golpeaban por última vez. Muchachos, ¿no saben la canción?, preguntó, y nosotros quedamos mudos y desconcertados, la canción, la canción. La canción nosotros no la sabíamos, entonces sentimos consternación y lo acariciamos con nuestras miradas petrificadas. ¡Bah!, exclamó, mientras sacaba su pipa de entre uno de los bolsillos del saco. Uno de nosotros encendió un fósforo, entonces, él nos volvía a mirar y nosotros bajábamos parsimoniosamente la cabeza y clavábamos nuestras pupilas en los cuadriláteros del piso brillante. Nos llegó el humo aromado de su picadura y el susurro de su respiración silenciosa y enternecida. Se desabotonó la camisa y echó más hacia atrás el cuerpo, apretando la pipa de madera, que parecía derretirse entre el calor. Ah, si estuviera afuera, pensó, pero nosotros escuchamos su pensamiento, cortando las rosas, los claveles, acumulándolos en los rinconcitos del cuarto para que vivieran solamente del aire, se fueran conservando con su juventud tierna y fresca, hasta el día que pudiera llevarlos hasta una tumba olvidada, sembrarlas a su lado, y que en medio de helechos y plantas silvestres surgiera un hermoso jardín. Esa era su costumbre, mientras pudo recoger las rosas y los claveles, por eso el cuarto suyo estaba repleto de colores. Cualquier día se dijo, me compraré un canario, y se lo trajo a casa, colocándolo entre la jaula al lado de la ventana, para que mañana a mañana alegrara su vida, entonces se aprendió la canción del canario, aunque iba olvidando la del tamborcito. Pasaba las noches contando las flores que jamás mostraba, y que había recogido desde los lejanos días en que había asistió a la escuela, hasta ayer, porque ahora estaba en el sillón, en donde su madre se la pasó la vida entera silbando hasta la muerte la tonada que le cantaron en la primera serenata. Ahora estaba él recordando las flores de los jardines, tratando de hacer memoria de la canción del tamborcito, la misma que cantaban en la clase de música, fumando en su pipa milenaria y mirándonos, inmovilizándonos con el peso de sus pupilas quietas y húmedas. Se movió hacia atrás, tratando de divisar el canario desplumado que por tantos años había remplazado los discos de acetato, que estaban abandonados en cualquier lugar entre el polvo y los insectos muertos por el tremebundo calor. Apenas sonrió, y nosotros escuchamos con atención el trino melifluo y exacto, aplomado y grácil de la avecita que brincaba de un lado para otro, sin tratar de escapar de su eterna prisión. De nuevo cantas, pensó refiriéndose a la avecilla, y nosotros volvimos a saberlo, ayer cantaste por última vez en el jardín, desde hoy lo harás para siempre aquí, y tu canto será llanto. Nos asustamos, pues el único motivo de alegría de la casa estaba condenado a cantar tristezas. Sentimos un frío devastador al comprenderlo, entonces nos dieron ganas de correr hasta el piano, recatarlo de su anticipado olvido, limpiarle el óxido, darle un nuevo color y hacerlo sonar por los siglos de los siglos, con una música que opacara la del canario desplumado y diminuto. Ninguno de nosotros se movió de su sitio, apenas sentimos por nuestras venas trepidar la resignación. Sabíamos que la avecilla hacía el anuncio pletórico de su telúrico ocaso. Miramos tristemente hacia los pasillos por donde él atravesaba las paredes para salir al jardín a recoger las flores, que hoy no pudo llevar a su cuarto. Él apenas sonrió con un mohín de amargura. Nosotros nos miramos atolondrados por el ruido que hacía la mujer cuando cortaba las flores, sentimos el retumbar estrepitoso de sus pisadas, el percutir tedioso de su resuello y el quejido inexpugnable de sus manos arrancando los tallitos tiernos y tibios. Alguien se incorporó hasta la mesita y sirvió algunos tragos para nosotros, miramos con tenacidad hasta la profundidad oscura del líquido y apuramos los sorbos que no se escuchaban. Canten la canción del tamborcito, nos decía, pero nosotros no la sabíamos, no la cantábamos en clase, por eso no la sabíamos. Tienen que saberla, nos replicó, nosotros estábamos navegando en los parajes del misterio. Nadie contestó, nadie habló, entonces él nos miró acusador. ¿Cómo el canario no ha olvidado su canción?, apeló con ese argumento irrefutable, ahí lo oyen ustedes con el mismito canto de siempre. Nosotros movimos la cabeza en señal afirmativa, y echamos un nuevo trago en nuestras bocas salubres y resecas por el estío. Soplamos, tratando de expulsar el horno enigmático que sentíamos en las vísceras, nos movimos inquietos, y continuamos observándolo en medio de los ruidos que hacia la mujer al cortar las flores y el canto dorado del canario, que asomaba su cabecita por entre las rejas y nos miraba con sus ojos de semilla chica. Quiero un trago, y alguien se lo trajo en un vaso oscuro, colocó a un lado la pipa, recibió el vaso entre sus manos velludas, recubiertas por la piel entristecida y amarillenta, levantó el vaso de licor a la altura de los ojos y observó con detenimiento y fascinación los mundos que se mecían en el líquido, que nos deslumbraban porque reflejaban la luz de los soles en colores titilantes. ¿Qué miraría? ¿Sería acaso el destino idiotizado de cada uno de nosotros? ¿Acaso miraba las vidas del más allá? Tal vez era algún habitante del licor que lo llamaba desde su mundo con voz pestilente y agria. Nada supimos, pero vimos cuando de un solo sorbo se libó el contenido del vaso oscuro, se saboreó, haciendo un gesto que nos indicaba que le licor le había agradado y que seguramente no le picaba en el estómago. Pensamos que los animaluchos de su universo orgánico corrían presurosos a esconderse para evitar el cataclismo tempestuoso de trago, que descendía por la garganta y caía en el estómago como plástico derretido. Ya lo verán, ya lo verán, hoy tendré que escuchar la canción del tamborcito, hoy por última vez, nos dijo sin mirarnos. Ya pueden ir hasta mi alcoba y traer el acordeón. Nosotros fuimos presurosos y encontramos las flores resplandecientes con el olor intacto y fresco, lo que nos hizo recordar los cementerios. Alguno de nosotros se acercó a una flor diminuta, y dijo que esa era la primera que había llegado a la alcoba, la habían llevado el mismo día en que él nació, esta es, repitió, y nosotros nos acercamos y miramos con admiración la florecita, después buscamos el acordeón, que sabíamos en dónde estaba, deteriorado por el castigo inclemente de los años. Lo hallamos, lo limpiamos, y de inmediato salimos hasta el pasillo en dónde él se encontraba. En forma complicada, él advirtió nuestra presencia. Colóquenlo en la mesita, nos dijo, y nosotros lo dejamos allí, en la mesita de patas contorneadas. Madre, madre, llamó a la mujer que estaba en el jardín, y ella de inmediato se acercó por entre las paredes trayendo una brazada de flores, las últimas que quedaban en el jardín. ¿Tú sabes la canción, madre? Ella suspiró largamente y movió el rostro en señal afirmativa. Claro, tú la sabes, madre, le decía, porque aquí venía yo con los chicos de la escuela todos los atardeceres y la cantábamos, y tú, madre, nos acompañabas con el acordeón, lo hacías también, como el profesor de música. La mujer levantó el acordeón de la mesita y comenzó a ejecutar la música del tamborcito. Entonces, llegó hasta nuestras mentes el recuerdo de la canción y la cantamos completa, voy a hacerte un tamborcito pa’tocarte un buen merengue... y la cantamos hasta el atardecer, hasta cuando la mujer atravesó nuevamente las paredes con las últimas flores del jardín, y hasta cuando él cerró los ojos.

 

 

De Historias de Calandí.

Relatos de un muchacho