JORGE ROLANDO ACEVEDO -ARGENTINA-
PÁGINA 24
El túnel
Aquella noche, Manuel fue a cenar a la casa de la familia Bustillos. Carlitos, el hijo del coronel, lo había convidado a compartir la mesa.
— ¡Claro! Cuando alguien va cenar a la casa de los amigos, la comida es sabrosa, siempre la sopa ajena es más rica. — pensó el coronel Mario Ángel Bustillos, mientras miraba al niño.
Manuel Marcelino Costilla repitió la sopa de crema de verdura, una sopa muy rica, parecida a la que sirven en el hotel de Salsipuedes, luego se comió dos milanesas napolitanas acompañadas con puré de papas, bebió una garra gorda de limonada , de postre repitió doblemente una porción de budín de pan y una manzana de refuerzo que sacó de frutero.
—Manuel, hijo mío, ya es hora de dormir. Vamos a casa. — dijo la madre mirando avergonzada su reloj de pulsera, Una vez en casa, el niño hizo “pipi”, se higienizó las manos y la cara, y fue derechito a la cama, no sin antes, cambiarse de ropa: una pijama celeste con dibujitos de barcos y banderas. Tal fue la ingesta, que deseando solo dormir, olvidó prender la luz, acción que por mucho tiempo había sido su mejor arma contra su mayor miedo: la oscuridad.
Apenas el niño cerró los ojos, su cuerpo cayó pesadamente sobre el colchón, la sábana y el cubrecama. De pronto Manuel comenzó a golpear la mesa de luz con la mano derecha. Los golpes eran fuertes, sucesivos, una y otra vez. Al mismo tiempo, abría la boca para pedir socorro, aunque dormía boca abajo, era un ahogo desesperante y la falta de aire le impedía saber si era escuchado o no por la hermana que dormía en la otra cama del dormitorio.
Fue así que el cuerpo entró directamente a un túnel, un túnel del color de una cebra, que giraba y giraba, llevándose al niño. Mientras descendía vertiginosamente, patas para arriba, iba desintegrándose por completo. Primero la parte inferior, los pies, las piernas y la cintura; luego el tronco, los brazos, huesos y vísperas, quedaron dispersadas en el interior del túnel, pero su cabeza quedó atrapada en el extremo de aquel embudo, de aquel tornado, de aquel cucurucho de helado de chocolate y granizado.
A pesar de todo, aquella mano derecha, aquel grito ahogado en la garganta, continuaban pidiendo auxilio en la oscuridad. Pues, una mano misteriosa mantenía apresado a Manuel Marcelino Costilla en aquel túnel psicodélico, donde vivía una bruja sin escoba.
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Habladurías
En las calles de Campo Santo vive el mismo Diablo en persona. No quiero imaginar cómo se entenderán los clérigos, los evangélicos y los agnósticos con su vecino. A más de uno le dará envidia tener semejante personaje en la vecindad, otros, en cambio, no quieren saber nada de venir visitar a sus parientes y amigos.
Yo les cuento esto porque soy nuevo en el pueblo, a los demás vecinos, los ratones le han comido la lengua.
Jorge Acevedo
Tartagal – Salta - Argentina
Botones
Mi madre decía que ella no era modista sino “pantalonera”, oficio aprendido sin escuela.
En una pequeña habitación de casa mi madre se pasaba horas confeccionado prendas de vestir en la máquina de coser Singer.
La pantalonera aprendió a reservar, entre hilos y telas, objetos para un eventual contratiempo en la costura. Guardaba carreteles de hilo, agujas de ojos, cintas métricas, tizas, dedales, sierres, tiras de elásticos, tijeras de corte, pliegues de papel manteca, moldes de costura y figurines de las revistas Para Ti y Modas, además de un cuaderno con las medidas corporales de las clientas.
Había botone almacenados en el cajón de la máquina de coser, en la cajá de galletas, en el florero y en una ollita de Palo Santo, botones grandes y pequeños, de colores y transparentes; botones para los puños de las camisas, vestidos, blusas, chalecos y los pantalones.
Esa gran diversidad de elementos y colores representaban para mí, las fichas de los juegos de mesa.
Hoy regreso a casa después de mucho tiempo. No sólo veo el retrato de mi madre, también veo esa ollita de Palo Santo llena de botones; con ellos me pongo a jugar al “ta-te-ti” y a la “dama” como si fueran aquel niño de ochos años. Botones: recuerdos y fantasías abotonadas por siempre en el pecho.
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Paulo Yarará
A Sergio Arias.
María mandó a su hijo mayor a cosechar algunas cañas de azúcar del pequeño cañaveral.
El hijo, machete en mano, comenzó la tarea con absoluta precisión. En un abrir y cerrar de ojos, en una milésima de segundos un crótalo clavó sus dientes en la pierna izquierda de Paulo Farfán Cruz. El joven campesino solo experimentó, en ese instante un leve ardor; pensó que sería una picadora de mosquito. Una vez concluida la faena regresó a casa con la zafra recostada en el hombro y el machete en la mano.
Al cabo de unos días el muchacho empezó a sufrir profundos cambios en su fisonomía: la piel se volvió escamosa con dibujos romboides, los ojos se trasformaron en perlas brillantes y fijas, en la boca le crecieron dos colmillos hipodérmicos tipo agujas, más aún, el cuerpo comenzó contorsionarse y enroscarse en sí mismo. Sin embargo, lo que más molestaba a Paulo Yarará era el colmillo derecho: le tenía pavor al dentista.
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Psicosis
Lita Williams, la maestra jardinera de la sala B, mandó a realizar una actividad: —Dibujen una fruta. Tienen una hoja de dibujo y crayones. Tienen media hora para terminar la tarea. — dijo en voz alta.
El alumno dibujó una manzana con un pequeño brote, una fruta roja con una hojita verde. Jorgito no soportó la angustia, con un afilado y punzante alfiler pinchó la manzana tantas veces como pudo. La sangre corrió por toda el aula, un acido comentario surgió entonces en toda la escuela Cornelio Saavedra.
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El espejo y los vampiros
En la casa de pensión Delia Ramírez, los huéspedes quemaban pan bendito, encendían inciensos, colocaban las escobas detrás de las puertas, poniéndolas al revés, y cubrían los espejos de las cómodas con una sábana. La intención era calmar la tormenta y alejar los truenos y centellas.
Uno de los espejos, después de la tormenta del veintisiete de diciembre, al ser descubierto nunca más volvió a reflejar la imagen alguna, ni siquiera las figuras de Mariano Cruz, el hijo del culebrero, y de Benjamín Torero, el hijo del panteonero.
Jorge Acevedo
Tartagal – Salta - Argentina