NÚMERO 9  - AGOSTO DE 2016  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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El libro recomendado:

LA LISTA DE LAS ALMAS PERDIDAS

Adriana Giraldo G

SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

MARIO BERMÚDEZ -Colombia-

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido

buscar el fuego prohibido

y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas

que destilarán tintas

que formarán unas letras

siempre inconclusas

Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle mis libros:

 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES

 

Esta vez les presento un cuento «atrevidamente político»

PÁGINA 14

 

AL PRESIDENTE NADIE LO TUMBA

 

Ella se levantó y lo primero que hizo fue mirar hacia el balcón presidencial. La habitación estaba sola, y el lado del tálamo que le correspondía al Señor Presidente, no daba muestras de haber sido ocupado aquella noche, como todas las noches de su amarga soledad. Detrás de los visillos pudo imaginarse la ciudad fría, extensa y marchita entre la ubérrima sabana, que ahora estaba convertida en un gigantesco desierto de ladrillo, latas y tugurios. El invierno se había desgajado sin misericordia, impregnándolo todo de una tristeza gris y opaca que invadía el alma de inaudita consternación. Bostezó, se desperezó y se colocó la levantadora de seda azul pálido. Miró hacia el lado de la cama que el Señor Presidente no ocupaba prácticamente desde que había sido alcalde en un pueblo allende la sabana y sobre otras montañas más agrestes. Suspiró con un dejo de triste resignación que había arraigado en su alma los espasmos tenebrosos de la soledad. Tomó un cigarrillo y lo encendió, lanzando bocanadas de humo metódicamente. Volvió a sentir el frío de la ciudad, mezclado con ese aire de rutina imperioso, inagotable, del poder prisionero entre los mármoles yertos del Palacio, pero que daban gloria, veneración, respeto y hasta miedo. Consumió con ímpetu la colilla, la apagó con reciedumbre entre el cenicero de cristal, se levantó lentamente, automatizada por los devaneos de la soledad, y entró al baño.

Una vez tomada la ducha, se vistió modesta e informalmente, como siempre había sido su costumbre. Salió de la habitación, y pudo ver los pasillos largos, cubiertos por el tapete rojo que la asolaba, invadidos por la soledad vigilada por las obras proceras de arte. Se sintió prisionera, pero continuó avanzando hasta alcanzar la escalera, a la vez que un guardia de azul, simulando ser una estatua, taconeó.

¾ Buenos días, señora.

Ella no contestó, apenas miró al jovencito de reojo y trató de sonreírle, pero tenía amarrada la dicha al olvido presente. Descendió y al final encontró a una de las criadas.

¾ ¿Y los muchachos?

¾ Los jóvenes ya salieron.

Y así había sido, los hijos del señor Presidente, sus propios hijos también, se habían terciado los morrales muy de madrugada,  y con algarabía habían abandonado el Palacio, sin que los escoltas, todos grandes y ennegrecidos por la insólita misión de cuidar personajes, les perdieran un paso.

¾ ¡Igualitos a su padre! ¾ exclamó ella.

¾ Aquí está su tintico ¾ dijo la criada de manera diligente, sin ocultar un recóndito sentimiento de compasión hacia la Primera Dama.

Ella era tan menudita, tan sencilla, con una mirada tristemente solitaria, ensimismada por los farallones de la soledad. Decían que era su personalidad, pero la verdad era que ante los embates producidos por el poder, no le quedaba más remedio que sumergirse inapelablemente en los eriales de la tristeza.

Como una persona común y corriente, ella se sentó en la cocina, encendió un nuevo cigarrillo y comenzó a libar suavemente el tito, que humeaba con una aroma exquisita y provocativa.

¾ ¿Va a desayunar, señora?

¾ Es muy temprano. Iré a saludar a mi marido.

¾ Bueno, señora.

Terminó de fumarse el cigarrillo y de tomarse el tinto, y se incorporó de la silla, retomando los pasillos entapetados de rojo, de donde colgaban las pinturas de los próceres que parecían mirarla con sorna, sin siquiera compadecerse. Sí, los retratos miran desde el más allá, y hasta recriminan las nuevas maldades del poder como catarsis de lo que ellos fueron. Ella llegó al frente del despacho, protegido por una enorme y hermosa puerta de madera blanca. Los soldados azules taconearon. Empujó una de las hojas gigantescas de la puerta, que dio un giro pusilánime en medio del silencio del amanecer. Ella asomó la cabeza al interior, y, entonces, pudo verlo: Estaba detrás del gigantesco escritorio con los ojos cerrados, impávido, diminutamente recio, como extraído de otro mundo, simulando un aspecto fantasmal. El señor Presidente percibió la presencia de su esposa, sonrió sardónicamente y la saludó.

¾ Buenos días, mija.

¾ Buenos días ¾ contestó ella, mientras avanzó hasta él y le estampó un beso en la frente.

¾ ¿A qué hora te levantaste?

¾ No he dormido, hay mucho trabajo, la Patria lo necesita ¾ contestó él ¾. He pasado la nochecita trabajando.

¾ Te vas a enfermar.

¾ El yoga no me deja enfermar, y el sueño es un mal consejero para el trabajo.

¾ Tus ministros están agotados ¾ protestó ella débilmente ¾ ; se duermen en todas las reuniones.

¾ No digas eso, solamente meditan en lo que oyen; cierran los ojos para poder atender con mayor concentración; la vista distrae.

¾ Los medios dicen que están cansados.

¾ Ellos siempre dicen sandeces, mijita ¾ contestó el Señor Presidente.

¾ Puede ser ¾ contestó ella.

¾ Ha venido un maestro oriental para enseñarme a hacer yoga de pie, mientras atiendo mis quehaceres de gobierno. Tú sabes que el yoga supera cualquier deficiencia física y mental, mija, de esta forma, al menor asomo de cansancio, hago yoga de pie, nadie se da cuenta, y me repongo instantáneamente. El gobierno no se puede abandonar ni siquiera durante el sueño. Los terroristas pueden aprovechar cualquier pestañeo.

¾ Hay de ellos por todas partes.

¾ Sí, mija, por todas partes.

¾ ¿Vamos a desayunar?

¾ Tengo que firmar unas cositas, mija, ya bajo; ve tú que ya te alcanzo ¾ repuso el señor Presidente.

Él ya había firmado, durante la noche, mil decretos, había atendido otro tanto de llamadas, especialmente de gente humilde que lo llamaba para contarle sus penas y solicitarle su redentora ayuda. Él los atendía con ese cariño paternal tan peculiar, pero a la vez tan recio que crepitaba infinito desde su gran corazón y que dolía en alguna parte. Les decía hijitos, les lanzaba unas palabras sencillas de consuelo, y al otro lado de la línea, los humildes sonreían victoriosos y reconfortados. “Ya veremos qué puedo hacer por usted, hijita” “No se preocupe, hijito, oraré por usted.” Ojeaba los periódicos con una sagacidad de lectura rápida, cayendo siempre de primer plano sobre las difamatorias noticias acerca de los avatares de su gobierno, que los conspiradores disfrazaban de críticas sanas. Estrujaba con rabia las hojas, como ahorcando a los difamadores. En la oficina adyacente a su despacho, estaban los oidores de radio, prestos a comunicarle al Señor Presidente cualquier diatriba lanzada por los ilustres periodistas en contra de su gobierno. Aquello parecía una estrategia bien fundamentada, para subirlo de manera gloriosa por las escaleras de la popularidad. Un reconocido periodista señalaba algunos puntos opugnadores, y de inmediato se le abría la línea telefónica al Señor Presidente, quien salía al aire por más de dos horas, primero con una vocecilla de cordialidad indiferente, y luego tomar el verbo aguerrido para defenderse de las calumnias, de las diatribas y de los pocos inconformes, que siempre estaban vilipendiando contra él.

Nadie podía explicarse cómo hacía él para que el tiempo le alcanzara para cumplir con los inagotables menesteres del poder, y jamás nadie tuvo la dicha de verlo en pijama, sino siempre de pie, despierto como si se hubiera echado el más plácido de los sueños, mientras que la verdad era que dormía sentado en el escritorio presidencial, haciendo una profunda y corta sesión de yoga. Eso sí, muchos lo adularon por la maestría como se lanzaba desde una tarabita y con la experticia con la que atravesaba un tobogán, en medio de las olas simuladas. Muchos trataron de espiar su secreto para adquirir el poder de la vida eterna y resistente ante los embates inclementes de la cotidianidad, aunque ya con canas, pero él, con esa sagacidad montañera, lograba descifrar sus malévolos planes para robarle el secreto del yoga, y de esta forma no tener competidores, pues soñaba no contar con ellos por mucho tiempo. A través de esos ojillos, el Señor Presidente era capaz de escudriñar, produciendo escalofríos en el interlocutor, las necedades negras del alma de sus adversarios, especialmente. Su poder iba más allá de las mamposterías de la ciudad amurallada, más atrás de las selvas depauperadas, y se alzaba invencible sobre los montes y cañadas de la patria como el águila guerrera. Y su espíritu paternal le permitía regañar a quien fuera, desde sus militares, sus ministros y hasta a los pelafustanes de la calle, que apenas veían pasar la gigantesca caravana de protección, bostezaban o inhalaban su bolsa de adhesivo, sin importarle que allá fuera el Señor Presidente, pues el reino de los desamparados no es de este mundo.

¾ ¿Y por qué siempre carros negros?

¾ No lo sé, Ñatas, siempre son negros.

¾ Eso parece, más bien, un funeral.

Y levantaban el tarro de pegante para oler el paraíso de la desgracia, mientras que la caravana presidencial pasaba oronda, desportillando el pavimento.

Muchos, los más obsecuentes y admirados, esos mismos que pertenecían al insondable eslabón de las encuestas mayoritarias, creyeron que tenía el poder de la ubicuidad, todo debido a esa aureola de santidad que adornaba piadosamente al Señor Presidente desde tiempos atrás, cuando había irrumpido a físicos puñetazos en la Registraduría Departamental a reclamar el triunfo de su gobernación. Y la gente quedaba atónita, porque no podía entender cómo había estado todo el día en una reunión internacional, liándose contra los difamadores internacionales a garrotazos verbales, a la vez que escuchaban que estaba en una ceremonia de la Virgen María en un pueblo de la cordillera, para verlo aparecer, al mismo tiempo, en los consejos de desarrapados en donde su mano bondadosa les regalaba fajos de billetes para desterrar la pobreza. Todo el tráfago de su mandato, toda la bondad de su corazón, todo el temple de su personalidad, sumadas a la indiferencia por el destino, su amor incontrovertible de patria, lo hacían aparecer como el único capaz de regir los destinos de una nación de cafres. El poder de los maestros orientales lo sostenían con los cordeles que tapaban la realidad, para que todos se sintieran en el paraíso que él se esforzaba sin desmayo en construir con la acción de su taumatúrgica palabra. Así que era imposible controvertirlo, porque ante su sabiduría montañera no había siquiera el menor resquicio por donde pudiera fluir el más pequeño de los errores, sumada la virtud de esa omnipresencia, símbolo inequívoco de su santidad. Muchos aseguraron que hasta lo vieron caminar sobre las aguas, multiplicar los panes y los peces en una aldea caribeña, convertir el agua en vino en una boda de habitantes de la calle, sus vecinos, los que se asesinaban entre el vicio y la delincuencia a unas pocas cuadras del Palacio Presidencial. Otros, colgaron las oraciones cotidianas de sus moralejas y de sus refranes en sus alcobas y les adjudicaron un poder milagroso, capaces de curar a los niños que se morían de hambre, o capaces de curar a los enfermos en las puertas de los hospitales, en donde no les permitían entrar sin pagar un dineral, todo gracias a una ley que él, siendo parlamentario, había promovido, eso sí, con el único ánimo de curarlos con su poder presidencial tiempos más tarde. En las procesiones de Semana Santa, colgaron su estampa presidencial al lado del Nazareno desgarrado por la demencia humana, y lo proclamaron Señor Todo Protector de la Nación. Fue erigido doctor por toda causa y sabiduría, envuelto entre la toga que evocaba el poder imperial.

Pero para el Señor Presidente no hubo obsesión diferente a la de los terroristas, que pretendían acabar con todo lo que encontraran a su paso. Los veía colgados de las ventanas de Palacio, los sentía entre la carroña humana de las calles, los imaginaba como peces en el mar capaces de atacarlo cuando nadaba en un alarde de popularidad, los disfrazaba de políticos izquierdistas para poder atacarlos. Era una obsesión arcana e imbatible, quizá la única angustia que no lo dejaba dormir. Y aseguraron que el Señor Presidente le había solicitado a los maestros de oriente que le enseñaran y lo adiestraran en los difíciles artes de la precognición y de la telequinesis, para saber en qué lugar se escondían los terroristas y, por medio de la mente, poderles lanzar piñas exterminadoras, que pudieran redimir a la patria de la infamia. Y no fueron pocos, los que se atrevieron a asegurar que por medio de la meditación, sentado en su despacho presidencial en una ciudad que aborrecía, como lo era la capital, había logrado aniquilar de un infarto al máximo cabecilla de los rebeldes, y que había hipnotizado desde la distancia a un guardia de seguridad para que asesinara a su jefe y le cortara la mano como prueba de su poder imbatible y convertirla en trofeo de recompensa. Los más iluminados comprendieron, no sólo lo magnánimo de su poder, sino que lo compararon solemne y piadosamente con el Redentor, porque, sin argumento contundente y sin prueba alguna, no solamente difamaban contra su gobierno, sino que algunos, muy pocos por fortuna, se atrevieron a calumniarlo, poniendo en duda su inmaculado pasado. Si difamaron de Jesús, mija, ¿por qué no de nuestro presidente? Los perdularios hicieron correr una serie de consejas en oscuros conciliábulos, para decir que él tenía un pasado malvadamente negro, y que hasta había sido cómplice de los fariseos, y que, para colmo de males, había sido amigo íntimo de un tal Judas el Iscariote, y para completar, que inexplicablemente se había enriquecido de la noche a la mañana, sin que nadie más conociera de él otra actividad más que la de profeta redentor. Lo acusaron infamemente de haber conformado y apoyado al grupo de los zelotes, una temible banda que desmembraba a la gente y que realizaba degollinas gigantescas en las aldeas de Israel. Lo señalaron, descaradamente, de haber regalado un plato de lentejas a dos de los integrantes del Sanedrín, para que le permitieran continuar en el poder para cual había nacido con el fin de perpetuarse en él. Ahora, todos esperan que una nueva marrullería de la política a favor de los intereses del Imperio Romano, sostenga en el trono al Invicto Rey de Judea.

Entre tanto, la Primera Dama salió al jardín del palacio a deshojar margaritas, sintiéndose viuda y sin hijos porque el terrible monstruo del poder se los había devorado inexplicablemente, desde el momento en que un pelafustán se trepaba a los pupitres  de la escuela a pronunciar ardientes discursos, asegurando que sería presidente por siempre. Y la profecía se cumplió, comprobándose su poder soteriológico. Ella, tan silenciosa y sumisa a los designios mesiánicos de su marido, se miró más allá de la reja que protegía el palacio. Vio que por la acera del frente cruzaba un fematero, cargando el fardel de su desgracia a sus espaldas. Se acercó hasta la reja, por dentro, y lo llamó. El guardia azul se asustó.

¾ Déjelo venir ¾ ordenó ella.

El fematero sonrió, dejando ver sus dientes blancos entre las montañas de mugre que rodeaban su cara. Pasó la calle, mientras el guardia infantil le cedió el paso a pedido de la Primera Dama, quien tenía un par de flores entre las manos.

¾ Se las regalo ¾ dijo ella.

¾ Gracias, monita ¾ contestó el hombre.

¾ ¿Usted sabe quién soy?

¾ No señora.

¾ La esposa del presidente ¾dijo ella con voz triste.

¾ Ah, sí, al presidente nadie lo tumba.

 

Bogotá, 10 de Junio de 2008