EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

ABRIENDO EL OJO: ARTE VISUAL

Sebastián Romero Cuevas

 

 

UN CUENTO PINTADO DE REALIDAD

Jesús  Antonio Báez Anaya

 

POESÍA ERÓTICA

Carlos Ayala

 

EL MITO COSMOGÓNICO

Mario Bermúdez 

 

 

ANTOLOGÍA DE MEMORIAS A LA LUNA

Johan Bernal

 

SELECCIÓN DE ESCRITOS

Patricia Lara P.

 

PRINCIPALES RAÍCES GRIEGAS DEL ESPAÑOL

Mario Bermúdez

 

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MARZO DE 2015 - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA: PATRICIA LARA P. - BOGOTÁ D. C. - COLOMBIA

UN CUENTO PINTADO EN REALIDAD: JESÚS ANTONIO BÁEZ ANAYA

 

Nacido en Rionegro, Santander el 12 de mayo de 1956.

 

Hijo de padre rionegrano y campesino, de madre maestra de primaria, estudié esa parte en el corregimiento de Misiguay, del mismo territorio municipal.

 

Bachiller  Mecánico Industrial del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, regido por los Hermanos Cristianos en Bucaramanga.

 

Tres hijos de un primer matrimonio siguen mis pasos.

Por más de treinta años trabajé en publicidad exterior, teniendo mi propio taller de fabricación de vallas y señalización industrial. Ahora me dedico a la  fabricación de réplicas a escala de vehículos, trabajadas en madera y a partir de imágenes fotográficas.

 

Escribo algunas vivencias desde mi juventud, a veces en prosa y también en rima.

 

Residente  hace diez años en Medellín.

 

La plumilla de mi pueblo.

 

Cuando desde la carretera empezó a ver los tejados del pueblito que ahora comenzaba a querer, sintió que el palpitar de su corazón se hacía más rápido. Ya había ido unas cuantas veces, pero para ella era un pueblo más de los tantos que hacen bello el territorio santandereano.

 

Solo que ésta vez, una vuelta del destino había cambiado la forma de ver el montoncito de casas que se recuestan cariñosas sobre la falda de la montaña, mientras se deja bañar por el cristalino río bautizado lo mismo que él. Y es que solo había una causa para verlo distinto: Se hallaba enamorada. Esa circunstancia la enrumbó hacia allí.

 

Ya el añejo automóvil, que iba y venía todos los días, hasta y desde la capital, había tomado el desvío de Cristo Rey que lo llevaría a la plaza. Porque todavía era plaza. Esa vieja plaza que recogía en su regazo los toldos mercantiles de lunes, jueves y domingos, cuando los campesinos volvían allí para vender sus cosechas, comprar el mercado y tomarse unas cervezas.

 

Pero ese hoy era martes, así que no había tanto bullicio cuando por el vidrio delantero del taxi, el centro del pueblo se asomó a sus ojos.

Una vez pagó el pasaje, pensó -y actuó- que tomarse un café le permitiría definir cual parte del pueblo plasmaría en uno de esos trozos de opalina que  -en una carpeta de colegio- acompañaba unas plumillas, algún pincel, una tabla de soporte, un frasco de tinta china y varias servilletas que servirían de papel secante, por si algún accidente, en esa labor por la que iba y que se le había ocurrido una semana antes.

 

Se encaminó hacia la parte baja de la plaza y en ese tradicional negocio del primer piso de la alcaldía, pidió un café bien cargado, que fue saboreando sorbo a sorbo, mientras en sus ojos y en su mente, bullían las perspectivas y las imágenes revueltas e insaboras de las calles, de las casas, de la iglesia.

Quería que su obra fuera diferente a todas. ¿Pero que mejor imagen de un pueblo que su iglesia..? Esa sería su obra. Lo distinto estaba en que no sería una fotografía. Y sí, lo que ella sabía hacer muy bien. Un "retrato" en plumilla, trazada en directo desde sus ojos al papel.

 

El tinto ya se acababa y aún no había hallado el encuadre para una buena visión que le permitiera dejar en el "lienzo" los mejores flancos del templo. El más sugestivo y sugerente estaba en una de las ventanas de la Alcaldía. Pero casi imposible era que le dieran permiso para hacerlo desde allí.

 

Recordó de súbito, que para ella los "casis" no existían y fue en busca de la entrada principal de esa casa centenaria, subió por uno de los caracoles que,  también centenarios, habían sentido, oído y servido a muchos vecinos en sus trámites ante el gobierno del pueblo.

 

Una vez frente al secretario del alcalde, que no estaba ese día, contó y pidió, que quería hacer y el porqué de su ilusión. Solo necesitaba que le dejaran contemplar desde la primera ventana que se ve a la izquierda, cuando se mira desde la plaza. Ah... y que le prestaran una silla. El resto correría por su cuenta. Ese resto estaba en sus manos, en sus ojos, en su mente y en su corazón. Donde también estaba él.

 

Sus mejillas estaban más rosadas que siempre. Casi rojas. Era común en su rostro este cambio de tono, cuando una alegría, una risa o una inquietud la acompañaban.

Se sorprendió un poco cuando escuchó un si por respuesta, pero ahí mismo se dio cuenta de que estaba en un pueblo amable. Dio las gracias mientras le acercaban la silla y con la promesa de no molestar, se acomodó en ese rellano que hay entre el piso y la baranda, casi más centenaria que la misma casa.

 

Sacó de su carpeta de colegio los trastes de pintor, fijó en la tabla una de las hojas -blanca como su alma- destapó el frasco de tinta y entre un suspiro suyo y el sol mañanero del pueblo que hacía ver mejor la iglesia, sus manos empezaron a traer desde el otro lado de la plaza, las aristas, los círculos, las sombras y las luces de una iglesia siempre amarilla, que le servía de modelo y de inspiración.

 

Mientras la plumilla iba y volvía, con movimientos rápidos y firmes, apuntó en la memoria la hora que marcaba el viejo reloj y dejó vagar en su interior un poco de interrogantes que la tenían inquieta.

Pensó en aquella semana que llamaban santa, la de ese año diferente, cuando en una repartida de cartas del destino, quedó en el mismo sendero de ese ser que ahora le atraía. Por qué? No sabía. Tal vez porque el destino es necio, casi siempre.

 

Porque sus rutinas diarias, sus idas muy de mañana a la universidad, sus manos transformando la espuma en arte; la redacción, transcripción y lectura de actas en aquel grupo donde el destino -otra vez necio- la había llevado, eran algo que se iba evaluando en otro corazón. ¿La razón..? Seguramente porque cuando hay una forma de comparar, aunque dicen que no se debe hacer, se puede escoger lo mejor.

 

¿Sería posible estar viviendo lo que su corazón sentía? Claro que era posible. Claro era, que el amor había tocado y entrado sin pedir permiso en su corazón. Y lo más claro es que ella no quería sacarlo, quería consentirlo allí dentro, entre ese secreto que por poco, parecía volverse público.

 

Tenía un poco de hambre, analizó en uno de los descansos que pedían sus ojos. Sacó de su bolso unas galletas que había comprado en la tienda de abajo para redondear un billete, recordando que eran de las mismas que había probado en una tarde de trabajo, al lado de él, mientras hablaban en un descanso de arte y de ilusiones.

 

Volvió a mirar el viejo reloj, hizo cuentas y entendió que ya se habían ido casi tres horas, dos que le había robado a la mañana y un montón de minutos que la tarde se llevaba entre el sopor de un pueblo que dormitaba un poco al medio día.

 

¿Cuántas veces esas calles, esa iglesia, esos árboles habían visto crecer a quien ahora en su corazón estaba? ¿Cuáles...? ¿Cuándo...?

 No. Ya estaba bien de interrogantes, que tal vez nunca tendrían respuesta.

 

Solo faltaban unas líneas en el costado derecho del dibujo, del lado norte en la visión real del pueblo. Las fue trazando sin afán, derramando con la tinta todo el resto de cariño que había puesto en esa obra. Sus ojos, luego, fueron hasta la iglesia, vinieron a la hoja, una y otra vez. Eran iguales las imágenes... bueno, semejantes. Porque allá había color. Y aquí, las líneas negras de una plumilla sutilmente manejada por una mano sabia, hacían imaginar una sombra entre un montón de luz. Tal vez como una madrugada con neblina, tal vez como una noche donde pudiera brillar el sol. Sonrió. Con esa misma sonrisa, que -ella no lo sabía aún- era una de las causas de que estuvieran enamorados.

 

El sol ya estaba entrando por los ventanales frontales de la alcaldía.

Sin prisa, guardó con cuidado sus elementos de trabajo y la hoja que ahora tenía plasmados su corazón y su alma, la puso entre otras dos que se quedaron sin usar. Terminó de comer una galleta solitaria y cuando tomó la silla entre sus manos para entregarla, se dio cuenta que varias personas, además del Secretario, contemplaban -nunca supo por cuanto tiempo- su oficio de artista enamorada. Sonrió y otra vez, la piel de sus mejillas se fue llenando de color.

 

Dijo un "gracias" que encerraba todo, volvió a sonreír y apretó con fuerza entre sus brazos y su pecho, aquella carpeta de colegio que en el INEM le había servido para guardar previos, trabajos y calificaciones, pero que ahora portaba el mejor regalo que, imaginó, pudiera dársele al ser que amaba.

 

Bajó por el otro caracol que servía como escalera, sintió que las tablas chirriaban bajo sus pies y supuso que alguna vez, los pasos de un niño habían ayudado a desajustarlas. Y sonrió una vez más. ¿En cual niño había pensado..? Es que su sonrisa era una costumbre halagadora.

Salió a la plaza, tratando de buscar en la distancia un reloj que marcara las horas con más prisa, para entregarle más rápido "la plumilla de tu pueblo" como empezó a llamarla.

 

En el taxi de turno estacionado en la Calle Real, faltaban dos pasajeros para el cupo. Le dijo al conductor que ella pagaría el faltante y con afán, sentada en la orilla derecha trasera, se fue escuchando las rancheras que sonaban en los bares de otra calle tradicional en el pueblo que se iba convirtiendo en suyo.

 

SEGUNDA PARTE

 

 

En esa avenida que ha parecido siempre una montaña rusa  en la mitad de Bucaramanga, repleta de transeúntes, carretillas, mendigos, bultos, buses, aromas de basura; con un poco de miedo se bajó de aquel taxi gris que quizás alguna vez fue una patrulla y buscó la parada de bus más cercana, para esperar uno que la llevara por los lados de su casa. Ya la tarde avanzaba calurosa.

 

Almorzó recordando que precisamente al compartir un almuerzo, un día de trabajo previo al inicio de las festividades de la ciudad, se enteró de los sentimientos que la traían entre feliz y preocupada.

Fue una confesión rápida, directa, concisa. Sin rodeos. Casi se atraganta con aquel pedazo de solomo asado que acababa de recibir. Y la explicación a ese regalo fue la pincelada final en ese cuadro de declaración de amor. La que marcaba el comienzo de un romance que se hacía imposible.

 

Pero existía. No podía negárselo, ni olvidarlo. Por eso la mañana y parte del medio día lo había destinado a crear un detalle que quizás con el tiempo se podría convertir en un recuerdo. Por ese amor que inundaba su sentimiento, sin dejarla pensar en el mañana.

 

Dio las gracias a su mamá por la vianda, pasó por el lavabo y en el espejo, volvió a sonreír. Y notó que sonreía con picardía, con esa alegría que sienten los enamorados.

 

Se dejó caer sobre la cama, pensando en una reunión de trabajo que a las cinco de la tarde le dejaría verlo nuevamente, entregarle todo lo que había en aquella hoja de opalina, contarle sus aventuras en el pueblo para que algún día, con ellas, escribiese un cuento y seguramente se sonriera mucho ante los ojos pequeñamente incrédulos del ahora dueño de su sentir.

 

Despertó con el tiempo justo para alistarse y hallar un transporte hacia la sede del evento. Buscó ágil, pero sin angustias, un “jean “que sabía a él le gustaba verle y el buzo crema con el estampado tropical que le trajo su hermana de las islas.

Salió presurosa y recorrió las tres cuadras que separaban la casa de aquel parque que se parte en dos para dejar pasar el tráfico que va o viene hasta y desde la frontera.

 

Cuando llegó al inmenso lote que se iría convirtiendo en un pueblo gitano, como cada vez que ARTESANOS UNIDOS DE SANTANDER organizaba la feria;  consiguió decidir que solo le entregaría "la plumilla de tu pueblo" al terminar la reunión.

 

Se saludaron como de costumbre, sonrientes los dos y se integraron a sus compañeros para discutir mil temas de la organización. Eran casi las ocho de una noche llena de estrellas, sospechosamente cálida en un septiembre lluvioso y frío.

 En la terraza vieja de lo que alguna vez fue una fábrica de refrescos muy famosos, que se usaba como tarima de espectáculos y contemplando en la avenida el paso agitado de quienes regresaban a sus casas después de trabajar, le preguntó sin dudas y sin darle tiempo para pensar, que era lo que más quería de su pueblo. Sonrieron, mientras en los labios y en la mente de él, patinaban palabras que peleando, querían ser cada una, la primera.

 

Entonces él dijo que la gente, que el río, los recuerdos de infancia, que los paseos de la mano de su padre en días de mercado cuando chico, que los carros, que la iglesia...

No lo dejó seguir con el listado de sus gustos. Mientras el acomodaba las palabras, ella fue sacando de la carpeta... si, de esa misma carpeta de colegio, aquella hoja donde había impregnado, mezclándolos: la tinta, los trazos, su corazón y su alma, en una imagen que hablaba sola.

 

En su mano derecha estaba ese cuadro exclusivo, único e irrepetible. Con la izquierda rodeo la espalda ancha de su amigo, mientras su voz en un arrullo eterno le decía que lo amaba desde siempre y ese siempre no tenía ubicación ni en el tiempo ni en el espacio.

 

Callado, sonriente, extasiado, entretenido y solemnemente grato, mientras escuchaba esas palabras que parecían una balada de amor, sintió que sus ojos se encharcaban de alegría. Algo que nunca pudo controlar y  por lo que muchas veces recibió críticas a sus lágrimas. Ahora un par de ellas, reflejaban en sus mejillas bajo una luna cancionera, que de su corazón estaba brotando un manantial de gratitud.

 

Se quedaron un buen rato contemplando ese pedacito del pueblo trazado con cariño, mientras le contaba las peripecias del viaje esa mañana, la bondad del pueblo, el detalle del sol iluminando cielo y pueblo, todo porque quería regalarle algo que nadie nunca pudiera repetir.

 

Aún se oía el conversar de los trabajadores que preparaban casetas y tablados. Creyeron prudente despedirse y marchar cada uno hacia su casa. La ilusión pensada y soñada, estaba cumplida. La obra, la iglesia de ese pueblo ahora consentido por ella también, pintada con amor, con dedicación por sus manos generosas, ya era de su propiedad. No sabía que iba a seguir de ahí en adelante. No era fácil tejer tantos sueños en un telar que tenía "dueña".

 

Habría que superar momentos y esperar que sus ratos compartidos pudieran volverse eternos.

La vida siguió. Las horas y los días se convirtieron en historia, mientras iban llegando otros. Las fiestas de la ciudad empezaron, llenaron de alegría a la gente y también se fueron. Solo quedaba el eco del bullicio y los saldos de una semana diferente.

 

Él, en una carpeta de cartón que tomó de la oficina ferial, guardó aquel dibujo ensoñador, para llevarlo hasta su casa cuando fuera el momento. Después, allí permaneció escondido por un tiempo, porque mientras  en y para el resto del mundo era una obra de arte, en esas cuatro paredes lánguidas y sin mañana, se convertía en un pecado. Su dueño no se atrevió a mostrarlo, simplemente lo dejó entre las zarzas de una rutina silente y dañina que venía destrozándolo todo.

 

Lo alcanzó a imaginar enmarcado con molduras de cedro y arabescos dorados, como se usaba entonces y al frente de la sala de su apartamento. O tal vez sería mejor un marco lineal con prolongación de fique, como había visto uno en la galería. No sabía cómo lo iba a lucir en el tiempo por llegar. Eso sería un acuerdo mutuo con su otro corazón.

Y guardó también un prudente olvido pasajero para no llenarse de tantas ilusiones, que parecían borrosas en un horizonte oscuro y fantasmal.

 

Una noche, mientras entretenía las horas aliviando el trabajo magisterial de la mamá, le restregaron los pecados. Y entre los sacrificios que quiso hacer para salvar un navío que ya venía condenado desde siempre al naufragio, tomó en sus manos "la plumilla de tu pueblo" que le alcanzaban y se dejó imponer la orden de acabar con ella "para que se borren los recuerdos de la intrusa". Nunca supo la ignorante, que ahí, justo en ese instante, el recuerdo se volvería eterno; invisible pero permanente.

 

Temblando con las manos que la sostenían por última vez, recibió las lágrimas que caían de unos ojos tristes. Esta vez eran de rabia y de tristeza. Y empezó a sentir, porque ya había tomado vida, que su dueño rasgaba su cuerpo de papel y su imagen de tinta y de ternura. Sin piedad, porque la piedad ahora estaba en el barco lastimero, esas mismas manos que alegres recibieron su existencia, ahora desgarraban sin razón su corta vida.

 

Tristes pedazos de un papel querido y de un amor que había que matar cuando apenas nacía, resbalaron de unos dedos inermes, cruelmente quietos y culpables.

Eran mis dedos, mis manos que ingenuas querían con este crimen al arte, revivir algo que por un tiempo agonizaría hasta morir.

 

"Se puede tornar, por amor, en un imbécil", leí alguna vez en un viejo cuaderno donde mi abuelo guardaba de su puño y letra, frases que oía y que le parecían sabias. Y si que lo eran.

Y el imbécil, ahí, fui yo.