EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. (COLOMBIA)  - CARLOS AYALA (MÉXICO)

JUNIO DE 2015

NÚMERO

3

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Hilda Yolanda Montemayor González

   

 

 

Originaria de Monterrey, Nuevo León, México. Labora como Terapeuta Familiar. Es miembro del Taller Literario El Nudo y pertenece al selecto grupo de Escritoras del Norte de México.

Ha participado en:

Certamen Internacional de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), publicando los poemas; Luna y Cielo de Infancia en la  Antología Letras Vivas 2013.

Primer Encuentro de Escritoras Nudistas (Mayo 2013)

Letras y Performance II     (Noviembre 2013)

Ciclo de Escritores Emergentes (Febrero 2014)

Ciclo Escritores en su Tinta       (Junio 2014)

Segundo Encuentro de Escritores Nudistas  (Agosto 2014)

Letras y Performance III en el Marco de la Feria Internacional del Libro (Octubre 2014)

Ciclo La Fama Conboca. (Octubre 2014)

Ciclo Días Feriados FIL (Feria Internacional del Libro) (Octubre 2014)

Sopa de Letras Femeninas (Marzo 2015)

Jornadas Literarias “Las Palabras Estallan”  (Marzo 2015)

Ciclo Escritores Emergente Capitulo II   (Abril 2015)

 

A Tiempo

       

Entre las ramas de un árbol, las hojas se movían de manera peculiar, era como si entre ellas saltara un pájaro invisible.  Marita se detuvo a observar, le pareció ver un pequeño angelito juguetón, sonrió feliz y siguió su camino acompañada de aquella presencia.

A las tres de la tarde tenía una cita importante en casa de Rosy, Don Julián, su papá,  acababa de comprar un maravilloso invento que transmitía dese lugares lejanos música y noticias.

Estaba emocionada, le habían contado que esa caja tan pequeña parecía tener dentro una orquesta completa. Ese día todos los niños escucharían un programa especial para ellos.

Al llegar, abrió de golpe la puerta, toda alborotada  abrazo y llenó de besos a su mamá.

En su recamara, acomodo las muñecas cada una bien vestida sobre la cama, las cortinas se mecían suaves y entre la seda su amiguito sonriente revoloteaba.

-       -Mamá ¿ya son las tres?  - Pregunta alegre la niña.

-      -No, hija, aún falta una hora para comer. – dice Guadalupe desde la cocina.

Marita baila entre las habitaciones dando vueltas, convirtiendo su vestido rosa en una campana festiva. Al tiempo vuelve a gritar.

-       -Mamá ¿ya son las tres?

-       -No, mi niña linda ven a la mesa, vamos a comer.

Retozando la chiquilla se sienta en su lugar, levanta la cuchara llena de fideos, unos caen al plato, otros llegan hasta el mantel y unos cuantos se estremecen como trompetillas al ser sorbidos por su pequeña boca. Las risas de madre e hija, llenan el comedor.

-       -¡Mamá! ¿ya son las tres?

-       -Faltan quince minutos mi amor  -contesta Guadalupe que es toda paciencia.

-       ¡Ya casi es hora, tengo que ir con Rosy, tengo que ir!

-       –Ven aquí traviesa, - la mujer se arrodilla frente a la niña y levanta el brazo - En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

-       -Amén, mamita – Interrumpe la niña y besa su mano efusivamente.

Marita corre, Guadalupe la observa desde su puerta. Rosy, su vecina, vive a escasos cincuenta metros.

La emoción de la niña era tanta que sentía su corazón agitarse y hasta la luz le parecía más brillante. En casa Don Julián, preparó en la pérgola del patio, una mesa para poner el aparato. “Cuidado con el cable, es peligroso” instruyo a los niños. Todos esperaban dispuestos alrededor; Rosita apenas de diez años, se sentó con su hermanito menor en brazos, Lauro apoyaba los codos en el mueble, a su derecha, muy formal con las manitas atrás estaba Lucía, a continuación, de frente al artefacto estaban los cuatro más pequeños, entre ellos  Marita.     

 Encendió la máquina y empezó la introducción del programa. Se trataba de una hora completa con cuentos de animalitos acompañados con música.

Al fondo del patio se ve llegar a Juventino, hijo mayor de la familia, Quien volvía de una exitosa cacería. Al hombro traía un par de conejos y tres tórtolas, se detuvo brevemente en la noria para tomar agua fresca, colocó las presas en el suelo y recargó el rifle en el sillar. De pronto las ramas de la hierbabuena se movieron, nuevamente parecía que algo saltaba entre ellas, la niña miró hacia el arbusto con una tierna sonrisa. Sin explicación alguna el arma cayó al suelo soltando un tiro. El disparo se escuchó asustando a todos. Las palomas volaron,  los perros se escondieron, la familia salió corriendo y del grupo de niños, Marita se desprendió como un suave pétalo.  Un silencio denso llenó el lugar, nadie pudo hacer nada, eran las tres de la tarde en punto, llegó fiel a la cita que tan ansiosamente había esperado.

Su encuentro con Dios.

 

 

Boda de Pueblo 

 

En el rancho “La Encogida” se preparaba la boda de Lucho Treviño y Lupanita Cantú, evento de gran pompa, sobre todo por la familia de la novia, don Platón Cantú había sido síndico primero y regidor por lo menos en seis administraciones, todos los avecindados estaban formalmente invitados. Un acontecimiento como éste le daba revuelo al pueblo, bastante adaptado a su monotonía.

Bertita, señorita, de las de antes, virgen hasta las cachas, educada en el Colegio de las hermanas del Perpetuo Socorro, buscaba en su ropero el atuendo adecuado para la ocasión, entre las glorias de otros tiempos lo más presentable era la ropa con que había ido a la boda de tía Octavia (que en paz descanse). Era un vestido de encaje negro, que aún le caía al talle como en su mejor momento, se sintió complacida, zapatos, medias, mantilla,  listo.

El día de la boda Bertita buscaba con desesperación en sus cajones blúmeres negros, ya que el vestuario lo ameritaba y los únicos de que disponía tenían algo dañado el resorte, dado el apremio, los sacó y se los puso.

La misa de doce terminó sin sobresaltos, de allí pasaron los presentes a la casa grande, donde se dio rienda suelta al jolgorio y la comilona.

Bertita no acostumbraba bailar, pero a la insistencia de Ponciano y a la falta de amigas para cuchichear, extendió su mano y salió al redondel. Esa tarde experimentó lo que nunca, los brazos del mozo cincuentón que la escoltaron a la pista, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, sintió latir más que su corazón, ese  deleite la rodeó en una desenvoltura que disfrutaba.

Ya por la media noche, entre huapangos y polkas, la señorita sintió que de golpe cayeron al suelo sus bragas, en un astuto movimiento,  de un salto las sacó de sus pies y siguió zapateando. Para su desgracia, al terminar la pieza el conjunto marcó una parada, cuando todos dejaron la pista, en medio sobresalía el negro lunar. Don Platón se levantó de la mesa y con curiosidad observó la prenda, enrojecido del rostro, con vergüenza e indignación, erguía en su mano, lo que para él era una afrenta:

    -¿¡Qué significa esto Lucho!?

Lucho no pudo articular palabra, no sabía de qué habla su suegro.

    -¡No te hagas el inocente! – grita don Platón. 

    -Un calzón negro, es señal inequívoca, de una amante despechada.

Doña Natividad, mamá de la novia, corrió para llevar a Lupanita a sus habitaciones.

    -Menos mal que nos dimos cuenta a tiempo –abrazó a su niña y de paso le dio en la cabeza a Lucho con un florero.

La concurrencia rezumbaba entre murmullos.

    -¡Mira, tan seriecito que se veía!, ¡Y la mamá, es de la Vela Perpetua!, ¡Esos mustios son los peores, traen la música por dentro!

Bertita sentía volver el estómago, sus valores la obligaban a reclamar la propiedad de los chones, pero la vergüenza enmudecía sus labios. Don Platón, limpiando el sudor en su frente, avergonzado, despidió a los comensales.

Caminado rumbo a casa, Bertita se dio cuenta que algo en ella había cambiado, por vez primera se sentía libre y feliz. Y sonrió cómplice de sí misma, cuando escucho a Ponciano, mientras se acercaba a ella:

    -Bertita, ¿la acompaño a su casa?   

 

 

La Niña Ruda

 

 

¡Te voy a matar!

Aquella amenaza resuena en mi cabeza al ver de nuevo el parque.

Yo tenía nueve años y ese verano prometía ser el mejor. Pasar las vacaciones con tía Lupita era lo máximo, el parque estaba frente a su casa y los niños del barrio eran en su mayoría de mi edad. En ese lugar dábamos rienda suelta a toda clase de juegos, teníamos un fuerte, hecho con una gran caja y unos trozos de triplay, en él éramos; piratas en alta mar, astronautas, vaqueros, indios, la lista era interminable. Un día que pateábamos el balón en la cancha de básquet, ella apareció, era más alta que nosotros, arrastraba una mochila de rueditas, con quién sabe qué cosas dentro. Se detuvo a unos metros y nos miró.

    -¡Fuera de aquí! , gritó enérgicamente.

No hicimos caso y seguimos jugando. 

De la nada nos vimos envueltos en una lluvia de piedras, vaya que era ruda la niña, salimos corriendo a nuestro refugio, por un rato la observamos, estaba sola, no jugaba, simplemente se quedó allí, luego de un rato tomó su mochila y regresó por donde vino.

 

A partir de ese momento ella decidió dónde y cuándo podíamos jugar, de igual modo si le parecía nos echaba a correr a palos. Un día cansado de sus abusos, me planté frente a ella.

    -¡No! No me iré de aquí. - Con todo el valor que pude, le di la cara.

    -¡Te voy a matar! -Exclamó. 

La niña se quedó quieta por un momento, pude ver sus enormes ojos verde claro, me miró intensamente, avanzó hacia mí, su chongo enmarañado se movía con el viento, sus labios eran rosas como un pequeño caramelo, mi corazón palpitaba con fuerza, y si más, me cayó a golpes. Aquellas vacaciones me dejaron una inolvidable paliza, un diente fracturado y un largo castigo “por andar peleando”

Ahora que mi hijo juega en este mismo lugar los recuerdos me hacen sonreír pues la contienda con aquella niña se prolongó por algunos años. Yo arrojé la última piedra, engarzada en un anillo y la niña ruda cumplió su promesa.

Ella es mi esposa.

 

 


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